No
he sido yo quien ha inventado esta palabreja. Fue la revista norteamericana Times quien la
creó el 22 de mayo de 1933, cuando publicó el reportaje de la periodista Dorothy Thompson, donde contaba que los libros de su marido Sinclair Lewis
fueron quemados en la hoguera junto a los de Hemingway, John Dos Passos y otros,
en la Alemania nazi. Ello le supuso la expulsión de Alemania. La palabra bibliocausto (biblion = libro; kaustos =
quemado) trasciende este episodio y habría que extenderlo a la historia del
libro.
Pero
comencemos por este suceso. El 5 de mayo de 1933, estudiantes pronazis sitian la
plaza de la catedral de Münster, a escasos cien metros del Colegio Mariano,
donde se aloja Edith Stein (quien por ser judía ha sido desposeída un mes antes
de su cargo de maestra), y montan una «picota de la vergüenza», es decir, toda
una pila de libros «degenerados» de autores principalmente judíos. Edith ha de
pasar por delante de semejante infamia para ir a la ciudad. Finalmente, el 10
de mayo, junto con las demás ciudades universitarias alemanas, los camisas
pardas y juventudes hitlerianas prendieron fuego a esos «escritos judíos
destructores» como reacción, denuncian ellos, a la amenaza del judaísmo mundial
contra Alemania. Más de 20.000 volúmenes fueron quemados en el Bebelplatz de
Berlín; de 2.000 a 3.000 en todas las otras grandes ciudades. Alrededor de
40.000 libros, incluyendo obras de Karl Marx entre otros autores. Publicaciones
de filósofos, científicos, poetas y escritores, considerados peligrosos y
antigermánicos. Se cuenta que Sigmund Freud comentó al enterarse:
—Es un gran
progreso con respecto a la Edad Media; ahora queman mis libros, y entonces me
hubieran quemado a mí.
En el centro de
la Bebelplatz, como recuerdo permanente de aquel acto de incultura, hay una
losa de cristal en la que es posible apreciar unas estanterías vacías y una
premonitoria frase tomada de un libro del poeta Heinrich Heine, judío alemán,
escrito en 1817:
—Eso sólo fue
el preludio; ahí donde se queman libros, se termina quemando también a las
personas.
La quema de
libros fue un acto propagandístico que Joseph Goebbels, ministro de propaganda,
alabó como el día en que Alemania había comenzado a limpiarse interna y
externamente de excedencia académica.
Después llegará
el turno de la profesión médica, del foro, del notariado. Y también, el teatro,
el cine, las asociaciones de escritores y artistas serán purificados, así como
las asociaciones deportivas y las Fuerzas Armadas… en una «obsesión
purificadora» de todos los agentes que no comulgan con el nuevo régimen nazi.
Pero la quema
de libros abarca la historia de la humanidad. Y en ello, la propia Iglesia
contiene páginas vergonzantes de intransigencia inquisitorial. Tal vez,
pensando en ello, y bajo el prisma del humor, Miguel de Cervantes escribió ese
capítulo VI de la primera parte del Quijote, donde al divino loco, a su vuelta
a casa después de su primera salida a desfacer entuertos, mientras está postrado
en cama, le expurgan su biblioteca. Cómo el cura, el barbero, la sobrina y el
ama arrojan por la ventana al corral los libros de caballerías, poemas épicos y
novelas pastoriles para ser pasto del fuego.
En 1479, se quemó en Salamanca el tratado De confessione del Martínez de Osma, el
maestro de Nebrija. Con toda solemnidad. En la predicación de la misa, el
orador desarrolló el lema: «Nolite sapere
plus quam oportet» (No queráis saber más de lo que conviene). O aquella
«santa ignorancia» que le predicaban en México a la poetisa sor Juana Inés de
la Cruz (segunda mitad del siglo XVII).
Porque
«saber leer (y escribir) es un acto de apropiación del mundo», dice Werner Fuld
en su obra «Breve historia de los libros
prohibidos», que recomiendo.
Y
termino con una alusión familiar. Año 1950. Santa Olalla del Cala, pueblo de la
sierra de Huelva. El maestro y el cura dan clases por las noches a jóvenes
adultos, analfabetos de la guerra. El cura se ha traído de la iglesia no pocas
velas porque la luz del pueblo se apaga de continuo. Clases de adultos, gratis,
cuando ni siquiera en aquella época se podía pensar en ello. Y el rico del
pueblo, padre del alcalde, que espetaba:
–¿Y
qué necesidad tienen de saber leer y escribir?
El cura se llamaba don Manuel Lassaletta y
Muñoz Seca, sobrino del comediógrafo Pedro Muñoz Seca, asesinado en 1936 en
Paracuellos. El maestro era mi padre.
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