Conocí a Camilo Maccise en Sevilla. Vino a
dar unos ejercicios espirituales a un convento de monjas y yo estaba a punto de
acabar mi libro «María de San José, la hija predilecta de Teresa de Jesús», primera
priora de las Teresas en 1575. Propuse a Maccise la presentación del libro, que
tendría lugar el 18 de noviembre de 2008 en la iglesia de las Teresas, y aceptó
gustoso. Me di así el placer de tener de presentador a un antiguo prepósito
general de la Orden del Carmen Descalzo, un fraile profético y espiritual con
el que trabé amistad, viéndonos alguna otra vez en Ávila y en Alba de Tormes. Poco
después, a este mexicano de origen libanés le pilló un cáncer de colon y murió
en México el 16 de marzo de 2012, a los 75 años de edad.
Ahora, a los tres años de su muerte, acaba
de aparecer en México un libro póstumo con las memorias que dejó escritas. Se
titula: «En el invierno eclesial. Memorias de un carmelita profeta», que será
presentado el próximo 22 de abril en el Centro Libanés de la Ciudad de México.
He leído con satisfacción este libro, que
he podido adquirir en su edición digital, ya que México me pilla un poco lejos.
Y he disfrutado con su lectura, sabrosa toda ella, los relatos de un hombre
profético que vivió en la Roma de la segunda mitad del siglo pasado, como
estudiante, como profesor, como prepósito general de la Orden de los Carmelitas
Descalzos durante dos sexenios (1991-2003) y como presidente de la Unión de Superiores Religiosos
(1994-2001). Un período especialmente sensible en la historia reciente de la
Iglesia.
Confiesa Maccise que las relaciones entre su
Orden y la Curia vaticana fueron tensas en aquel entonces y puedo decir que muchas
de esas tensiones aparecen en este libro, que los editores han querido titular
como «Invierno eclesial».
Ya decía él:
–No le temo a Pedro, sino a los secretarios
de Pedro.
Es decir, no temía al Papa, temía a los
cardenales del Vaticano.
Para descalificarlo le tachaban de
marxista, y repetían hasta la saciedad de que era latinoamericano y de la
corriente de la Teología de la Liberación, que no hacía oración y no amaba la
vida contemplativa. Cuando lo eligieron por primera vez prepósito general de
los carmelitas, obtuvo 44 votos de 87 delegados. Los otros fueron para su
opositor, que representaba a los conservadores. Dos provinciales húngaros, que
habían podido salir de su país y participaron en la votación, estaban atónitos al
oír que Maccise era comunista.
–¡Si nosotros venimos huyendo del comunismo!
–decían.
Como no estaban seguros de la verdad de
tales acusaciones, dividieron su voto: uno votó al conservador, el otro a
Maccise.
En el segundo sexenio, Maccise renovaría su
cargo de prepósito general de los carmelitas con el 90 por ciento de los votos.
Fue célebre su artículo «La violencia en la
Iglesia», donde denunciaba tres formas de violencia del aparato eclesial: el
centralismo, el autoritarismo y el dogmatismo. El cardenal colombiano López
Trujillo, que presidía en Roma el Pontificio Consejo para la Familia, lo tenía
en su punto de mira. El santo cardenal argentino Eduardo Pironio advirtió a
Maccise:
–Sé que te persigue López Trujillo.
Hermano, prepárate porque hasta que se muera o tú te mueras no te va a dejar en
paz.
A pesar de esas tensiones, que él trata con
toda libertad en el libro, quiere dejar asentado que su relación personal con
Juan Pablo II fue cordial.
–Puedo decir que mis relaciones con el papa
Juan Pablo II, a pesar de los prejuicios contra la Orden y contra mí, que
ciertamente le habían presentado como realidades, fueron siempre cordiales.
Además de dos cenas y una comida con él, con ocasión de los sínodos en que
participé, lo traté con motivo de diversas beatificaciones y canonizaciones de
miembros de la Orden y en audiencias con mis consejeros generales en los dos
sexenios. Siempre encontré en él acogida paterna.
En la comida de superiores generales con
Juan Pablo II con motivo del Sínodo de Vida Consagrada, se coló también el
padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. Maccise nos ofrece
una sabrosa descripción de esa comida en la que Maciel quiso tomar
protagonismo, ponderando los éxitos de sus seminarios repletos de seminaristas
legionarios.
Pero referiré solamente el diálogo que
sostuvo con Maccise al tocarle su turno. El Papa le dijo:
–A los carmelitas los conozco bien. Yo
quise ser carmelita, pero mi obispo no me dejó.
Maccise le contestó:
–Santo Padre, la Orden lo perdió, pero la
Iglesia lo ganó.
Dirigiéndose a todos los comensales, Juan
Pablo II dijo:
–Yo hice mi tesis de doctorado en teología
sobre san Juan de la Cruz.
Y Maccise añadió:
–Me han dicho que el gran especialista de
entonces, el padre Gabriel de Santa María Magdalena, carmelita profesor de
nuestro Colegio Teológico Internacional, no quiso ayudarle.
–Sí, es verdad –respondió el Papa.
Y Maccise continuó:
–Si hubiera sabido que usted llegaría a Papa,
otra habría sido su actitud.
–Por eso –comentó Juan Pablo II– hay que
ser prudentes. Uno no sabe lo que vendrá después. El padre Pío de Pietralcina
fue prudente, me recibió. El padre Gabriel no fue prudente, no me recibió.
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