El
lunes, 31 de marzo, cumpliré diez años. Sí, no es guasa. Ese día tuve cuatro
clases en el instituto más una misa. Al volver a casa, a eso de la una y media
del mediodía, me estalló el corazón en plena calle. Sentí cómo me ardía el
pecho. Y aún tuve fuerzas para coger el coche y llegar a casa. Sin darle un
beso a mi madre me eché en la cama y pude llamar a urgencias. Cuando me
llevaron al hospital, pasé enseguida a quirófano y me pusieron un stent en el
corazón. En el hospital ejercían tres médicos, compañeros míos de bachillerato,
y ninguno de ellos daba un duro por mi persona. Pero aquí estoy, con un nuevo
infarto dos años después, nuevo stent, y algunos arrechuchos más a lo largo de
estos años, con la colocación de un DAI o desfibrilador, una estancia de nueve
días en el Clinic de Barcelona con una infección grave en la sangre, y algunos
incidentes más.
Por
eso digo que cumplo diez años de mi nueva vida. El 31 de marzo de 2004 comencé
a contar los días de mi existencia renacida, aunque un tanto atropellada.
Aquella
noche tenía que predicar el primer día del triduo en honor de María Santísima
de la Concepción de la Hermandad del Silencio de Sevilla. Faltó el predicador,
como veis, por causa mayor. Pasé esa tarde a la unidad de cuidados intensivos (UCI), donde las horas y los días discurrían con mareante lentitud,
casi eternos, con cables pegados a los brazos, y sin poder leer, el peor
castigo que me podían dar.
¿Saldría
de allí con vida? Eran horas y horas de rezar. Y de pensar.
Me
acuerdo, por ejemplo, que me motivó la figura de san Agustín de Hipona. Hasta
el punto de haber recogido después materiales y libros para escribir un día
aquellos pensamientos. Pero aún no ha llegado el momento, cautivado estos
últimos años con Teresa de Jesús y otras figuras de su Carmelo. ¿Pero quién
dice que no me quedan aún otros diez años al menos para llevar a cabo este y
otros proyectos? Dios dirá.
De
san Agustín me interesaba soñar qué hizo en los últimos días de su vida. Porque
yo tenía también una parecida sensación. Había leído, un tiempo atrás, cómo san
Agustín, ya en su vejez, a sus 76 años, supo que había llegado a su fin. Los
vándalos de Genserico, que han pasado por Andalucía como un huracán destructor,
han saltado a África y en el año 430 se hallan cercando la ciudad amurallada de
Hipona, cuyo obispo es san Agustín. Es el tercer mes de asedio a una ciudad que
conocerá muertes, destrucciones, torturas, sacrilegios…
Los
últimos diez días de su vida –muere el 28 de agosto de 430– se aisló en su
celda y desde su lecho de enfermo podía leer y meditar los salmos penitenciales
que había ordenado se los colocaran en la pared. Y que nadie perturbara su
retiro salvo la hora de los médicos y la hora de las comidas.
Me
veía como san Agustín, en la soledad de la UCI, salvo la llegada de los médicos
y la hora de las comidas. Y me puse a divagar qué pensamientos corrían por la
mente lúcida de Agustín en sus postreros días. Él que ha escrito numerosísimos
libros, por suerte milagrosamente librada su biblioteca y sus propios restos
del pillaje de los vándalos. Pero donde sobresalen dos libros: sus Confesiones, una obra fundamental de la
literatura espiritual de todos los tiempos, y La Ciudad de Dios, toda una filosofía de la Historia, inspirado san
Agustín en esa confluencia del Imperio de Roma reverdecido con la fe cristiana
frente a un paganismo infecundo. Un escenario en que la Ciudad de Dios
triunfará sobre la ciudad terrena. La Ciudad de Dios –Jerusalén– que tiene como
centro a Cristo, redentor y salvador, frente a la ciudad de los hombres –Babilonia–
que tiene por el contrario como centro al demonio, símbolo personificado de la
oposición radical a Dios. La caridad y el bien hacia todos frente a la
soberbia, el placer y el amor exclusivo hacia sí mismo.
Todo
ello es muy bello, pero la realidad es que los bárbaros arrasan el Imperio romano.
En el año 410 tuvo lugar el saco de Roma por el godo Alarico. Ahora su querida
ciudad de Hipona se halla asediada por los vándalos. Y él se muere. ¿Qué es de
sus pensamientos? ¿Podrá Babilonia vencer a Jerusalén? ¿La ciudad terrena
imponerse con su soberbia a la humildad de la Ciudad de Dios?
¿Qué
pensaba Agustín en esos últimos días de su vida? Nadie ha recogido sus
pensamientos. Ni siquiera el obispo Posidio, contemporáneo, autor de una breve
vida de san Agustín. Posidio solo dice
que en ese tiempo no cesaba de rezar.
Y
eso es lo que hacía yo. Rezar, pensar… porque la vida de cada hombre es bien
corta, bastante diminuta. Un suspiro en el fluir de los tiempos. Agustín no
podía saber que se hallaba en una encrucijada de la historia. Lo que los
historiadores del siglo XVII calificaron como el paso de la Edad Antigua a la
Edad Media. Y yo quería pensar que tal vez me hallase también en otra
encrucijada. El paso de la modernidad a la postmodernidad. Nunca se da el hecho
súbito de que nos dormimos en una era y amanecemos en otra. El proceso es lento
y durante un largo trecho caminan al mismo trote, a caballo una época sobre
otra. Es decir, que según predicen y analizan los sociólogos y filósofos del
momento, estando aún en la modernidad viajamos ya en la postmodernidad.
Así
divagaba en la UCI con el deseo de intuir cómo sería esa postmodernidad, ese
cambio de era. Y cuál sería en ella el papel de la Iglesia, es decir, la Ciudad
de Dios, frente al papel de este mundo, es decir, la ciudad de los hombres.
Hoy
vislumbro que el papa Francisco puede ser para la Iglesia en este tiempo de
tránsito de la historia lo que san Agustín fue en el suyo.
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