Hoy,
domingo de la Ascensión, conmemoramos la exaltación de Cristo al cielo. Se lee
en el Evangelio de Marcos: «El Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la
derecha de Dios».
¿Qué
es el cielo?, podemos preguntarnos.
Tengo
un voluminoso libro firmado por la norteamericana Colleen Mc Dannell, de la
Universidad de Utah, y el alemán Bernhard Lang, de la Universidad de Paderborn,
titulado: Historia del cielo.
¿Es
que se puede escribir una historia del cielo? ¿Acaso han estado allí?
No,
lo que han pretendido es situar la variedad de creencias en torno al cielo a
través de los siglos en los textos, ilustraciones e imágenes del cielo usadas
en la poesía, el arte y la cultura popular.
En
el Símbolo de los Apóstoles se profesa que Dios es «el creador del cielo y de
la tierra». Dice el último Catecismo de
la Iglesia católica:
–La
expresión «cielo y tierra» significa: todo lo que existe, la creación entera.
Indica también el vínculo que, en el interior de la creación, a la vez une y
distingue cielo y tierra: «La tierra» es el mundo de los hombres. «El cielo» o «los
cielos» puede designar el firmamento, pero también el «lugar» propio de Dios:
«Padre nuestro que estás en el cielo», y por consiguiente también el «cielo»,
que es la gloria escatológica. Finalmente, la palabra «cielo» indica el «lugar»
de las criaturas espirituales –los ángeles– que rodean a Dios.
Me
refiero aquí, como es previsible, al cielo como lugar propio de Dios. Ramón
Llull, sabio mallorquín medieval (c. 1232-1315), conocido también como Raimundo
Lulio en castellano, escribió en latín, catalán y árabe, y realizó viajes misionales
al norte de África, Chipre y Armenia. En su obra Libre
del Gentil e deis Tres Savis, escrita a finales de la década de 1270, narra
un diálogo en el que tres sabios (un judío, un musulmán y un cristiano) exponen
a un gentil los fundamentos de sus respectivas religiones. Un libro que alcanzó
gran éxito y fue traducido del catalán al latín, francés, árabe y al hebreo.
El sabio musulmán
trata de convencer al gentil cómo los agraciados con el paraíso gozan no solo
de gloria espiritual sino también corporal. La gloria espiritual significa la
visión y el amor de Dios, mientras que la gloria corporal consiste en los
placeres de los sentidos. Curiosamente la concepción musulmana del cielo se
centra más en el disfrute humano que en la alabanza divina. Habrá palacios con
espléndidas habitaciones y los varones gozarán de la compañía de las huríes,
hermosas vírgenes creadas específicamente para los habitantes masculinos del
paraíso, y disfrutarán de relaciones sexuales con estas mujeres, eternas
vírgenes que no envejecen nunca.
Un cielo –y esto
lo digo yo y no Ramón Llull– bien machista, porque en el Corán no se describe
qué clase de vida llevarán las mujeres en el paraíso. En el mundo musulmán, la
mujer parece ser un subgénero.
Para el sabio cristiano,
por el contrario, la vida eterna es diferente. Describe al gentil un cielo
absolutamente teocéntrico en el que ni se comerá, ni se beberá ni se mantendrán
relaciones sexuales con mujeres. La recompensa por las penalidades e
injusticias sufridas en esta vida no será el disfrute sexual, sino el poder ver
y disfrutar de Dios en su realidad eterna y trinitaria. El cielo cristiano, al
contrario que el islámico, consiste en la visión beatífica y la alabanza eterna
de la divinidad. Y sin distinción de sexos: hombres y mujeres.
Ramón Llull
pondrá al final del libro en boca del sabio cristiano que el punto de vista
cristiano es superior al musulmán. Según Llull, la noción cristiana del cielo
es más racional porque prevé la participación en la gloria divina, y no en
actividades humanas. El cielo musulmán es un cielo sensual y antropocéntrico.
Y
llegado aquí, me pregunto si esto interesa al hombre occidental, inmerso en su
materialismo. ¿Le importa el cielo al hombre de hoy? ¿Se pregunta sobre el más
allá? ¿Le interesa acaso?
Acabo
de archivar entre mis notas una anécdota, ocurrida ya hace algunos años, pero
actual. Se trata del poeta sevillano Vicente Aleixandre, Premio Nobel de
Literatura 1977. Ha muerto su madre. Y en el dolor de su pérdida, el poeta
escribe a su amigo Dámaso Alonso si habrá otra vida después de la muerte:
–¿No
habrá más vida? Cuando la miraba tan pura y tan serena, me apenaba
horriblemente la duda de que esté definitivamente muerta. ¿Nunca más? ¿Jamás en
otra parte? ¿Muerto, definitivamente muerto aquel espíritu que era mío en mí y
que ya no es nada? No puedo, no puedo con esta verdad, si lo es. Qué hermosa la
esperanza en la otra vida, qué humilde esperanza la de reintegrarse en los que
se quiso. Hoy he ido a misa con mi padre. Quizá no creo en nada, no lo sé; pero
lo haré todo por ella (iré a sus misas, a su rosario) porque sé que ella se
alegraría con ternura. Claro que iré. Si no creo, creo en ella, y en lo que
ella creía.
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