Al amanecer del 17 de octubre de 1991, el
teniente Francisco Carballar Muñoz salió de su casa del barrio de Aluche en
Madrid vestido de uniforme y subía a su Peugeot 309 gris para dirigirse a la
Academia de Artillería en el barrio de Fuencarral, donde se encargaba de
examinar a los soldados conductores. Pero una bomba lapa adosada a su coche
estalló casándole la muerte en el acto. Decía el diario El País al día siguiente:
–Vicente, el hijo mayor del teniente, bajó
las escaleras de su casa gritando “Papá, papá”. Cuando llegó al coche
destrozado, sólo se pudo abrazar al cadáver de su padre. Su madre, María
Dolores Cardoso Vargas, y su hermana Alicia, lloraban al lado. En un bloque
colindante, los cristales de una ventana produjeron heridas leves en la frente
a Cristina López, de ocho años. Los vecinos, algunos en pijama, comenzaron a
bajar y a indignarse: “Nos van a matar a todos, nos van a matar a todos”. La
segunda bomba, que estalló a unos 500 metros y frente a dos colegios, causó
heridas muy graves a la funcionaria de la comisaría de Los Cármenes, María
Jesús González Gutiérrez, de 40, y a su hija Irene Villa, de 13, que ha perdido
ambas piernas. El tercer artefacto causó graves heridas al comandante del
Ejército Rafael Villalobos, de 38 años, y a su hermana.
Esta criminal organización dejó viuda y
cinco hijos. Él tenía 47 años y era primo hermano mío. Uno más de los 350 crímenes
sin resolver de la banda terrorista ETA. Quiero recoger aquí la homilía que
pronuncié al día siguiente en nuestro pueblo, Santa Olalla del Cala (Huelva),
en su funeral. Sea en su memoria y en nombre de Loli, su esposa, y sus hijos.
Teniente Carballar Muñoz
Homilía en la muerte de Francisco
Carballar, teniente del Ejército de Tierra
Santa Olalla del Cala, viernes 18 de
octubre de 1991
Hoy es un día de especial dolor para
nuestro pueblo. Un hijo de Santa Olalla nos ha sido devuelto exánime en un
ataúd para tomar sepultura y descanso eterno en la tierra que le vio nacer tras
morir absurdamente por mano asesina. No es desgraciadamente la primera acción
terrorista que se ceba con un hijo de este pueblo y pedimos a Dios que sea la
última.
Francisco Carballar salió de Santa Olalla
muy joven, como tantos en aquella época, para buscar en una ciudad grande un
trabajo que diera ilusión a su vida. Y la encontró en el Ejército. Como otros
la encontraron en otros menesteres, todos dignos. Ni él ni ninguno de nuestros
hijos de Santa Olalla, pueblo pacífico y trabajador, se merece un final así,
tan absurdo, tan cobarde.
A esos asesinos y a los que los amparan y alientan,
quisiera recordarles el mandato «No matarás», que se halla recogido en todos
los códigos morales del mundo y leerles de las primeras páginas de la Biblia,
nuestro libro sagrado, aquel pasaje que recoge la muerte de Abel por manos de
su hermano Caín.
Después de aquel crimen horrendo, Dios le
dijo a Caín: «La sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra.
Ahora, pues, maldito serás en la tierra, que abrió su boca para recibir de mano
tuya la sangre de tu hermano».
Y Caín respondió: «Insoportable es mi
castigo. Ahora me arrojas de esta tierra; oculto a tu rostro habré de andar fugitivo
y errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre, me matará».
Pues eso mismo, en nombre de Dios, les
grito a esos asesinos: Malditos sois de la tierra, viviréis como alimañas entre
los campos, despreciados y aborrecidos, hasta que la tierra se os haga
insoportable. Sólo en aquel día en que se os ablande el corazón, caigáis de
rodilla ante tanto dolor como habéis derramado con vuestros crímenes, y digáis
como Caín: «Insoportable es mi castigo», podremos sentir misericordia de
vosotros, porque el corazón nuestro, a diferencia del de los terroristas, es un
corazón humano, que no alienta deseos de venganza.
Las circunstancias de esta muerte, como la
muerte misma, nos resultan humanamente absurdas. Pero yo quisiera iluminaros,
desde la fe cristiana, en la idea de que esta muerte, toda muerte de un ser
humano, prescindiendo de las circunstancias, no es un absurdo, está envuelta
en el misterio de Dios.
Si muriésemos para nadie, la muerte sería
absurda, porque nadie podría darle sentido. Pero aquí, por ejemplo, Francisco
Carballar no ha muerto para nadie. Todos los que estamos aquí nos hemos dado
cita para dar homenaje y última despedida a un ser amigo. La nación misma, a
través de sus órganos de comunicación, se ha conmovido al enterarse de la
muerte de un sencillo teniente del Ejército. Y están su mujer y sus hijos, que
dan sentido a una vida vivida y desde ahora recordada. Luego no ha muerto para
nadie.
Si muriésemos sólo para los hombres, es
decir, para su mujer e hijos, para su pueblo, para el Ejército, para la nación,
en cierto sentido la muerte aparecería también como algo absurdo por lo
perecedero: Dentro de unos días en algunos, unos años en otros, el recuerdo de
por vida en su mujer e hijos... ¿Y después? Todos los anhelos, deseos, empeños
realizados, la misma vida de uno, se diluirían en un tiempo más o menos lejano
hasta desaparecer nuestra memoria del recuerdo de los hombres.
Las Sagradas Escrituras dan respuesta a
este misterio. Lo dice San Pablo en una de sus cartas: «Ninguno vive y muere
para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el
Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».
Luego tanto la muerte como la vida tienen
sentido pleno en el misterio de Dios. No es un absurdo. Vivimos ante Dios;
vamos, tras nuestra muerte, hacia Dios. Y Dios, que es la plenitud, da plenitud
y eternidad a nuestra existencia.
Jesús, en quien creemos como Hijo de Dios,
lo demostró con sus hechos: tras la muerte asumida en cruz, resucitó. Y lo
demostró con sus palabras cuando descubrió el misterio de Dios: «Yo soy el
Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Él no es un Dios de muertos sino de
vivos».
Luego la muerte sólo es un tránsito hacia
la vida definitiva en la plenitud de Dios.
Si Dios consideró que valía la pena de
ligarse a hombres que llama por su nombre –Abrahán, Isaac, Jacob, en este caso,
Francisco–, cada uno con una personalidad singular y única, si cree que vale
la pena compartir la historia de los hombres y trabar amistad con ellos, ¿va a
permitir que estos hombres –cada uno de nosotros– se hunda en la nada? No, Dios
nos ha creado para sí.
Aquí radica nuestra fe, nuestra esperanza.
Y nuestro consuelo, a pesar del dolor humano que supone la pérdida de un ser
querido, sobre todo si ha sido en unas circunstancias tan trágicas como la
presente.
Francisco Carballar, primo mío, que seas
acogido en el seno de Dios. Eso pedimos aquí al Señor. Y a los que participamos
en esta Eucaristía, especialmente a su esposa e hijos, que el Señor nos dé
resignación cristiana y nos ilumine en el hecho glorioso de la resurrección de
la carne.
Francisco Carballar no se ha perdido.
Estaba alerta, soldado en estado de servicio. No ha muerto absurdamente para
nada. Ha muerto para Dios. Descanse en paz.
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