San Diego fue un santo muy
popular en España y América a partir de la segunda mitad del siglo XVI, en el
reinado de Felipe II, popularidad que se refleja en numerosas pinturas e
imágenes que lo representan e incluso ciudades que toman su nombre. Conocido
como san Diego de Alcalá, lugar de su muerte, hay una vieja reivindicación de
la diócesis de Sevilla por devolverle el nombre originario que aparece en la
bula de canonización, nombrado como san Diego de San Nicolás, lugar de su
nacimiento.
Nació hacia 1400 en San
Nicolás del Puerto, al norte de la provincia de Sevilla, en las estribaciones
de Sierra Morena. Nada se sabe de sus padres y del ambiente familiar, salvo que
eran de condición humilde. Los datos primeros de su vida, aunque vagos, se
refieren a su retiro, siendo muy joven, en una ermita distante un cuarto de
legua del pueblo, donde habitaba un sacerdote ermitaño al que hizo compañía. Diego
se ocupaba de la huerta que había junto a la ermita. De vez en cuando salía por
los pueblos comarcanos a pedir limosna.
No muy lejos se hallaba el
convento de San Francisco de Arrizafa, de frailes menores, cercano a Córdoba, y
Diego tomó el hábito de lego «por sobra de humildad o por su falta de
estudios». Más bien, esto último. Diego era tan sólo un labriego, un hortelano,
y esta labor la ejercerá de por vida en los distintos conventos, como también
el oficio de portero.
Pasó a Sevilla, donde moró
durante algún tiempo en la Casa Grande de San Francisco, situada en el centro
de la ciudad. Diego se ocupaba de la huerta. En Sevilla han perdurado algunos
hechos milagreros como recuerdos legendarios de san Diego que han sido
plasmados en los lienzos de los pintores.
Como una hermosa leyenda, se
cuenta el suceso conocido como «El horno de las Brujas». La calle del Horno de
las Brujas (actualmente Argote de Molina, cercana a la catedral) se llamaba así
en la época medieval por un horno de bizcochos, que allí había, perteneciente a
dos hermanas naturales de la ciudad de Brujas, en los Países Bajos.
Fray
Diego camina con otro hermano franciscano cuando oye las voces desgarradoras de
una hornera pidiendo auxilio. Su hijo, en su travesura, se había introducido en
el horno y se había quedado dormido. Cuando la madre encendió el fuego, pudo
contemplar horrorizada entre las llamas la figura inerte de su hijo.
Enloquecida,
corría por la calle pidiendo socorro. Fray Diego, que pasaba por allí, la
consoló diciéndole que no perdiese la confianza y acudiese a implorar a la
Virgen de la Antigua en la catedral. Mientras, fray Diego entró en la tahona,
increpó al fuego y ordenó al niño que saliera. Este pasó por en medio de las
llamas sano y salvo. Tomó fray Diego al niño de la mano, lo llevó a la catedral
y lo entregó a su madre ante la capilla de la Virgen de la Antigua.
En 1441, pasó de misionero
a Canarias, a la isla de Fuerteventura. En esta isla se hallaba la primera
misión franciscana en aquellas islas descubiertas un siglo antes y
evangelizadas desde un principio por los franciscanos. Viera, historiador
canario, dice que san Diego «fue bienhechor de la comunidad y del vecindario».
La tradición lo relaciona con la aparición de la Virgen de la Peña, patrona de
la isla, esculpida en alabastro hacia el año 1400. Consta que san Diego llegó a
ser guardián del convento, caso sorprendente siendo simplemente lego. Y dejó un
recuerdo imborrable en la evangelización de sus habitantes. Uno de aquellos
isleños, jefe guanche, bautizado con el nombre de Francisco Alfonso, quedó tan
agradecido al santo, que le trajo a sus dos hijos para que les enseñara la
doctrina y recibieran también el bautismo.
En 1447, o tal vez en
1449, está ya de regreso en la península y vuelve a la Custodia de Sevilla, que
comprendía los conventos andaluces pertenecientes a la Provincia franciscana de
Castilla.
Llega el año 1450 y fray
Diego marcha a Roma para ganar el jubileo general del año santo. Se celebra
además el Capítulo General franciscano de la Familia Observante y las
solemnidades de la canonización de san Bernardino de Siena, elevado a los
altares por el papa Nicolás V el 24 de mayo. La afluencia de peregrinos a Roma de
toda Europa, para lucrarse de las santas indulgencias fue incontable. Pero con
la multitud llegó también la peste. Prendió con fuerza durante el verano y la
curia romana abandonó Roma y se dispersó. Un enviado del Orden Teutónico
criticaba:
–La corte de Roma ha escapado y se ha dispersado
deplorablemente, como si aquí no hubiese corte ni curia alguna. Cardenales,
obispos, abades, monjes, sin exceptuar a ninguno, todos huyeron de Roma como
los apóstoles de nuestro Señor el viernes santo. También nuestro Santo Padre,
el papa Nicolás V, se ha alejado de Roma… Su Santidad se ha retirado a un
castillo llamado Fabriano… y se dice que ha prohibido, bajo pena de excomunión
y de la pérdida de los beneficios y gracias papales, al que habiendo estado en
Roma, de cualquier condición que sea, ni secreta ni públicamente se acerque a
Fabriano.
Quien no huyó de Roma fue
el humilde lego franciscano Diego. Hospedado en el convento de Araceli, extremó
su celo caritativo en ayuda de los enfermos que atestaban la enfermería del
convento. Faltaban medicinas y alimentos, pero el celo de fray Diego y su
generosa e inagotable caridad hacia los enfermos, parecía suplir lo que
necesitaba cada uno con su palabra y milagrosos hechos. Parecía como si en las
manos del bendito lego se multiplicasen las medicinas y alimentos.
Llegado el otoño, cesó la
peste, y fray Diego y su acompañante fray Alonso de Castro, que también pilló
la peste y fue curado por san Diego, tomaron el camino de regreso.
A su vuelta de Roma,
espera que lo envíen a la soledad de un convento perdido. Fue destinado al
convento de Nuestra Señora de la Salceda en Tendilla (Guadalajara), uno de los
focos de la reforma observante franciscana, de donde saldrá también no mucho
después el gran reformador Francisco de Cisneros. En Salceda quedó también el
recuerdo del paso de san Diego por este solitario monasterio. Escaseaba el agua
de riego en el huerto del convento y mucho le instaron los frailes que pidiera
al Señor el remedio a tanta penuria. La oración de nuestro lego hizo brotar una
copiosa fuente conocida como «Fuente de San Diego».
En 1456 se terminó la
construcción del convento de Santa María de Jesús de Alcalá de Henares. Y allá
fue fray Diego con el oficio de hortelano. Y de hortelano pasó a la portería
del convento. Tal vez enflaquecido por la edad, los superiores idearon el cambio
de oficio de tan humilde fraile. Y su fama de santidad se multiplicó en Alcalá al
atender caritativamente a cuantos llamaban a la puerta del convento, que no
eran otros que pobres, enfermos y afligidos.
Fray Diego tuvo dos
grandes amores en su sencilla vida espiritual: el Santísimo Sacramento y su
devoción a la Virgen María.
Se acerca la hora de su
muerte. Le salió un tumor maligno en el brazo izquierdo que le ocasionaba un
profundo dolor. Cuando se vio ya en los momentos últimos, pidió al guardián que
le diese un hábito desechado de mortaja y tierra con que cubrirlo. Tomó una
tosca cruz de madera y, abrazado a ella, exclamó los versos que se recitan en
la liturgia del viernes santo: «Dulce leño, dulces clavos, que sustentaste tan
sagrado peso, y que sola fuiste digna de llevar al Señor y Rey de los cielos».
Y murió, sábado 12 de noviembre de 1463.
Su canonización tuvo lugar
en la basílica de San Pedro el 2 de julio de 1588. El culto de san Diego se
propagó rápidamente no sólo por España, también por Italia, Francia, Portugal y
Alemania. En América, llevada por los franciscanos, se propagó igualmente. La
primera de las misiones de la Alta California, que se extendía desde el Puerto
de San Diego al Puerto de San Francisco, se llamó de San Diego. Y la propia
ciudad de San Diego, hoy de los Estados Unidos, evoca la figura de nuestro
sencillo lego franciscano.
¿Qué
podemos aprender de san Diego?
Si algo hay que resaltar
especialmente de él que nos sirva de estímulo y emulación en nuestra vida
espiritual es su humildad, sencillez evangélica y caridad sin límites. El
humilde lego franciscano, que pasó buena parte de su vida en el silencio de las
huertas de los conventos y sólo al final de su vida en la portería del convento
de Alcalá, fue el instrumento milagroso que Dios tuvo para aliviar los dolores
y sufrimientos de tantos pobres como a él acudían. Y, cosa curiosa, tras de su
muerte, también los poderosos de la tierra se postraron ante su tumba.
Y es que Diego amaba a los
pobres, servía a todos, testimoniaba el amor de Cristo, y por ello reina con
Cristo para siempre.
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