sábado, 29 de marzo de 2014

Divagaciones de un infartado

El lunes, 31 de marzo, cumpliré diez años. Sí, no es guasa. Ese día tuve cuatro clases en el instituto más una misa. Al volver a casa, a eso de la una y media del mediodía, me estalló el corazón en plena calle. Sentí cómo me ardía el pecho. Y aún tuve fuerzas para coger el coche y llegar a casa. Sin darle un beso a mi madre me eché en la cama y pude llamar a urgencias. Cuando me llevaron al hospital, pasé enseguida a quirófano y me pusieron un stent en el corazón. En el hospital ejercían tres médicos, compañeros míos de bachillerato, y ninguno de ellos daba un duro por mi persona. Pero aquí estoy, con un nuevo infarto dos años después, nuevo stent, y algunos arrechuchos más a lo largo de estos años, con la colocación de un DAI o desfibrilador, una estancia de nueve días en el Clinic de Barcelona con una infección grave en la sangre, y algunos incidentes más.
Por eso digo que cumplo diez años de mi nueva vida. El 31 de marzo de 2004 comencé a contar los días de mi existencia renacida, aunque un tanto atropellada.
Aquella noche tenía que predicar el primer día del triduo en honor de María Santísima de la Concepción de la Hermandad del Silencio de Sevilla. Faltó el predicador, como veis, por causa mayor. Pasé esa tarde a la unidad de cuidados intensivos (UCI), donde las horas y los días discurrían con mareante lentitud, casi eternos, con cables pegados a los brazos, y sin poder leer, el peor castigo que me podían dar.
¿Saldría de allí con vida? Eran horas y horas de rezar. Y de pensar.
Me acuerdo, por ejemplo, que me motivó la figura de san Agustín de Hipona. Hasta el punto de haber recogido después materiales y libros para escribir un día aquellos pensamientos. Pero aún no ha llegado el momento, cautivado estos últimos años con Teresa de Jesús y otras figuras de su Carmelo. ¿Pero quién dice que no me quedan aún otros diez años al menos para llevar a cabo este y otros proyectos? Dios dirá.
De san Agustín me interesaba soñar qué hizo en los últimos días de su vida. Porque yo tenía también una parecida sensación. Había leído, un tiempo atrás, cómo san Agustín, ya en su vejez, a sus 76 años, supo que había llegado a su fin. Los vándalos de Genserico, que han pasado por Andalucía como un huracán destructor, han saltado a África y en el año 430 se hallan cercando la ciudad amurallada de Hipona, cuyo obispo es san Agustín. Es el tercer mes de asedio a una ciudad que conocerá muertes, destrucciones, torturas, sacrilegios…
Los últimos diez días de su vida –muere el 28 de agosto de 430– se aisló en su celda y desde su lecho de enfermo podía leer y meditar los salmos penitenciales que había ordenado se los colocaran en la pared. Y que nadie perturbara su retiro salvo la hora de los médicos y la hora de las comidas.
Me veía como san Agustín, en la soledad de la UCI, salvo la llegada de los médicos y la hora de las comidas. Y me puse a divagar qué pensamientos corrían por la mente lúcida de Agustín en sus postreros días. Él que ha escrito numerosísimos libros, por suerte milagrosamente librada su biblioteca y sus propios restos del pillaje de los vándalos. Pero donde sobresalen dos libros: sus Confesiones, una obra fundamental de la literatura espiritual de todos los tiempos, y La Ciudad de Dios, toda una filosofía de la Historia, inspirado san Agustín en esa confluencia del Imperio de Roma reverdecido con la fe cristiana frente a un paganismo infecundo. Un escenario en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la ciudad terrena. La Ciudad de Dios –Jerusalén– que tiene como centro a Cristo, redentor y salvador, frente a la ciudad de los hombres –Babilonia– que tiene por el contrario como centro al demonio, símbolo personificado de la oposición radical a Dios. La caridad y el bien hacia todos frente a la soberbia, el placer y el amor exclusivo hacia sí mismo.
Todo ello es muy bello, pero la realidad es que los bárbaros arrasan el Imperio romano. En el año 410 tuvo lugar el saco de Roma por el godo Alarico. Ahora su querida ciudad de Hipona se halla asediada por los vándalos. Y él se muere. ¿Qué es de sus pensamientos? ¿Podrá Babilonia vencer a Jerusalén? ¿La ciudad terrena imponerse con su soberbia a la humildad de la Ciudad de Dios?
¿Qué pensaba Agustín en esos últimos días de su vida? Nadie ha recogido sus pensamientos. Ni siquiera el obispo Posidio, contemporáneo, autor de una breve vida de san Agustín.  Posidio solo dice que en ese tiempo no cesaba de rezar.
Y eso es lo que hacía yo. Rezar, pensar… porque la vida de cada hombre es bien corta, bastante diminuta. Un suspiro en el fluir de los tiempos. Agustín no podía saber que se hallaba en una encrucijada de la historia. Lo que los historiadores del siglo XVII calificaron como el paso de la Edad Antigua a la Edad Media. Y yo quería pensar que tal vez me hallase también en otra encrucijada. El paso de la modernidad a la postmodernidad. Nunca se da el hecho súbito de que nos dormimos en una era y amanecemos en otra. El proceso es lento y durante un largo trecho caminan al mismo trote, a caballo una época sobre otra. Es decir, que según predicen y analizan los sociólogos y filósofos del momento, estando aún en la modernidad viajamos ya en la postmodernidad.
Así divagaba en la UCI con el deseo de intuir cómo sería esa postmodernidad, ese cambio de era. Y cuál sería en ella el papel de la Iglesia, es decir, la Ciudad de Dios, frente al papel de este mundo, es decir, la ciudad de los hombres.
Hoy vislumbro que el papa Francisco puede ser para la Iglesia en este tiempo de tránsito de la historia lo que san Agustín fue en el suyo.

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