Un día del año 1482, una comitiva
procesional, presidida por el arzobispo Pedro González de Mendoza, conocido
como el Gran Cardenal de España, salió de la catedral de Sevilla y,
extramuros de la ciudad, en San Bernardo, acogió la llegada a la ciudad de una
preciosa reliquia, que desde entonces enriquece el tesoro artístico de la
catedral hispalense. Es el lignum crucis llamado de Constantino, que
pertenecía al anterior arzobispo Fonseca el Viejo.
Una bella leyenda se cierne sobre este lignum
crucis, que contaré, y, de paso, señalar los otros lignum crucis que
posee la catedral de Sevilla. Que en esto también es rico el templo hispalense,
al guardar en su tesoro tres preciosas reliquias del leño de la cruz. Decía
Voltaire que, si se reunieran todos los fragmentos que a lo largo de la
historia se han repartido del lignum crucis, se podría construir un
barco. Pero Voltaire fue un descreído, al que no hay que hacerle caso. Rohault
de Flery, en su Mémoire sur les instruments de la Passion (París 1870),
hizo un inventario de todas las reliquias del lignum crucis que se
veneran en el mundo cristiano y alcanzan a cubrir una mínima parte de una cruz
normal. Que, por cierto, según examen microscópico de muchos de estos
fragmentos, era de madera de pino.
Digo pues que la catedral de Sevilla cuenta
con tres lignum crucis, engastados en bellísimos relicarios. El más
antiguo, del arzobispo Pedro de Albornoz, fue donado a la catedral por este
prelado poco antes de su muerte, en 1389. El segundo, ya mentado, del arzobispo
Alonso de Fonseca. El tercero, un lignum crucis con el pectoral del papa
Clemente XIV, perteneció al arzobispo Francisco Javier Delgado y Venegas, que
gobernó la diócesis de Sevilla de 1776 a 1781.
El relicario del lignum crucis de
Constantino es el más apreciado por la historia entrañable que encierra. Pero
comencemos por el principio, para entendernos mejor.
Hay que remontarse al siglo IV. Santa
Elena, madre del emperador Constantino, ha llegado a Palestina y se ha
convertido en una devota exploradora de los Santos Lugares. En Jerusalén hace
levantar la basílica de la Anástasis (que significa Resurrección; basílica
también llamada del Santo Sepulcro) sobre el sepulcro de Cristo. Y en el monte
de los Olivos y en la gruta de Belén hizo construir otras basílicas.
A partir de este momento la historia se
introduce en la leyenda. Cuenta san Ambrosio que santa Elena exclamó al llegar
al Calvario:
–¡He aquí el teatro de la lucha! Pero
¿dónde está el signo de la victoria?
Y relata cómo santa Elena llegó a encontrar
el leño de la cruz junto al sepulcro del Señor, basándose en la costumbre de
los judíos de enterrar en el mismo lugar de le ejecución, junto al malhechor,
los instrumentos del suplicio.
Santa Elena halló tres cruces. Ocurrió en
el año 326 o, según la crónica de Eusebio, en el 328. ¿Cómo supo cuál era la
del Señor? Pasaba por allí un funeral y la santa hizo poner sobre el muerto una
tras otras las tres cruces. A la tercera fue la vencida. Al tocar la cruz sobre
el difunto, el muerto resucitó. Este hallazgo ha sido celebrado en la Iglesia
con la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, que se celebraba en la
liturgia anterior al Concilio Vaticano II el 3 de mayo. Y dio lugar en nuestra
tierra a las famosas Cruces de Mayo. El cardenal Mendoza, que acude
extramuros de Sevilla a recibir la cruz de Constantino, era un especialísimo
devoto de esta fiesta. Tal vez por un hecho casual: su nacimiento en
Guadalajara ocurrido el 3 de mayo de 1428. Llevado de esta devoción, el Gran
Cardenal de España hizo construir en Sevilla la iglesia de la Santa Cruz, que
dio nombre al típico barrio sevillano, derruida durante la ocupación francesa
en el siglo pasado.
Pero volvamos a santa Elena, siglo IV. Hizo
tres partes con la cruz del Señor. Una la dejó en Jerusalén y las otras dos las
envió a Constantinopla y Roma. Una astilla engarzada en una pequeña cruz fue
colocada por ella en el cuello de su hijo Constantino, que le acompañó hasta el
sepulcro.
Cuando en 1453, Constantinopla cayó en
poder de los turcos, la tumba de Constantino fue profanada y la cruz que diera
a su hijo santa Elena pasó a poder de un sátrapa al que se la compró un legado
pontificio, que la entregó al Papa, y éste –cuenta Morgado en su Historia de
Sevilla– «discurriendo el tiempo, la envió el Papa al Rey de España», que
lo era Juan II, rey de Castilla. Este a su vez la regaló a Alonso de Fonseca el
Viejo.
Si esto es así, como cuentan las viejas
crónicas, el Papa no puede ser otro que Nicolás V (1447-1455) y hubo de darse
prisa, sin discurrir mucho tiempo como sugiere Morgado, en conceder esta
preciosa reliquia al monarca castellano, ya que Juan II muere en 1454, un año
después de la toma de Constantinopla.
Dice Morgado que Fonseca el Viejo, «perplejo
y dudoso consigo mismo (sobre si la dicha Cruz fuese verdaderamente del Madero
de la Santísima Cruz, en que nuestro Redentor padecía) en presencia de la Clerecía,
y de los Notarios, y Canónigos de la Santa Iglesia (protestando que no hacía,
ni intentaba tal hecho con ánimo de tentar, ni de ofender a la Divina Majestad,
sino por averiguar la verdad) hizo encender un Brasero de lumbre, y echando en
medio de ella la preciosa Cruz, estuvo allí, en cuanto se celebró la Misa de
Pontifical, con toda la Música, y Solemnidad. Y prosigue, que fue cosa de
grande admiración, y digna de que se sepa en todo el mundo, ver allí la Divina
Cruz (hecha ya unas vivas brasas) echar de sí un olor suavísimo, y tan divino,
que convocó, y trajo sí mucha gente, de la que estaba fuera de la Santa
Iglesia... Acabada la Misa, sacaron del fuego la benditísima Cruz, con unas
tenacillas, ni más ni menos de como fue echada en el fuego, ardiendo, sana, y
entera, y de la misma manera, que la vemos en esta Santa Iglesia, y fuera de ella
en Procesiones, que hace el Cabildo. La cual quiso dejar el susodicho Prelado,
en su Testamento, a esta Santa Iglesia».
El Libro de las Reliquias de la Iglesia
refiere la misma leyenda, añadiendo los nombres propios de los testigos presentes
de la incombustión de la cruz. Cuenta que, dudando el arzobispo Fonseca de la
autenticidad de la reliquia, «llamó a sus familiares, presbíteros y notario,
entre ellos Enrique Tico, canónigo, Pedro Sánchez de Santo Domingo y Alonso
Díaz de Cazalla, racioneros, e hizo encender copioso fuego y protestando no ser
su ánimo tentar ni ofender a Dios, interim se celebraba la misa con cantores,
arrojó la cruz al fuego, y encendido, dio de sí tal olor, que no sintiéndolo
las personas presentes, atrajo a los familiares que estaban fuera, y, acabada
la misa, la sacó con unas tenacillas y la halló intacta».
Fonseca el Viejo no residió en su sede de
Sevilla, sino en la corte como consejero del rey Enrique IV, o retirado en sus
posesiones de Coca o Alaejos. A su muerte, ocurrida en Coca en 1473, donó a la
catedral la reliquia del lignum crucis con otras alhajas, ornamentos y
tapices y códices. Pero los herederos se opusieron a la entrega. Hubo de
intervenir el papa Sixto IV, que expidió la bula A supremo patre familiis,
con fecha 1 de junio de 1474, comisionando a los priores de Santa María de
las Cuevas y de San Isidoro del Campo, y a Miguel Sancho, beneficiado propio de
la parroquial de Utrera, para que vieran las alhajas, ornamentos, libros y
demás cosas donadas por el arzobispo y que procedieran con censuras si era
necesario para que los herederos hicieran la entrega al cabildo de Sevilla.
El contencioso se resolvió en 1482 y esta
reliquia gozó en Sevilla de gran veneración, procesionada el día de la
Invención de la Santa Cruz y en las grandes calamidades que padecía la ciudad.
Por ejemplo, en años de grandes sequías, o al revés, en años de fuertes lluvias
que ocasionaban el desbordamiento del Guadalquivir y riadas en toda la ciudad.
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