El suceso que os quiero contar bien se me asemeja
al sucedido en Jerusalén allá por el año 30 cuando Pilato se asomó a la
balconada del Pretorio con Jesús de Nazaret y gritó a la turba:
–Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Sólo que en Sevilla tendrá un desenlace más
benigno por aquello de nuestro buen natural. Que sería, si he de creer lo que
he leído en el libro Pilato del italiano Ottorino Gurgo, el buen natural
del mismo Pilato, a quien hace nacer –créanme ustedes–, en la misma Sevilla.
Cuenta que, según antiguas leyendas, «Pilato era nacido en España, en Ispalis,
en la región andaluza, de una indígena, unida con vínculo matrimonial ex usu
con Tito Poncio, centurión romano dotado de excepcional fuerza física, soldado
de Seio Strabone».
Y más adelante puntualiza:
–Hay quien dice que Pilato nació en Sevilla, una
de las cuatro ciudades de España que gozaban del derecho de ciudadanía romana,
y su padre, Marco Poncio, comandante del grupo de renegados que, en la guerra
sostenida por Agripa a los Cántabros, había dirigido sus armas contra los
compañeros de esclavitud, los Astures. Cuando España estaba sometida a Roma,
Marco Poncio había recibido, como signo de distinción, el pilum,
jabalina, de la que Pilato habría tenido el nombre.
No me extraña que Ottorino Gurgo coloque los
orígenes de Pilato en Sevilla. Todos los cocheros de esta ciudad están
convencidos que Pilato, si no nació, al menos vivió en la Casa de Pilatos (en
Sevilla se escribe así, con «s», que cuando queremos somos muy finos) y así lo
cuentan a los turistas. Pero aquella historia acabó en el leño de la cruz.
La historia que ahora relato, acaecida en Sevilla
el 13 de mayo de 1748 (hoy se cumplen 267 años), tuvo sus truculencias pero
acabó felizmente.
Os contaré.
Celebraba la Real Maestranza de Caballería sus
fiestas de toros. La gente, animada, sacaba sus espadas para herir al toro
cuando se acercaba a ellos en los tendidos bajos. Esto no gustó a un soldado de
caballería del regimiento de Flandes que estaba allí para eso, para evitar que
se hicieran estas gamberradas, y asestó algunos golpes con su espada en las
espaldas de los revueltos espectadores. La gente le respondió con limonazos
mientras gritaba:
–¡Déjalo, déjalo!
Pero el soldado se encabritaba más y daba de
mandobles a diestro y a siniestro.
Se lidiaba el último toro. Cuando se acabó la
corrida, la gente comenzó a gritar:
–¡Al soldado, al soldado!
Capitaneados por un clérigo, que había recibido
sus buenos golpes, se dirigieron al cuartel que se hallaba fuera de la puerta
de Triana y a grandes voces empezaron a pedir que les entregaran al soldado.
Cerrado a cal y canto el cuartel ante el temor de un asalto de la turba, los
cristales de la habitación del capitán saltaron por los aires. Desde dentro, en
formación, la compañía de soldados tenía orden de acometer con sus espadas si
la puerta era echada al suelo. Como el tumulto no se acallaba y la presencia
del alguacil mayor de la Justicia, que ofrecía plena satisfacción si se
dispersaban, no sirvió de nada, no tuvo más remedio el capitán que sacar al
balcón al infeliz soldado.
Las crónicas no dicen si el capitán gritó a la
muchedumbre vociferante:
–¡He aquí el soldado!
Como Pilato cuando mostró a la turba de Jerusalén
a Jesús:
–Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Pero sí cuenta que lo mostró desnudo de cuerpo
para arriba, rapada la cabeza y el bigote. El pobre soldado levantó las manos
pidiendo perdón. Y la gente, compadecida, viendo que aquello había llegado
bastante lejos, gritaba:
–¡Perdón, perdón!
Y el alboroto concluyó sin más consecuencias que
unos mostachos menos y la calva reluciente del pobre soldado.
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