Isidro Labrador, patrono de la villa y
corte de Madrid, proclamado por Juan XXIII patrono de los labradores españoles,
fue el primer laico llevado a los altares tras un proceso canónico instruido
por la congregación de Ritos. Isidro fue un laico, simplemente laico, casado y
con hijo. Vivió vida de laico y se santificó como tal. Juan Diácono, su primer
biógrafo, que escribió de Isidro un siglo después de su muerte, lo retrata
gráficamente cuando dice de él: «de intachables costumbres, tuvo legítima
mujer e hijo, rigió convenientemente su casa y vivió dignamente».
Así, sin más, con estos rasgos tan
sencillos, lo santificó el pueblo de Madrid y siglos después lo ratificó la
Iglesia.
Es especialmente significativo que Isidro
haya subido a los altares siendo un hombre de su casa, respetuoso con su mujer
e hijo, a los que llevaba el pan cotidiano con su trabajo en el tajo, cuando
la casi totalidad de los santos y santas que la Iglesia propone como modelos de
vida cristiana gozan de una consagración que los pone en un estado de vida
diferente de la mayor parte del pueblo de Dios. Monjes, frailes, sacerdotes,
obispos, papas, misioneros... todos ellos han profesado el voto de castidad o
han renunciado de algún modo a la vida conyugal por el reino de los cielos.
Isidro, por el contrario, ejerció de casado
toda su vida. Y se santificó con el trabajo cotidiano –una yunta de bueyes– y
la vida familiar. Otros muchos santos han salido del medio rural, como san
Isidro, pero se han santificado fuera de él y están vinculados por una
consagración especial. Por ejemplo, Pascual Bailón y Juan María Vianney. El
primero se hizo franciscano y el segundo sacerdote, conocido como el santo Cura
de Ars. Isidro permaneció siempre en el campo, en el tajo, junto a la yunta de
bueyes. Un sencillo labriego. De ahí su gloria y el patronazgo que ostenta. Son
infinitas las ermitas, capillas e iglesias dedicadas en su honor por esos
pueblos de España, y también en América, y las plegarias que le dirigen en los
momentos de sequía o heladas.
Si en otro tiempo san Isidro fue un santo
popular, especialmente querido por el pueblo por su fama de milagrero, al que
acude con especial devoción y sobre el que se cuentan curiosas leyendas, hoy
podría resaltarse en él ese aspecto tan deseado de su laicidad y de su vida
familiar.
San Isidro es un santo cercano al común de
los mortales. No es un consagrado, ni un célibe, no ha hecho voto de castidad,
su vida está tejida de trabajo, vida familiar, pertenencia a una cofradía...
características propias de los buenos cristianos que cubren la casi totalidad
del pueblo de Dios. Isidro Labrador y su mujer María de la Cabeza forman uno de
esos pocos matrimonios que la Iglesia ha elevado a los altares. No es fácil, y
resulta fatigante, recorrer la hagiografía de la Iglesia para encontrar
ejemplos de cristianos que han llegado a la perfección cristiana sin dejar la
vida común, hecha de trabajo, familia y empeño en la vida pública. El 93 por
ciento de los santos que aparecen en el Santoral de la Iglesia están marcados
por su vida celibataria y consagrada. Sólo un 7 por ciento pertenece al grupo
de los desposados. Pero en este pequeño grupo habría que hacer una valoración.
La mayoría de ellos no han sido exaltados a la santidad por su cualidad de
casados, sino por otros aspectos. Por ejemplo: la militancia del guerrero
cristiano (san Luis de Francia o san Fernando) o la exaltación de la viudedad
consagrada a Dios (santa Rita de Casia)...
San Isidro, que pertenece al catálogo de
los santos de devoción popular por su fama de milagrero, tiene para el mundo de
hoy esa otra faceta más fascinante si cabe: el hombre casado que se santificó
con su trabajo diario y su vida familiar.
Isidro debió nacer en una fecha incierta de
finales del siglo XI o tal vez en los primeros años del XII. Y su muerte debió
ocurrir hacia el año 1170. Digamos, pues, que su vida transcurre en los dos
primeros tercios del siglo XII.
Nació en Madrid, de esto nadie duda. Un
Madrid recién conquistado por las huestes cristianas de Alfonso VI. Un Madrid
pequeño y murado, como un enclave al norte de Toledo, creado por los árabes
como avanzadilla de defensa de la ciudad imperial. La conquista de Madrid,
hacia 1083, servirá a Alfonso VI de base para la acariciada conquista de
Toledo, que tiene lugar el 25 de mayo de 1085. Cristianizada la villa,
convertidas las mezquitas en iglesias, a principios del siglo XII Madrid cuenta
con una población cercana a las dos mil personas y una serie de iglesias que
harán las delicias de Isidro en su paseo matinal antes de acudir al trabajo.
Isidro tuvo una muerte normal. Después de
una vida de monótono y continuado trabajo en el campo, murió en su lecho,
rodeado de su mujer e hijo. No tuvo una muerte excepcional, como ocurre en la
biografía de tantos santos. Su tránsito de este mundo no se diferencia en nada
de la de los demás mortales. Por las pinceladas, escasas, que nos ofrece Juan
Diácono, Isidro Labrador cayó enfermo de muerte después que el Señor
determinase «premiar sus continuos trabajos». Se llamó al cura para que le
diera el viático, lo recibió con devoción, hizo testamento de su pobre
hacienda, dirigió unas palabras de recomendación y cariño a su mujer e hijo, se
puso en oración, cerró los ojos «y exhaló su espíritu, yendo a recibir el
galardón sempiterno».
Después, el entierro. En el cementerio de
la parroquia de San Andrés, «cuya iglesia visitaba el Santo antes de partir al
trabajo». Lo enterraron fuera del templo, no en su bóveda, en el lugar donde se
entierran a los pobres. Allí, en la tierra desnuda, reposó el cuerpo grandullón
de este labriego de Madrid.
Unos cuarenta años estuvo bajo tierra, «sin
que ningún hombre lo visitara», cuenta Juan Diácono. «Y estuvo tan olvidado,
que en tiempo de lluvias un arroyuelo que pasaba por allí entró en el interior
de la sepultura. Pero el Dios misericordioso, que cuida de sus escogidos de
día y de noche, no consintió que pereciese ni un cabello ni un miembro de su
fiel servidor».
Pasado este tiempo, por una «revelación
divina» es descubierto el cuerpo incorrupto de san Isidro. Juan Diácono adorna
este hecho con dos revelaciones del santo para que su cuerpo fuera trasladado a
un lugar digno en la parroquia de San Andrés.
La tradición señala la fecha de la
invención: 1 de abril de 1212, domingo de Quasimodo o in albis, es decir, el segundo
domingo de pascua.
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