«La
disidencia es la gran característica de la libertad». Quizás esta frase,
espigada de su larga producción literaria, pueda resumir la vida turbulenta e
inquieta de Blanco White, genio contradictorio y atormentado. El drama de su
vivencia religiosa, educado en una familia profundamente católica, será en él
como una pasión incontrolada que le llevará a lo largo de su vida del
catolicismo de su juventud, donde fue sacerdote y capellán real de la catedral
de Sevilla, a la apostasía, la conversión al anglicanismo, para finalizar en el
unitarismo, que niega la Trinidad de Dios y por tanto la divinidad de Jesús, y
tal vez en el más puro deísmo.
Su
drama espiritual, incubado bajo una piel inconstante y voluble, con un odio
particular hacia la Iglesia de Roma, no enturbia la figura literaria de Blanco,
considerado en la lengua inglesa como un clásico. «Es el único español del
siglo XIX que, habiendo salido de las vías católicas, ha alcanzado notoriedad y
fama fuera de su tierra», confiesa Menéndez y Pelayo.
José
María Blanco Crespo –White lo añadió al marchar a Inglaterra en 1810–
nació en Sevilla el 11 de julio de 1775. De ascendencia irlandesa por la rama
paterna, su padre Guillermo Blanco (White traducido al castellano),
también sevillano, nacido en 1745, se dedicaba a la exportación. Su madre, de
ascendencia valenciana y andaluza, María Gertrudis Crespo Neve, pertenecía a
una familia de distinguidos militares. Un tío suyo, Felipe Neve, fue fundador
de la ciudad de Los Ángeles y gobernador de la Alta California.
Blanco
tuvo una educación esmerada, pero severa. Y profundamente religiosa, como
describe en su Autobiografía. El influjo de su madre, a la que él
apreció siempre, predominó sobre la intención del padre de dedicarlo al
comercio. Aprendió latín y se preparó para el sacerdocio. Dice de su madre en Cartas
de España: «Sus talentos naturales eran de la especie más singular. Era
viva, animada y graciosísima: un exquisito grado de sensibilidad animaba sus
palabras y sus acciones, de tal suerte que hubiera logrado aplauso aun en los
círculos más elegantes y refinados». Fue su madre la que le impulsó a una
vocación que Blanco no sentía y la que lloró en el silencio de su alcoba la
deserción de su hijo.
Blanco
estudió Filosofía en el Colegio de Santo Tomás, de los dominicos, y después
pasó al Colegio de Santa María de Jesús, donde cursó Teología. Dado a la
poesía, sus amigos de la famosa Academia de Letras Humanas fueron
Arjona, Lista, Reinoso, Mármol..., todos ellos clérigos ilustrados, nombres que
cuentan también en la historia de la ciudad. Blanco se ordenó de sacerdote en
el año 1800, y un año más tarde, por oposición, ganó la magistralía de la
Capilla Real de San Fernando, en la catedral de Sevilla. Fueron los momentos
más devotos de su vida, cuando pidió también el ingreso en la Escuela de Cristo
y hacía ejercicios espirituales en el Oratorio de San Felipe Neri bajo la
disciplina de su confesor, el célebre filipense Teodomiro Díaz de la Vega.
Pero...
«al año de haber obtenido la magistralía, me ocurrieron las dudas más
vehementes sobre la religión católica... Mi fe vino a tierra...; hasta el
nombre de religión se me hizo odioso... Leía sin cesar cuantos libros ha
producido Francia en defensa del deísmo y del ateísmo».
Marchó
a Madrid, con licencia del rey, por un año, que se prolongaron. En la corte
dejó de vivir como clérigo. «Me avergonzaba de ser clérigo y, por no entrar en
ninguna iglesia, no vi las excelentes pinturas que hay en las de aquella corte.
¡Tan enconado me había puesto la tiranía!».
Con
la llegada de los franceses en 1808, se vio obligado a salir de Madrid. «Volví
maldiciendo mi suerte a Sevilla a ejercer mi odioso oficio de engañar a las
gentes». Fue nombrado capellán de la Junta Central y colaboró como periodista
en el Semanario Patriótico. Cuando los franceses entraron en Sevilla en
febrero de 1810, Blanco marchó a Cádiz y meses después, con asombro de sus
amigos, embarcó para Inglaterra.
La
vida de Blanco –que a partir de ahora se denominará Blanco-White– toma un rumbo
nuevo. Tras unos años de aprendizaje, en que perfeccionó su inglés,
Blanco-White se convierte en figura destacada de la intelectualidad inglesa de
la primera mitad del siglo XIX. Si hubiera quedado en España, no hubiera dejado
de ser uno más «de muchos clérigos literatos de su tiempo, alegres y
volterianos» (M. Pelayo).
Murió
en Greenbarch, cerca de Liverpool, el 20 de mayo de 1841, a los sesenta y seis
años de edad, encerrada su mente en el más puro deísmo. Hasta su muerte le
siguió pesando el resquemor que sentía por su tierra natal y por la Iglesia de
Roma. En carta al unitario Channing, confesó en 1840: «Es imposible que España
produzca nunca ningún grande hombre... La Iglesia y la Inquisición han
consolidado un sistema de disimulo que echa a perder los mejores caracteres
nacionales. No espero que llegue jamás el día en que España y sus antiguas
colonias lleguen a curarse de su presente desprecio de los principios morales,
de su incredulidad en cuanto a la existencia de la virtud». Y dos meses antes
de su muerte: «En el estado actual del mundo y de la cultura popular, no
tenemos seguridad alguna de triunfo contra la Iglesia de Roma».
«Dijeron
algunos –cuenta Menéndez Pelayo– que Blanco había muerto en la religión de sus
padres, pero lo desmiente su amigo y biógrafo Thom, que le asistió hasta última
hora, y que recogió con prolijidad inglesa y buena fe loable, los diarios y
epístolas de Blanco».
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