sábado, 28 de abril de 2018

El conde de Cabarrús, de la catedral de Sevilla al Quemadero de la Inquisición


El conde de Cabarrús (n. Bayona 1752), ministro de Hacienda del rey intruso José Napoleón, murió en Sevilla el 27 de abril de 1810, hace 208 años. Las actas capitulares de la catedral refieren ese día: «Muerte de Cabarrús, Ministro de Hacienda. Manda el rey que sea sepultado en la Catedral con solemnísima pompa; que los canónigos, en traje coral, y todo el clero vayan por el cadáver a la casa mortuoria. ¡Mucha tropa... mucho acompañamiento! etc. El Cabildo ordenó al maestro de ceremonias que previniese en voz baja a los capitulares que no se echasen los capuces, que todos devolviesen la cera después de las exequias, y que se aligerase la función todo lo posible».
–¿Dónde vivía el conde de Cabarrús?– preguntó años después el deán de la catedral, don Fabián de Miranda, en esos momentos refugiado en Cádiz, cuando repasaba con el canónigo Bucareli las actas capitulares durante la ocupación francesa de la ciudad.
–Nada menos que en la calle de las Palmas, casa del señor marqués de Moscoso– le contestó Bucareli.
–¡Pues no fue corta jornada! ¿Dónde está sepultado?– preguntó con interés.
–En un ángulo de la capilla de la Concepción Grande, mas se trasluce que no permanecerá allí por mucho tiempo.


 Los canónigos tuvieron que hacer aquella mañana del 28 de abril una larga caminata hasta la calle de las Palmas (actual Jesús del Gran Poder), pero con una consigna bien aprendida: no echarse el capuz a la cabeza, que, según los usos del traje coral de aquel tiempo, significaba señal de duelo, y procurar aligerar el paso y dar el menor bombo posible a este entierro impuesto.
La Gaceta extraordinaria de Sevilla del domingo 29 de abril daba al detalle la composición de la comitiva fúnebre. Abría la marcha un destacamento de tropas francesas, seguía el general gobernador de la guarnición con los oficiales del Estado Mayor, el cabildo de curas y beneficiados, capilla real, colegiata del Salvador, cabildo catedral. A continuación, dos jefes de división y dos oficiales del ministerio de Hacienda con hachones encendidos junto al féretro, cuyas borlas llevaban los ministros del rey que se hallaban en la ciudad, el mariscal Soult con el Estado Mayor, jefes y oficiales de la Casa Real, el Consejo de Estado, generales y oficiales de la guarnición, una música militar. Tras ellos, la Audiencia, el Municipio, el Consulado, la Maestranza del Reino, la Universidad, el Colegio de Abogados, las Academias. En fin, todo Sevilla. Cerraba la marcha un destacamento de tropas españolas.
Cabarrús, aunque nacido en Francia, llevaba años en España como consejero de Carlos III. A propuesta suya fue creado el Banco de San Carlos (1782), del que fue director, primer banco nacional español, que emitió el primer papel moneda impreso en el reino, los llamados vales reales, inició el Canal de Cabarrús, hoy Canal de Isabel II, y la Compañía de Comercio de Filipinas, que tuvo resonante éxito en 1785. De excepcional talento para las finanzas, fue persona estimada en su tiempo. Pero todas las simpatías se evaporaron cuando optó por la causa napoleónica durante la Guerra de la Independencia y aceptó el cargo de ministro de Hacienda en el efímero reinado de José I Napoleón.
En Sevilla le pilló la muerte y fue enterrado en la catedral.
Un día de noviembre de 1814, los diputados de Fábrica de la catedral, sin encomendarse a nadie, exhumaron los restos de Cabarrús y lo trasladaron de la capilla de la Concepción Grande a la fosa del Patio de los Naranjos, donde era costumbre enterrar a los penados en el último suplicio. Cuando se enteró el deán, don Fabián de Miranda, les echó una buena reprimenda.
«El juicio de los hombres –dijo– llega hasta la tumba. Más allá no hay otro juez que el Juez Supremo. Por eso tal vez los mismos franceses, al apoderarse de esta ciudad, respetaron los restos de Floridablanca, su enemigo jurado, dejándole tranquilo en su último y regio asilo de la Capilla Real de San Fernando; mientras nosotros, con ese alarde de trasnochado patriotismo ni hemos respetado a la muerte ni imitado aquella generosidad. Y no me recordéis el ejemplo de lo hecho con las cenizas de nuestro fray Diego de Deza: aquello fue obra de canalla; y, además, las represalias después del triunfo siempre fueron inicuas».
Para calibrar la exaltación antifrancesa del pueblo de Sevilla, tal vez convenga reseñar aquí lo ocurrido este día 28 de abril, pero de 1814, cuatro años después del entierro del conde de Cabarrús. Acababa de llegar la noticia del destronamiento del emperador Napoleón en Francia. La gente alborozada se echó a la calle con peleles que representaban al odiado emperador. Más de doce Napoleones llegaron a ahorcar en distintas calles de Sevilla. Gómez Imaz, en su libro Sevilla en 1808, cuenta qué ocurrió con el pelele de la calle Tintores.
Iba el muñeco, adornado con sombrero de tres picos y banda plateada, sobre un asno «flaquísimo y tuerto». Al llegar a la Puerta de Jerez «se le echó un pregón, terminando todos con las voces de muera Napoleón». Conducido al quemadero, de triste recordación aquel lugar donde durante cerca de tres siglos fueron quemados, en persona o en efigie, cientos de sevillanos, condenados por el Santo Oficio, le pegaron cuatro tiros por la espalda al pelele y lo arrojaron al Tagarete.

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