Acaba
de aparecer mi nuevo libro «Sermones para leer en el bus» con el subtítulo
«Prédicas de Juan Párroco en su Parroquia de papel». Reproduzco aquí el prólogo
del libro:
Que Dios perdone mi
atrevimiento, amén. Aunque mi nombre de pila sea Carlos Ros, mi nombre de
batalla es Juan Párroco y mi Parroquia es tan sólo de papel, tan frágil y sutil
ella. Me permitiré, por tanto, con permiso de la autoridad y si el tiempo –es
decir, mi salud– me lo permite, hablar de lo divino y de lo humano. Escribo las
cosas que buenamente se me ocurren, siempre por derecho de la ley de Dios, que
habéis de saber que a uno no le falta cierta chispa, según es notorio y voz
pública en el entorno en que me muevo, y no me falta erudición y libros en mi biblioteca
para acallar al mejor licenciado.
En mi Parroquia de papel
pasa esto, que uno escribe porque tiene que escribir y habla porque tiene que
hablar. Que para eso soy el párroco de mi Parroquia de papel. Pero es posible
que me llegue algún joven y me diga:
–Los sacerdotes sois los
únicos que habláis en la iglesia.
Y exclame:
–¿Por qué no escucháis
también vosotros?
Bien pensado, comprendo
que no le falta razón. Si fuera posible ese milagro de la bilocación, de
hallarse al mismo tiempo en dos lugares diferentes, apostaría por vernos en el
altar y bajo el coro al mismo tiempo. A la vez que hablamos, oiríamos los
soporíferos rollos que no pocas veces ensartamos a la sumisa grey.
Yo digo a este joven que
el derecho a la palabra pertenece al pueblo de Dios en su totalidad y no está
reservado exclusivamente a los sacerdotes. Pero nosotros tenemos el deber, la
vocación, la misión, etcétera, de confirmar a los hermanos en la fe.
Animo a todos, sin
renunciar a sus parroquias de verdad, sólidas en sus cimientos, y bien conducidas
por vuestros queridos párrocos, a participar también en esta mi Parroquia de
papel. Si me escribís, compartiré vuestros deseos, incertidumbres o preguntas
inquietantes. Y si nadie me escribe, haré como el santo Francisco de Sales,
obispo de Ginebra y patrono de los periodistas. Sacaba unas hojillas y las iba
repartiendo de puerta en puerta.
Son estos unos «sermones»
que lanzo desde hace algún tiempo a parroquianos digitales, unos 120. Con ellos
sostengo, de una u otra manera, una amistad o al menos un contacto cálido en
estos años, enganchados unos desde un principio, adheridos otros después e
incluso alguno recientemente. Pero en todos he sentido un deseo, al menos
tácito, de recibir gratamente estas comunicaciones mías. Alguna que otra vez,
me han manifestado su discrepancia sobre cualquier punto y lo he aceptado como
no puede ser de otro modo. Porque el discrepar matiza y enriquece las
opiniones. Y porque confieso que no me considero infalible.
Pero también ha habido –y
confieso que es una excepción– quien me ha enviado una nota discrepante que me
ha sonado a ofensa, viniendo sobre todo de un señor mitrado, en un correo en
que afirmaba que digo «alguna que otra estupidez».
Es decir, que para
monseñor soy un necio, un falto de inteligencia, un torpe notable en comprender
las cosas.
¡Pues muchas gracias!
Sobre todo, viniendo de quien viene. Como he llegado a pensar que lo que envío
debe ser para él spam (correo basura), lo he borrado de la lista de
parroquianos. Si fuera santo –que no lo soy–, hubiera aceptado la reprimenda de
monseñor con espíritu penitencial cristiano. Le pasó a Teresa de Jesús –con la
que no me puedo comparar, aunque le tengo mucha devoción y he escrito una
biografía sobre la Santa andariega de Ávila– que yendo de Pastrana a Toledo,
después de haber fundado en ese pueblo alcarreño un convento de monjas y otro
de frailes, viajó en un coche lujoso puesto por la señora del lugar, la célebre
tuerta princesa de Éboli.
Al llegar a la ciudad
imperial, un clérigo chiflado le soltó:
–¿Vos sois la santa que
engañáis al mundo y os andáis en coche?
Madre Teresa, en vez de
reprenderlo, confesó con humildad:
–¡No hay quien me diga mis
faltas como éste!
Y desde entonces rehusó
viajar en coche, prefería ir en carro.
Pero un servidor no es
Teresa de Jesús. He preferido usar el símil del Señor en la noche del viernes
santo. Mientras le interroga el sumo pontífice Caifás, un sayón le pega un
bofetón a Jesús, diciéndole:
–¿Así contestas al Sumo
Sacerdote?
Jesús le respondió:
–Si he hablado mal, declara
lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas? (Juan
18, 19-24).
Pues eso. Si he dicho
alguna que otra estupidez, dime en qué…
Estos «sermones» circulan
también por el ancho mundo a través de mi blog. Y es así cómo ya ha sido
visitado por 217 países, que tengo un contador de visitas que señala las
banderas de los países que se asoman a él.
Ahora también aparecen en
papel. Y espero que guste, a los parroquianos que me han pedido que los imprima
y coleccione, y al público en general. Son «Sermones» que van a su aire, ya
veréis, más bien laicos muchos de ellos, pero creo que os resultarán
interesantes aunque unos hablen de lo divino y otros de lo humano. Como son
cortos y pueden ser leídos en el autobús –transporte que uso cotidianamente–, he
querido titularlos con el nombre de Sermones
para leer en el bus.
Gracias anticipadas por la
acogida. Y buena lectura.
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