La figura de Juan Francisco Muñoz y
Pabón, magnífico poeta y novelista de principios del siglo pasado y a fuer de
ello ilustre canónigo Lectoral de la Iglesia Catedral Metropolitana de Sevilla,
está pasando desapercibida, sin recuerdo ni mención alguna en este año 2016 en que
se cumple el 150 aniversario de su nacimiento.
Luis Montoto, cronista oficial de la
ciudad y gran amigo de Muñoz y Pabón, hubo de dar un informe al Ayuntamiento
para la concesión de una calle. En él decía: «Como sacerdote, como literato y
como amador de Sevilla –¡su querida Sevilla!– digno es el Sr. Don Juan
Francisco Muñoz y Pabón de que, en homenaje debido a la virtud y al talento...
su nombre se exponga a la veneración del pueblo cuya graciosa belleza recogió y
guardó en el precioso relicario de su genial obra literaria». Y así, por
acuerdo capitular de 5 de agosto de 1921 –un año y medio después de su muerte–,
a la calle de la Carne, junto a la parroquia de San Nicolás, se puso el nombre
del insigne novelista y poeta.
Seminarista era, y ya chispeante poeta,
cuando se hallaba de arzobispo de Sevilla el dominico Fray Zeferino González,
decoro de la filosofía española. Pasó del obispado de Córdoba al arzobispado de
Sevilla. No vino solo. Con él arribó una pléyade de sacerdotes que le habían
ayudado en el gobierno de la diócesis cordobesa y que ocuparon los principales
cargos eclesiásticos en Sevilla. Nombramientos de unos y cesantías de otros
llenaron, como es lógico, de chismes la ciudad. Lo mejor vino de esa mente
despierta y aguda que fue Muñoz y Pabón, entonces seminarista. Dibujó un
escudo, la mitra y el báculo en el centro, y en uno de los cuarteles un pan de
rosca, con esta leyenda:
Fames Corduba utraque unum
que, traducido, significa: «El hambre y
Córdoba son una misma cosa». Siguió con la broma y parodió aquellos versos de
santo Tomás:
Ecce panis angelorum
Factus cibus viatorum.
La parodia quedó así, escrita alrededor del escudo:
Ecce panis hispalensis
Factus cibus cordubensis.
«El pan hispalense convertido en comida
de los cordobeses». El pintoresco escudo corrió por todo el Seminario. Y de
allí saltó, como por arte de magia, al despacho mismo del arzobispo.
Una mañana, el rector llama a Juanito.
Muy serio y muy tieso.
–¡Buena la has hecho! ¡Buena la has
hecho, niño! El empecatado escudito, que en mal hora dibujaste, y los
endiablados versitos que escribiste, han caído en manos del señor arzobispo.
Juanito se ha puesto blanco como la
pared.
–El señor arzobispo no tiene buenas
pulgas. Los sabios son así, malhumorados, irascibles. Ya puedes despedirte de
esta casa. Estas son las consecuencias de tu genio vivo. Ea... ponte la sotana
y la beca. ¡A palacio!
Y allá fueron. Entraron en el despacho
del prelado. Este seguía escribiendo. Al rato, sin soltar la pluma, levantó
esos ojos suyos fulgurantes y espetó a Juanito:
–¿Conque ecce panis hispalensis...?
Juanito deseaba en esos momentos que lo
tragase la tierra. El arzobispo insistió:
–¡Ecce panis hispalensis...! Versitos...
Versitos...
Se levantó del sillón, se acercó a él,
le dio a besar el anillo y dijo al rector:
–En castigo, cómprale a este poeta una
libra de peladillas. Yo las pago.
Después, cuando a Fray Zeferino lo
hicieron cardenal, Muñoz y Pabón escribió una Oda encumbrando a su arzobispo
con motivo de la imposición del solideo cardenalicio.
Pero con quien tuvo gran amistad, a
quien leía sus obras antes de imprimirlas, era al adorable arzobispo don
Marcelo Spínola, quien llegó a decirle al acabar la lectura de su primera
«obrecilla»:
–A seguir escribiendo y que ésta no sea
su única obra... Ni se contente sólo con ser aficionado. Hágase profesional.
Teólogos y canonistas, patrólogos y exegetas, tenemos muchos. Filósofos y
moralistas, tampoco nos faltan. De literatos es de lo que andamos escasillos.
Quizá, y sin quizá, no sea la amena literatura el camino más apropiado para ir
a la conquista de las almas. Deje usted que otros vayan en busca de ellas, y
encárguese usted de entretenerlas agradablemente, para que no se nos vayan al
otro campo. La Iglesia es una casa muy grande y de muchos y variados intereses,
y debe tener de todo. ¿No ve usted la casa X? El uno, en el escritorio, al
frente de los negocios navieros... El otro, en el cortijo, al cuidado del campo
y de la ganadería... Aquél, al comercio... Estotro, a la política... Lo que no
puede un solo hombre, lo puede la casa X hermanos. Acuérdese, si no, de la casa
de los Médicis. Así debe ser la Iglesia. Por eso los jesuitas son lo que son.
Porque son muchos, y cada uno hace aquello para lo que parece que ha nacido.
Siga usted escribiendo…
Y Muñoz y Pabón hizo caso al santo arzobispo
y nos dejó una colección de novelas, cuentos, narraciones, poemas, ensayos
teatrales, artículos de crítica, de costumbres, toda una vastísima producción
que acredita a un escritor de raros méritos.
¡Cómo me hubiera gustado haber
encontrado un obispo así de clarividente! Claro, Spínola era, además de sabio,
santo cardenal. Por algo es ya beato desde 1987, Beato Marcelo Spínola. Por el
contrario, mis obras, que suman unas ochenta publicaciones, tienen censurada su
venta en la Librería Diocesana del Palacio Arzobispal de Sevilla. Muñoz y Pabón
gozó de mejor suerte.
A él, el arzobispo don Marcelo Spínola
le dijo:
–Siga usted escribiendo.
A mí parece que se me dice:
–No siga usted escribiendo.
Devoto de la Macarena y de Joselito el
Gallo, quiero reseñar aquí de sus obras las siguientes: Justa y Rufina,
El buen paño, Amor postal, Paco Góngora, La Millona,
Javier de Miranda, Colorín Colorado, De guante blanco, En
el cielo de la tierra, Cruz y claveles, Historia contemporánea,
El niño de Nazaret, Media pava, Exposición de muñecas, Oro
de ley, La Blanca Paloma, Lucha de humos, Temple de acero,
Mansedumbre…
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