Fue realizada
esta maravillosa escultura en 1499. Contaba entonces Miguel Ángel tan sólo 24
años. Sus contemporáneos juzgaron La Pietá como una obra revolucionaria. La
Virgen, que tiene en sus brazos a Jesús muerto, aparece más joven que el Hijo y
de una belleza luminosa, intacta. El mismo Miguel Ángel confesó que había
elegido como modelo a una chica de la aristocracia romana, puesto que los
rasgos de la Virgen deben ser puros, nobles, perfectos.
Cuando el
cardenal francés de la Groslaye, que le había hecho el encargo, vio la obra en
avanzada fase de ejecución, preguntó al joven escultor por qué había concebido
esta obra bajo un concepto tan nuevo que sin duda provocaría incomprensión y
estupor. El artista respondió:
–¿Os sorprende,
eminencia? A mí me parece natural que la Virgen María no pudiera envejecer;
siendo la más pura entre las mujeres habrá mantenido intacta, sin duda, la flor
de la juventud. Además, ¿no conserva cada uno de nosotros dentro de su corazón
una imagen joven de su propia madre?; por esto Jesús muerto yace tan sereno en
los brazos piadosos de su Madre.
La
respuesta convenció al cardenal, pero, para evitar posibles contestaciones,
ordenó que la obra fuese colocada sin demasiada ostentación en la capilla del
rey de Francia en la basílica de San Pedro. Se hizo tan escondidamente que
durante mucho tiempo esta obra preciosa pasó casi inadvertida.
En
el rostro virginal de la Virgen –refiere Papini– «hay una tristeza suave, no
deformada por ningún elemento demasiado humano; y hay también la belleza casta
de la mujer joven, pero tan pura que parece el reflejo de un mundo que aún no
es el cielo, pero ya no es la tierra. La Virgen tiene al Hijo en su regazo con
la misma actitud de ternura de cuando era niño, pero el rostro ya no es alegre
como entonces, y la mano izquierda, en vez de esbozar una caricia, se tiende
hacia afuera, con la palma abierta, como la de una pobre mendiga».
Miguel
Ángel, que amaba esta escultura más que ninguna otra, acudía de vez en cuando a
San Pedro para admirarla. Un día oyó a alguien comentar que aquella obra estaba
realizada por el escultor Cristóforo Solari, apodado «El Jorobado de Milán».
Entonces Miguel Ángel llegó de noche a la estatua con su cincel y una
lamparilla y estampó en ella su nombre: Michael Angelus Bonarotus
Florentinus faciebat. Está grabado en una especie de cinta que atraviesa
el pecho de la Virgen: no quería que en el futuro nadie le arrebatase la gloria
de la creación de una de las estatuas más hermosas del mundo. Fue la única vez
en toda su vida que el artista firmó una escultura suya.
En
mayo de 1972, un exiliado húngaro, al parecer con sus facultades mentales
alteradas, llamado Lázlo Toth, mutiló a martillazos La Pietá, causándole
serios destrozos en el rostro y en el brazo. Se temió en un principio que los
daños fuesen irreparables; pero la genial escultura fue restaurada y de nuevo
quedó expuesta a los turistas. Los restauradores recogieron hasta los más
diminutos trocitos, que fueron colocando pacientemente en su sitio. Sólo en la
parte posterior de la cabeza, inapreciable para los espectadores, quedan unas
leves huellas del criminal atentado. A partir de entonces, la obra de Miguel
Ángel se muestra en su lugar habitual de la basílica de San Pedro, pero
protegida por un cristal irrompible.
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