sábado, 5 de mayo de 2018

Mi familia también es víctima de ETA


Al amanecer del 17 de octubre de 1991, el teniente Francisco Carballar Muñoz salió de su casa del barrio de Aluche en Madrid vestido de uniforme y subía a su Peugeot 309 gris para dirigirse a la Academia de Artillería en el barrio de Fuencarral, donde se encargaba de examinar a los soldados conductores. Pero una bomba lapa adosada a su coche estalló casándole la muerte en el acto. Decía el diario El País al día siguiente:
–Vicente, el hijo mayor del teniente, bajó las escaleras de su casa gritando “Papá, papá”. Cuando llegó al coche destrozado, sólo se pudo abrazar al cadáver de su padre. Su madre, María Dolores Cardoso Vargas, y su hermana Alicia, lloraban al lado. En un bloque colindante, los cristales de una ventana produjeron heridas leves en la frente a Cristina López, de ocho años. Los vecinos, algunos en pijama, comenzaron a bajar y a indignarse: “Nos van a matar a todos, nos van a matar a todos”. La segunda bomba, que estalló a unos 500 metros y frente a dos colegios, causó heridas muy graves a la funcionaria de la comisaría de Los Cármenes, María Jesús González Gutiérrez, de 40, y a su hija Irene Villa, de 13, que ha perdido ambas piernas. El tercer artefacto causó graves heridas al comandante del Ejército Rafael Villalobos, de 38 años, y a su hermana.
Esta criminal organización dejó viuda y cinco hijos. Él tenía 47 años y era primo hermano mío. Uno más de los 350 crímenes sin resolver de la banda terrorista ETA. Quiero recoger aquí la homilía que pronuncié al día siguiente en nuestro pueblo, Santa Olalla del Cala (Huelva), en su funeral. Sea en su memoria y en nombre de Loli, su esposa, y sus hijos.


Teniente Carballar Muñoz

Homilía en la muerte de Francisco Carballar, teniente del Ejército de Tierra
Santa Olalla del Cala, viernes 18 de octubre de 1991

Hoy es un día de especial dolor para nuestro pueblo. Un hijo de Santa Olalla nos ha sido devuelto exánime en un ataúd para tomar sepultura y descanso eterno en la tierra que le vio nacer tras morir absurdamente por mano asesina. No es desgraciadamente la primera acción terrorista que se ceba con un hijo de este pueblo y pedimos a Dios que sea la última.
Francisco Carballar salió de Santa Olalla muy joven, como tantos en aquella época, para buscar en una ciudad grande un trabajo que diera ilusión a su vida. Y la encontró en el Ejército. Como otros la encontraron en otros meneste­res, todos dignos. Ni él ni ninguno de nuestros hijos de Santa Olalla, pueblo pacífico y trabajador, se merece un fi­nal así, tan absurdo, tan cobarde.
A esos asesinos y a los que los amparan y alientan, qui­siera recordarles el mandato «No matarás», que se halla reco­gido en todos los códigos morales del mundo y leerles de las primeras páginas de la Biblia, nuestro libro sagrado, aquel pasaje que recoge la muerte de Abel por manos de su hermano Caín.
Después de aquel crimen horrendo, Dios le dijo a Caín: «La sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás en la tierra, que abrió su boca para recibir de mano tuya la sangre de tu hermano».
Y Caín respondió: «Insoportable es mi castigo. Ahora me arrojas de esta tierra; oculto a tu rostro habré de andar fu­gitivo y errante por la tierra, y cualquiera que me encuen­tre, me matará».
Pues eso mismo, en nombre de Dios, les grito a esos ase­sinos: Malditos sois de la tierra, viviréis como alimañas en­tre los campos, despreciados y aborrecidos, hasta que la tie­rra se os haga insoportable. Sólo en aquel día en que se os ablande el corazón, caigáis de rodilla ante tanto dolor como habéis derramado con vuestros crímenes, y digáis como Caín: «Insoportable es mi castigo», podremos sentir misericordia de vosotros, porque el corazón nuestro, a diferencia del de los terroristas, es un corazón humano, que no alienta deseos de ven­ganza.
Las circunstancias de esta muerte, como la muerte misma, nos resultan humanamente absurdas. Pero yo quisiera ilumina­ros, desde la fe cristiana, en la idea de que esta muerte, toda muerte de un ser humano, prescindiendo de las circuns­tancias, no es un absurdo, está envuelta en el misterio de Dios.
Si muriésemos para nadie, la muerte sería absurda, por­que nadie podría darle sentido. Pero aquí, por ejemplo, Fran­cisco Carballar no ha muerto para nadie. Todos los que esta­mos aquí nos hemos dado cita para dar homenaje y última des­pedida a un ser amigo. La nación misma, a través de sus órga­nos de comunicación, se ha conmovido al enterarse de la muerte de un sencillo teniente del Ejército. Y están su mujer y sus hijos, que dan sentido a una vida vivida y desde ahora recordada. Luego no ha muerto para nadie.
Si muriésemos sólo para los hombres, es decir, para su mujer e hijos, para su pueblo, para el Ejército, para la na­ción, en cierto sentido la muerte aparecería también como algo absurdo por lo perecedero: Dentro de unos días en algu­nos, unos años en otros, el recuerdo de por vida en su mujer e hijos... ¿Y después? Todos los anhelos, deseos, empeños realizados, la misma vida de uno, se diluirían en un tiempo más o menos lejano hasta desaparecer nuestra memoria del recuerdo de los hombres.
Las Sagradas Escrituras dan respuesta a este misterio. Lo dice San Pablo en una de sus cartas: «Ninguno vive y muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».
Luego tanto la muerte como la vida tienen sentido pleno en el misterio de Dios. No es un absurdo. Vivimos ante Dios; vamos, tras nuestra muerte, hacia Dios. Y Dios, que es la plenitud, da plenitud y eternidad a nuestra existencia.
Jesús, en quien creemos como Hijo de Dios, lo demostró con sus hechos: tras la muerte asumida en cruz, resucitó. Y lo demostró con sus palabras cuando des­cubrió el misterio de Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Él no es un Dios de muertos sino de vivos».
Luego la muerte sólo es un tránsito hacia la vida definitiva en la plenitud de Dios.
Si Dios consideró que valía la pena de ligarse a hombres que llama por su nombre –Abrahán, Isaac, Jacob, en este caso, Francisco–, cada uno con una per­sonalidad singular y única, si cree que vale la pena compar­tir la historia de los hombres y trabar amistad con ellos, ¿va a permitir que estos hombres –cada uno de nosotros– se hunda en la nada? No, Dios nos ha creado para sí.
Aquí radica nuestra fe, nuestra esperanza. Y nuestro consuelo, a pesar del dolor humano que supone la pérdida de un ser querido, sobre todo si ha sido en unas circunstancias tan trágicas como la presente.
Francisco Carballar, primo mío, que seas acogido en el seno de Dios. Eso pedimos aquí al Señor. Y a los que partici­pamos en esta Eucaristía, especialmente a su esposa e hijos, que el Señor nos dé resignación cristiana y nos ilumine en el hecho glorioso de la resurrección de la carne.
Francisco Carballar no se ha perdido. Estaba alerta, soldado en estado de servicio. No ha muerto absurdamente para nada. Ha muerto para Dios. Descanse en paz.

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