En
Sevilla hay gracia hasta para eso: a la fosa común la llaman tertulia, allí
todos bien juntitos en charla permanente los pobres del Señor que no pueden
costearse una sepultura.
Sor
Ángela de la Cruz, lo presiente, va camino de la muerte. Como ella también
dice: camino de la tertulia. Desearía que se cumpliera el testamento que
escribió —¿cuántos años atrás?— en junio de 1875, poco antes de fundar la
Compañía de la Cruz. En sus Papeles de Conciencia queda consignado este
testamento sin glosa. En el apartado cuarto dice:
–Que así que expire llamen a los
sepultureros, y poniéndome en la caja más vieja y mala que encuentren me lleven
a la tertulia y que nadie me acompañe.
Pero en la cláusula final corregirá todo lo
escrito:
–No obstante lo dicho, para ser obediente hasta
después de mi muerte, entrego mi cuerpo a la obediencia.
Cincuenta
y seis años después, Sor Ángela se precipita hacia la muerte. Pero no irá a la
tertulia ni se cumplirá la mayor parte de las cláusulas de su testamento, salvo
ese punto final que doblega su voluntad a la santa obediencia.
La
muerte de Sor Ángela de la Cruz –tal día como hoy, 2 de marzo de 1932– tendrá
un tratamiento bien distinto, que no en vano esta mujer, tan menuda y
silenciosa, ha prendido de lleno en el corazón de los sevillanos.
7
de junio de 1931. Sor Ángela se levantó con la comunidad como de costumbre,
hizo sus oraciones, oyó misa y acudió al refectorio para el desayuno. Al
intentar levantarse de la mesa, Madre se desplomó. Sin aliento, casi sin vida,
la recogieron las Hermanas que la condujeron enseguida a su cuartito bajo donde
la colocaron sobre la tarima. Llegó el médico, don Juan de la Rosa, que dio el
diagnóstico: embolia cerebral. Pronóstico: gravísimo.
85
años sobre aquel cuerpo frágil y menudo. Son muchas e intensas las emociones
para un corazón tan sufrido. Un mes antes, en la noche del 11 al 12 de mayo, ha
podido contemplar cómo a un tiro de piedra ardía en Sevilla el convento de los
carmelitas del Buen Suceso, y de Málaga le llegaba la noticia del incendio de
la Casa de las Hermanas que se hallaba en el mismo inmueble del palacio
episcopal. El obispo de Málaga, don Manuel González —sevillano y también subido
a los altares como beato— que las había llevado un mes antes y las había dado
la parte de atrás de su palacio, tuvo que salir precipitadamente del mismo.
También las Hermanas que formaban la comunidad, la última fundación en vida de
Sor Ángela, fundación efímera y sufrida.
El
14 de abril se había proclamado la República en España y los aires corrían
turbulentos. Sor Ángela no puede olvidar a sus Hijas dispersas por esos pueblos
de Dios. Les escribe:
—Pensarán
que las tengo olvidadas; al contrario, ahora las tengo presentes, con tantos
acontecimientos tristes y desagradables.
Y
termina la carta con un canto de esperanza:
—¡Qué
hermoso es el amor fraterno y qué hermoso el espíritu de Hermana de la Cruz en
lo próspero y en lo adverso, cuando Nuestro Señor consuela y castiga. ¡Siempre
Hermana de la Cruz!
En
la recreación les dijo a las profesas unos días después de estos sucesos:
—A
la corta o a la larga nos quitarán los hábitos; pero si eso llega, nosotras nos
quedamos en casa viviendo como viuditas y seguimos con nuestra misión que son
los enfermos, para arrancar a esos pobrecitos un «Señor pequé» antes de morir;
que eso es lo verdaderamente nuestro.
Ya
no puede más. Le estalla el corazón, la cabeza, todo. Embolia cerebral. Las
Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal. Otras, presurosas,
que acuden de todas las Casas para recoger siquiera el último aliento, tienen
el consuelo de hablar con la enferma. Esta sufre mucho, está paralítica del
lado derecho. El 28 de julio habló por última vez.
—He
pedido al Señor que me deje un año de preparación para la muerte— dijo muy
queda.
Y
pronunció las últimas palabras que sus Hijas recogieron como envueltas en un
pañuelo limpio para que no se perdieran:
—¡No
ser, no querer ser, pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera!
Y
con voz más queda repetía de nuevo:
—¡No
ser, no querer ser!
Después,
nueve meses de silencio y sufrimiento.
Sor
Ángela cosida a la Cruz.
Así
hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932.
A
las tres menos veinte murió. Su rostro se inundó de un dulce semblante y ella,
inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas para levantar el
cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres suspiros y
comenzar el dulce sueño de la muerte.
Increible persona, y gran labor qué hacen
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