domingo, 2 de marzo de 2014

Camino de la tertulia

En Sevilla hay gracia hasta para eso: a la fosa común la llaman ter­tulia, allí todos bien juntitos en charla permanente los pobres del Señor que no pueden costearse una sepultura.
Sor Ángela de la Cruz, lo presiente, va camino de la muerte. Como ella también dice: camino de la tertulia. Desearía que se cumpliera el tes­tamento que escribió —¿cuántos años atrás?— en junio de 1875, poco antes de fundar la Compañía de la Cruz. En sus Papeles de Concien­cia queda consignado este testamento sin glosa. En el apartado cuarto dice:
–Que así que expire llamen a los sepultureros, y poniéndome en la caja más vieja y mala que encuentren me lleven a la tertulia y que nadie me acompañe.
Pero en la cláusula final corregirá todo lo escrito:
No obstante lo dicho, para ser obediente hasta después de mi muerte, entrego mi cuerpo a la obediencia.
Cincuenta y seis años después, Sor Ángela se precipita hacia la muerte. Pero no irá a la tertulia ni se cumplirá la mayor parte de las cláusulas de su testamento, salvo ese punto final que doblega su voluntad a la santa obediencia.
La muerte de Sor Ángela de la Cruz –tal día como hoy, 2 de marzo de 1932– tendrá un tratamiento bien dis­tinto, que no en vano esta mujer, tan menuda y silenciosa, ha prendi­do de lleno en el corazón de los sevillanos.
7 de junio de 1931. Sor Ángela se levantó con la comunidad como de costumbre, hizo sus oraciones, oyó misa y acudió al refectorio para el desayuno. Al intentar levantarse de la mesa, Madre se desplomó. Sin aliento, casi sin vida, la recogieron las Hermanas que la condujeron enseguida a su cuartito bajo donde la colocaron sobre la tarima. Llegó el médico, don Juan de la Rosa, que dio el diagnóstico: embolia cerebral. Pronóstico: gravísimo.
85 años sobre aquel cuerpo frágil y menudo. Son muchas e intensas las emociones para un corazón tan sufrido. Un mes antes, en la noche del 11 al 12 de mayo, ha podido contemplar cómo a un tiro de piedra ardía en Sevilla el convento de los carmelitas del Buen Suceso, y de Málaga le llegaba la noticia del incendio de la Casa de las Hermanas que se hallaba en el mismo inmueble del palacio episcopal. El obispo de Málaga, don Manuel González —sevillano y también subido a los altares como beato— que las había llevado un mes antes y las había dado la parte de atrás de su palacio, tuvo que salir precipitadamente del mismo. También las Hermanas que formaban la comunidad, la última fundación en vida de Sor Ángela, fundación efímera y sufrida.
El 14 de abril se había proclamado la República en España y los aires corrían turbulentos. Sor Ángela no puede olvidar a sus Hijas dispersas por esos pueblos de Dios. Les escribe:
—Pensarán que las tengo olvidadas; al contrario, ahora las tengo presentes, con tantos acontecimientos tristes y desagradables.
Y termina la carta con un canto de esperanza:
—¡Qué hermoso es el amor fraterno y qué hermoso el espíritu de Hermana de la Cruz en lo próspero y en lo adverso, cuando Nuestro Señor consuela y castiga. ¡Siempre Hermana de la Cruz!
En la recreación les dijo a las profesas unos días después de estos sucesos:
—A la corta o a la larga nos quitarán los hábitos; pero si eso llega, nosotras nos quedamos en casa viviendo como viuditas y seguimos con nuestra misión que son los enfermos, para arrancar a esos pobrecitos un «Señor pequé» antes de morir; que eso es lo verdaderamente nuestro.
Ya no puede más. Le estalla el corazón, la cabeza, todo. Embolia cerebral. Las Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal. Otras, presurosas, que acuden de todas las Casas para recoger siquiera el último aliento, tienen el consuelo de hablar con la enferma. Esta sufre mucho, está paralítica del lado derecho. El 28 de julio habló por última vez.
—He pedido al Señor que me deje un año de preparación para la muerte— dijo muy queda.
Y pronunció las últimas palabras que sus Hijas recogieron como envueltas en un pañuelo limpio para que no se perdieran:
—¡No ser, no querer ser, pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera!
Y con voz más queda repetía de nuevo:
—¡No ser, no querer ser!
Después, nueve meses de silencio y sufrimiento.
Sor Ángela cosida a la Cruz.
Así hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932.
A las tres menos veinte murió. Su rostro se inundó de un dulce semblante y ella, inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas para levantar el cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres suspiros y comenzar el dulce sueño de la muerte.

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