El
22 de marzo de 1508 –hace de ello 506 años–, Américo Vespucio fue nombrado
Piloto mayor de la Casa de Contratación de Sevilla con un salario de cincuenta
mil maravedíes al año, incrementado por otra real cédula del mismo día con
veinticinco mil maravedíes más, para ayuda de costa. La Corte, como se ve, puso
su confianza en este florentino, naturalizado castellano, maestro cosmógrafo y
hábil en el cuadrante y el astrolabio, para que instruyera a los pilotos que
navegasen a Indias y confeccionase nuevos atlas y mapas de todas las «tierras e
islas de las Indias» pertenecientes a la Corona de España.
Américo
Vespucio ha sido un tipo con suerte. Este florentino, venido de joven a Sevilla
como agente de la casa comercial de los Médicis, gozó –bien es verdad que sin
pretenderlo– de uno de los éxitos publicitarios más sonoros de la Historia.
Navegante, cosmógrafo, escribió, pero no mucho.
Con
unas pocas páginas, escritas con evidente fortuna, donde cuenta las aventuras
descubridoras de las expediciones en que tomó parte, se granjeó la gloria de
dar su nombre a la «quarta pars» del globo, las Indias descubiertas por Colón,
el continente americano. Descubridor sin ser capitán, siempre subalterno, no
nombrado siquiera en los relatos de los cronistas, también él, cuando escribe
sus navegaciones, sume en el silencio a sus compañeros de aventuras.
Y
es así cómo le vino la gloria que ni él ni nadie en aquellos momentos podían
prever.
En
1504, estando en Lisboa, en carta dirigida a Lorenzo de Pier Francesco de
Medici, describe su tercer viaje, tenido en 1501-02 al servicio de Portugal, y
apunta el hallazgo de un mundo nuevo. Ese fue su mérito. La percepción de que
aquellas tierras que Colón consideró como islas asiáticas próximas a Catay y a
la India, formaban en realidad parte de un mundo nuevo, un cuarto continente
independiente de Europa, África y Asia.
En
1507, los canónigos humanistas del antiguo monasterio de Saint-Dié, en el
corazón de la Lorena, a los que llegó esta carta, traducida al latín, fueron
los primeros en bautizar aquellas tierras con el nombre de América. Saint-Dié
se hallaba por aquel entonces bajo la protección del duque de Lorena, René II,
latinista, mecenas de estos canónigos que formaban una pequeña academia
denominada Gimnasio o Gymnasium Vosgense.
En
la casa-imprenta de Nicolás Lud, en el pueblecito de Saint-Dié, se colocó en
1911 una lápida con esta inscripción: «Aquí, bajo el reinado de René II, fue
impresa el 25 de abril de 1507 la Cosmographiae Introductio, donde se dio
el nombre de AMÉRICA al Nuevo Mundo. Fue impresa y publicada por los miembros
del Gymnase Vosgien Vautrin Lud, Nicolás Lud, Jean Basin, Mathias Ringmann y
Martin Waldseemüller». Desgraciadamente, esta casa no existe hoy. Ocupado
Saint-Dié por los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, fue destruida
por los nazis.
En
la introducción de esa obra, en la que aparecía la carta de Vespucio, se decía:
–Mas
ahora que esas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra cuarta
parte ha sido descubierta por Americu Vesputiu, no veo razón para que no
llamemos América, es decir, la tierra de Americus, por Americus su descubridor,
hombre de sagaz ingenio, así como Europa y Asia recibieron ya sus nombres de
mujeres».
Y
en otra parte de la obra se dice:
–Esta
cuarta parte del mundo, por cuanto la descubrió Americus, sea permitido
llamarla Amerige, o digamos, tierra de Americi, es decir, AMÉRICA.
Este
libro circuló por Europa, creó su efecto y desapareció posteriormente de la
circulación. Tres siglos y medio después, fue encontrado en París por Alejandro
Humboldt, cuando preparaba su Géographie du Nouveau Continent. Pero la
palabra América se consolidó definitivamente –aunque en España se siguiese
denominando Indias Occidentales hasta el siglo XVIII– con el cartógrafo y
geógrafo Mercator cuando en 1541 separó en un mapa impreso América de Asia.
Fray
Bartolomé de Las Casas, que no conoció los entresijos de la concepción del
nombre de América, tachó a Vespucio de envidioso y le acusó de usurpar la
gloria del descubrimiento a Colón. Y tras Las Casas, muchos historiadores
españoles y también portugueses e ingleses. Pero bien es cierto que fue un
bautismo casual, fruto de la imaginación de los canónigos franceses de
Saint-Dié, a los que Vespucio no llegó a conocer.
Levillier,
en su obra América, la bien llamada, afirma: «El bautismo improvisado no
estuvo en manos del navegante ni la justicia en las del cartógrafo». Se impuso
América por la seducción de «ese nombre de mujer corto, atrayente, musical,
exento desde su origen de toda aleación impura».
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