Noviembre, festividad de Todos los
Santos y mes de los difuntos. Visita a los cementerios y oración por los seres
queridos. Deseo recoger aquí un puñado de santos con sus últimas palabras antes
de sus muertes santas. Espero que ellos nos ayuden para el tránsito, cercano o
lejano, de nuestro paso de esta vida al cielo, que por la misericordia de Dios
esperamos.
San
Ambrosio, próximo a su fin, al animarle los sacerdotes a orar a Dios
para que le prolongase la vida, contestó:
–De tal modo he vivido entre vosotros
que no habría de avergonzarme de permanecer más tiempo aún en vuestra compañía;
pero no me apesadumbra morir, puesto que tenemos un Dueño benigno.
Murió en Milán el 4 de abril del año
397.
Santo
Tomás Moro, lord canciller en el reinado de Enrique VIII de Inglaterra. Al
separarse el monarca de la Iglesia de Roma, fue condenado a muerte como
traidor, por haberse negado a reconocer, bajo juramento, que el rey era el jefe
de la Iglesia. En el momento de apoyar la cabeza en el tajo para ser decapitado
(6 julio 1535), desvió su barba hacia un lado, diciendo al verdugo:
–Esta barba no ha cometido ninguna alta
traición.
Santa
Teresa de Jesús muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Después de la
comunión, se le encendió el rostro y repitió muchas veces antes de morir:
–En fin, Señor, soy hija de la Iglesia.
San
Luis Gonzaga, el joven jesuita patrón de la juventud. Murió en Roma de
muerte prematura el 21 de junio de 1591. Cuidando enfermos, se contagió de la
peste. Como el Provincial le preguntase, poco antes de su muerte, cómo se
encontraba, el santo respondió:
–Nos marchamos, P. Provincial.
–¿A dónde? –preguntó este.
–Al cielo, si mis pecados no me lo
impiden –replicó san Luis.
–Ved a este joven –dijo el Provincial al
salir de la habitación–, habla de su ida al cielo como nosotros podríamos
hablar de dar un paseo hasta Frascati.
San
Juan de la Cruz. Muere un poeta, el
más sublime poeta místico. Traspuesto está con un crucifijo elevado en su mano.
Preguntaba con frecuencia la hora. Como presintiendo llegado su momento.
–¿Qué hora es? –pregunta al enfermero.
–Las once.
–Ya se acerca la hora de los maitines que diremos en
el cielo.
– ¿Qué hora es? –pregunta al cabo de un rato.
–Las once y media.
–Ya se llega mi hora; avisen a los religiosos.
A las doce, tocan la campana a maitines.
–¿A qué tañen? –pregunta el Santo.
–A maitines.
–¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
El crucifijo que tenía en una mano lo entregó a un
seglar que se hallaba en la celda, metió las manos debajo de la ropa, compuso
todo el cuerpo y, sacando los brazos, tomó de nuevo el crucifijo. Cerró los
ojos, pronunció las últimas palabras de Jesús en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y expiró. Llovía copiosamente en Úbeda. Era la madrugada
del 14 de diciembre de 1591, sábado. Tenía fray Juan de la Cruz cuarenta y
nueve años.
Santa Rosa de Lima pronunció su última plegaria antes de morir el 26
de agosto de 1617 en favor de su madre:
–¡Señor, te la dejo en tus manos; dale fuerzas; no
permitas que su corazón se rompa de tristeza!
Tan pronto como expiró la santa, su madre sintió tal
consuelo y alegría que hubo de retirarse para ocultar la felicidad que su
rostro destellaba.
Santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes. Terminó sus días en un
convento donde fue tratada durante trece años como una «tontuela, que no servía
para nada». Ella decía:
–¿Ven ustedes? Mi historia es muy sencilla: la
Virgen se sirvió de mí y luego me dejaron en un rincón. Ese es mi sitio; en él
me siento feliz, y en él me quedaré.
Murió el 16 de abril de 1879.
Santa Teresa de Lisieux pregunta a la priora:
–Madre mía, ¿no es esto la agonía? ¿No voy a morir?
¡No voy a saber nunca morir!
Luego, con voz dulce y lastimera, dijo:
–¡Pues bien!... ¡Adelante... adelante! ¡Oh, no
quisiera sufrir menos!
Luego, mirando a su crucifijo:
–¡Oh!... ¡le amo!... ¡Dios mío..., os amo!
Fueron sus últimas palabras. Su cabeza se desplomó
hacia la derecha. Pero, de repente, abrió los ojos y los tuvo fijos en el rostro
de la Virgen de la Sonrisa. El tiempo del rezo de un Credo. Cerró los ojos y
exhaló su último suspiro... Era el jueves 30 de septiembre de 1897, siete y
veinte de la tarde. Llovía sobre Lisieux.
Santa
Ángela de la Cruz. Embolia cerebral, diagnóstico del
médico. Y las Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal. El 28
de julio de 1931 habló por última vez.
–He pedido al Señor que me deje un año
de preparación para la muerte– dijo muy quedamente.
Y pronunció las últimas palabras que sus
Hijas recogieron como envueltas en un pañuelo limpio para que no se perdieran:
–No ser, no querer ser, pisotear el yo,
enterrarlo si posible fuera.
Y con voz más queda repetía de nuevo:
–No ser, no querer ser.
Después, nueve meses de silencio y
sufrimiento. Así hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932. A las tres menos
veinte murió en la Casa Madre de Sevilla. Su rostro se inundó de un dulce
semblante y ella, inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas
para levantar el cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres
suspiros y comenzar el sueño de la muerte.
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