Madrid está que
arde ese domingo 10 de mayo de 1931. Aún no ha cumplido un mes la II República.
Los monárquicos
habían convocado una reunión en la sede de ABC,
en la calle de Alcalá, cerca de Cibeles, en Madrid, para celebrar la creación
del Círculo Monárquico Independiente, fundado por el director del diario Juan
Ignacio Luca de Tena, que acababa de llegar de Londres, donde había
entrevistado a Alfonso XIII, entrevista que salió publicada en el periódico el
5 de mayo. En ella le dice el Rey:
–Si en Madrid se
organiza un Comité central, una Junta, o como quiera llamarse, con fines
electorales, yo les ruego que actúen públicamente y que, sin perjuicio de
propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones
monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno
español.
Pues estalló la
bomba nada más comenzar a andar ese Círculo Monárquico.
Quema
de una iglesia en Madrid el 11 de mayo de 1931.
Esa mañana de
domingo, pusieron un disco en un gramófono con la Marcha Real, que sonaba
estridente hacia la calle, y lanzaron pasquines de El Murciélago en
el que se llamaba a «hacer la vida imposible a esta caricatura de República».
El 27 de abril,
el Gobierno había promulgado un decreto por el que se cambiaba la tradicional
bandera española, roja y gualda, por la tricolor republicana. Y el 2 de mayo,
el Himno nacional fue sustituido por el Himno de Riego.
Hacer sonar el
Himno Real a todo volumen era una provocación. Algunos monárquicos, incluso,
salieron a la calle dando vivas al Rey y enzarzándose en pelea con otros
transeúntes. Lo que provocó una batalla campal y un conato de incendio de la
propia sede de ABC.
En el altercado
ardieron tres coches aparcados frente al Círculo, llegó la fuerza pública que
disparó contra los que querían incendiar el edificio y hubo varios heridos y
dos muertos, uno de ellos un niño.
Una manifestación
se dirigió a la Puerta del Sol para pedir ante la sede de la Dirección General
de Seguridad la dimisión del ministro de la Gobernación Miguel Maura.
Algunos exaltados quemaron un quiosco
del diario católico El Debate, apedrearon el casino militar
y rompieron los escaparates de una librería católica.
Por la noche, el
ministro Maura quiso desplegar a la Guardia Civil, pero el Gobierno en pleno se
opuso a emplear la fuerza pública contra el pueblo. Los ministros se retiraron
a sus casas a media noche, pero el gentío seguía aglomerado en la Puerta del
Sol.
–A eso de las
cinco –cuenta el propio ministro Maura– sonó un disparo de pistola en la acera misma del Ministerio. Cesó en el
acto el griterío y la gente se arremolinó en torno a un hombre que, caído en el
suelo, hacía esfuerzos para levantarse. Se trataba de un borracho que había sacado
una pequeña pistola y, jugando con ella, se le disparó; del susto cayó al
suelo, y entre risas y bromas se liquidó el incidente. Como si hubiese sido una
señal convenida, a poco quedó despejada la Puerta del Sol. Sin duda los
curiosos allí apiñados durante la jornada, al oír el disparo, pensaron que la
cosa podía pasar a mayores, y se apresuraron a reintegrarse a sus hogares,
seguramente muy satisfechos de la espléndida jornada que habían proporcionado a
«su» República.
A la mañana
siguiente, lunes 11 de mayo, mientras el Gobierno se hallaba reunido,
satisfecho de la «muestra de templanza y prudencia que había dado la víspera el
Gobierno», le llegó la noticia de que la Casa Profesa de los jesuitas, en la
calle de la Flor, estaba ardiendo. El ministro de la Gobernación Miguel Maura
intentó sacar a la calle a la Guardia Civil para restablecer el orden, pero
nuevamente se opuso el Gobierno.
El presidente,
Alcalá Zamora, le dijo:
–Cálmese, Migué, que esto no es sino como desía su
padre, «fogatas de virutas». No tiene la cosa la importancia que usted le da.
Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará
enseguida. Usted verá.
–¡Conque «fogatas de virutas»! Es usted un
insensato. O me dejan ustedes sacar la fuerza a la calle o arderán todos los
conventos de Madrid uno tras otro.
–Eso, no –exclamó Azaña–. Todos los conventos de
Madrid no valen la vida de un republicano.
En la calle de la
Flor se hallaba la Casa de Escritores de los jesuitas en Madrid. No hubo
muertes, pero desapareció bajo las llamas una biblioteca de 80.000 volúmenes,
una de las mejores de Madrid. Y en la capilla, la mascarilla sacada a san
Ignacio de Loyola en el momento de su muerte, un ostentoso relicario de plata
con un dedo de san Francisco Javier y los restos mortales del padre Diego
Laínez, compañero de san Ignacio e insigne teólogo del Concilio de Trento. Allí
tenía su celda el gran historiador García Villada, con miles y miles de fichas
de sus investigaciones que darían fruto a su Historia Eclesiástica de España, de la que había ya publicado cinco
tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte
intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían
esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
Los exaltados,
dejados a sus anchas, encendieron las teas y comenzaron a quemar conventos:
junto con la residencia de Jesuitas y templo de San Francisco de Borja de la
calle de la Flor Baja; la residencia de Jesuitas, el Colegio de Artes e Industrias,
en la calle Alberto Aguilera; el Colegio de Maravillas, en la barriada de
Cuatro Caminos; el monasterio de las monjas bernardas de Vallecas, joya
arquitectónica del siglo XVI; el convento de las mercedarias de San Fernando;
el convento de María Auxiliadora, de religiosas salesianas; la iglesia
parroquial de Bellas Vistas, en Cuatro Caminos; parte del hermoso edificio del
Colegio del Sagrado Corazón, en Chamartín de la Rosa; la iglesia de los
Ángeles, en Cuatro Caminos…
Y la tea
incendiaria se extendió a otras ciudades del Levante y del Sur, como Valencia,
Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un
libro para contar tales horrores, cerca de cien templos quemados. Pero este no
es el lugar y hemos de seguir adelante.
Alcalá Zamora, que consideró desastrosas para la República las
consecuencias de los incendios de los conventos, que «motivaron reclamaciones
de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que, como
Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante se
escandalizaban de la anticatólica», considera ridículo que atribuyeran «la
culpa de aquellos incendios al supuesto de irme yo a oír misa antes de acudir a
mi oficina en palacio. Durante aquella semana yo solamente oí misa el domingo
10 de mayo, cuando no había ocurrido ningún incendio en Madrid, y el siguiente
domingo 17, cuando ya habían acabado», confiesa Alcalá Zamora en sus Memorias.
La tarde misma
del 11 de mayo, el nuncio Tedeschini visitó al doctor Marañón y también a
Ortega y Gasset en su casa de la calle Velázquez, para que interpusieran su
autoridad moral a fin de que la República no se ensañase con la Iglesia.
El doctor Marañón
se presentó al día siguiente, 12 de mayo, en la redacción de El Sol para dejar una nota de protesta,
firmada también por Ortega y Gasset y Pérez de Ayala:
–Quemar…
conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de
avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a
adorar las cosas materiales que a destruirlas.
En Ahora, diario republicano, apareció el
14 de mayo otro manifiesto firmado por Miguel de Unamuno, Antonio Machado,
Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y otros, en el que se lee:
–Pensemos que por
nosotros España, ante el extranjero, será un país ejemplar o un país
ignominioso, según la trágica alternativa de nuestra conducta, y que el
porvenir hablará de nuestra generación para exaltarla o maldecirla, según sea
la eficacia bienhechora o maléfica de nuestra voluntad.
¿Esta es la República que exaltan el
Coletas y conmilitones? Porque quemas hubo en los años siguientes y en 1936,
durante el Frente Popular y la guerra civil. ¿Esto nos espera?
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