En septiembre pasado se cumplieron 400 años
de la muerte del carmelita descalzo Jerónimo Gracián, al que he calificado en mis libros como «El
hombre de Teresa de Jesús» y también «El amigo de Teresa de Jesús», sin
menospreciar a san Juan de la Cruz.
Quiero recoger aquí –ahora que ha muerto recientemente
doña Cayetana, la duquesa de Alba, y se ha recordado al más célebre de los
duques, el tercero, don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba
(1507-1582), «alto, delgado, erguido, la cabeza pequeña y alargado el semblante,
enjuto y de mejillas amarillentas…»– una página ignorada en las biografías al
uso, que no son pocas, del célebre gobernador de los Países Bajos, el general
más rememorado de su tiempo.
Se trata del encuentro del carmelita
descalzo Jerónimo Gracián y el III duque de Alba, cuando este había caído en
desgracia y se hallaba recluido por orden de Felipe II en su castillo de Uceda (Guadalajara),
a unos cincuenta kilómetros de Madrid.
Año 1580. Gracián acude con frecuencia
desde el convento de Alcalá al castillo de Uceda para confesar y consolar al
duque.
–Él me consolaba a mí en mis trabajos y me
regalaba como tal duque, y yo a él y a la duquesa en su prisión –cuenta
Gracián.
Una vez incluso permaneció Gracián en Uceda
por algún tiempo, al caer enfermo de tercianas, lo que dio ocasión a tratar al
duque con más familiaridad. El duque, «con ser de la gravedad que era, gustaba
mucho de estarse muchos días parlando con él, unas veces de cosas de espíritu,
otras de negocios graves del reino, y otras contándole cosas de las guerras de
Flandes, con tanta familiaridad como si el duque fuera un soldado particular».
Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de
Alba, tiene detrás de sí cuarenta años de servicio a la corona de España. Con
el emperador Carlos V se distinguió en Túnez, Mühlberg, San Quintín, y en la
paz de Cateau-Cambrésis con Francia. Felipe II lo envió a los Países Bajos,
donde actuó con mano dura a través del Tribunal de los Tumultos. De ahí le
viene su mala reputación histórica, llegando a ser conocido como «el carnicero
de Flandes». Si a los niños españoles se les asustaba con eso de «que viene el
coco» («duérmete niño que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco»,
cantaban las madres), a los niños flamencos se les asustaba con la amenaza del
duque de Alba.
Ahora, a sus setenta y dos años de edad,
sufre destierro de la corte exiliado en su castillo de Uceda por causa de su
hijo don Fadrique, al que casó, sin licencia del rey, con su prima doña María
de Toledo y Colonna, hallándose comprometido desde hacía doce años con doña
Magdalena de Guzmán, que aguardaba en un convento de Toledo.
El 10 de enero de 1579 le fue comunicada la
sentencia por un secretario real. El duque, enfermo de gota, se hallaba en una
silla de ruedas. Cuatro días le dieron para abandonar la Corte. Pero él,
jactancioso, marchó a la mañana del día siguiente.
Escribe Gracián:
–Harto consuelo es confesar un hombre tan
gran soldado y de quien el mundo estimaba tener tanta crueldad que, porque uno
tomase un puñado de espigas contra su orden cuando marchaba el campo en tierra
de cristianos, le hacía ahorcar; y de tanta soberbia que llamaba de Vos aun a
titulados a quien otros llamaban Señoría, con que estaba odiado de muchos; y
por otra parte examinando las razones que tenía para esto y metiendo la mano en
su alma, hallar una conciencia tan pura y humilde, que estaba determinado a
perder la vida, la honra y la hacienda primero que hacer un pecado mortal deseoso
de padecer mil muertes y afrentas por Cristo y por su Iglesia. No soy sólo yo
de este parecer y opinión, sino todos sus confesores, principalmente el padre
fray Luis de Granada, que cuando le iba a confesar en Lisboa decía: voy a
confesar aquella santa alma del duque, de que se reían mucho los portugueses
porque temblaban de él teniéndole por Nerón.
El destierro del duque terminó el 12 de
junio de 1580, cuando Felipe II, presionado por sus consejeros, nombró al duque
de Alba capitán general del ejército en la conquista de Portugal. Don Fernando
quiso llevar a Portugal por confesor a Gracián, pero este le contestó:
–Si la guerra fuera contra herejes o moros,
de muy buena gana lo hiciera, mas siendo entre cristianos, de ninguna manera me
atrevo a tener corazón para ver que unos cristianos se matan a otros.
Gracián no lo acompañó, entretenido en sus «trabajos
frailescos». Cuenta «que aquel duque este tiempo estaba muy santo, que te
espantarías si te contase cosas de él». Murió el duque de Alba en Lisboa el 12
de diciembre de 1582.
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