La devoción popular, desde
tiempo inmemorial, especialmente en el mundo rural, ha puesto a san Antonio
Abad en un sitio de honor como protector de los animales domésticos. Se le
representa con el bordón de peregrino en forma de T en una mano, colgando de él
una campanilla, la Biblia
en la otra, con luenga barba blanca, y a sus pies un rechoncho y sonrosado
cerdo, símbolo de salud y de lozanía. Aunque acerca del cerdo existen otras
interpretaciones. Por ejemplo, la representación de los demonios con los que
tanto tuvo que luchar el santo del desierto; o un milagro realizado por el
santo devolviendo la vista y el movimiento a un pobre cerdo ciego y paralítico;
o también, alusión a la manteca del cerdo, con la que se untaba a los que
padecían gangrena.
La tradición copta, siríaca
y bizantina coloca la muerte de san Antonio el 17 de enero. Fiesta que es
introducida en Roma en el siglo XII. Desde entonces, san Antonio es uno de los
santos más venerados en la Edad Media y más pintado por los artistas. El nuevo
Calendario de la Iglesia
lo incluye como memoria obligatoria, lo que indica el deseo de resaltar al
padre del monacato cristiano.
Fue este un movimiento que
apareció en el Bajo Egipto a finales del siglo III. Si Antonio no fue el
primero que abrazó este modo de vida, se le puede considerar por la santidad de
su vida y por los numerosos imitadores que dejó, como el iniciador de un estilo
nuevo de vivir la fe cristiana, no conocido hasta entonces en la Iglesia. San Atanasio,
patriarca de Alejandría, fue su primer biógrafo. La Vida de San Antonio,
escrita a la muerte del santo, se convirtió durante siglos en el libro clásico
de la vida monástica. Y millares de monjes trataron de imitar el estilo de vida
y la ascética de san Antonio.
Nació hacia el 251 en Koma
(hoy, posiblemente, Queman el’Arous), un villorrio de Egipto. Hijo de ricos
campesinos, a los dieciocho años quedó huérfano de padre y madre y al cuidado
de una hermana menor. «No habían pasado seis meses —cuenta san Atanasio— y se
dirigía a la iglesia como de costumbre; en el evangelio, escuchó las palabras
que el Señor dijo al joven rico: ‘Si quieres ser perfecto, vende todo lo que
tienes y dalo a los pobres; y ven y sígueme…’».
Comenzó así su
«conversión». Vendió las tierras que recibió en herencia; reservando una parte
para su hermana, distribuyó el resto entre los pobres. Comenzó a practicar la
vida en soledad a ejemplo de un anciano al que conoció y al que deseaba imitar.
Vivía del trabajo de sus manos.
Pronto el demonio comenzó
a tentarle. Antonio es el santo de las tentaciones. El demonio se le aparecía
con todas las apariencias: humanas, angélicas, bestiales. Le tentaba con los
encantos de la vida, las riquezas, la fama, el placer.
Comía una sola vez al día
y se alimentaba de agua, pan y sal. Buscando una soledad más absoluta, se
retiró a una antigua tumba egipcia y un amigo le llevaba de tarde en tarde un
trozo de pan. Las tentaciones del diablo no cesan. «Temeroso de que poco a poco
el desierto quedara poblado de ascetas —cuenta san Atanasio— se presentó una
noche con una tropa de demonios y le dio una paliza tan terrible, que quedó
postrado en tierra, y sin poder hablar». Antonio confesaría después al amigo:
–Los hombres son incapaces
de ocasionar tales tormentos.
Como las heridas no le
permitían estar de pie, oraba postrado en tierra. Y se quejó al Señor:
–¿Dónde estás, mi Señor?
¿Por qué no has venido a endulzar mis dolores?
El Señor le respondió:
–Antonio, estoy aquí, pero
he querido ser espectador de tu combate. Veo que has resistido sin ceder a tus
enemigos; te asistiré siempre y haré que tu nombre sea célebre en toda la
tierra.
Buscando mayor soledad, se
fue a la montaña y se instaló en un castillo abandonado. Se aprovisionó de pan
para seis meses y se alejó de todos. Los amigos le llevaban alimentos dos veces
al año, pero se lo echaban por encima del muro, pues no abría la puerta a
nadie. Así pasó veinte años. Una vez, los enfermos y los que querían imitar su
vida, se acercaron al castillo y quisieron derribar la puerta. Salió Antonio y
al verle «se maravillaron de que su cuerpo no hubiera cambiado de aspecto; la
falta de ejercicio físico no le había entorpecido; los ayunos y las luchas
contra los demonios no habían hecho palidecer su rostro; estaba lo mismo que
antes». Curó a los enfermos, consoló a los afligidos y reconcilió a los
separados por discordias. Exhortó a los que habían abrazado la vida eremítica y
aquellas montañas se poblaron de solitarios a los que el maestro visitaba de
vez en cuando. «Surgieron entonces los monasterios de las montañas y el
desierto se pobló de monjes, que habían dejado sus casas para convertirse en
ciudadanos del cielo».
Pero he aquí que Maximiano
desencadenó una persecución contra los cristianos, que se hizo sentir en
Alejandría. Antonio dejó su escondite y marchó a la ciudad para animar la fe de
los creyentes. Cuando cesó la persecución, volvió a la soledad, y a sus ayunos
y oraciones.
Como la gente no dejaba de
acosarlo, se internó en el desierto y se estableció en un oasis, a la sombra de
una palmera que le daba sus dátiles. Sus hermanos los monjes, cuando
encontraron su escondite, le mandaban todo lo que necesitaba. «Pero Antonio
comprendió que esto suponía mucho trabajo y sacrificio para ellos y encontró el
modo de evitar estas molestias. Les pidió una azada, un hacha y un poco de
trigo. Buscó un rincón de tierra cultivable, la trabajó, y como también tenía
agua para regarla, echó la simiente. Aseguró así el pan cotidiano y estaba muy
contento de no causar molestias a nadie».
Ya en los aledaños de su
muerte, bajó otra vez a Alejandría, pero esta vez para denunciar la herejía de
Arrio. El emperador Constantino le escribió una carta, al saber de las cosas
que hacía. Antonio le contestó que el Señor es el único rey de todos, que amase
a Dios y a los hombres y que practicase la justicia. Sus monjes se llenaron de
orgullo de que el emperador se hubiera dirigido a su maestro. Pero Antonio les
dijo:
—No debéis sorprenderos de
que un emperador nos escriba, porque es hombre. Debéis sorprenderos de que Dios
haya escrito la ley para los hombres y que nos haya hablado por medio de su
Hijo.
Murió a los 105 años, más
de 85 de vida eremítica. Año 356. «Sus ojos estaban completamente sanos, y veía
muy bien. No le faltaba ni un solo diente, aunque los tenía gastados por los
años», puntualiza san Atanasio.
Antonio temía que hicieran
con él la costumbre egipcia de no enterrar los cuerpos famosos para venerarlos.
Por eso ordenó a sus monjes.
—Sepultad mi cuerpo y
prometedme que nadie sabrá dónde lo pusisteis. En la resurrección de los
muertos volveré a recibir del Señor este cuerpo incorruptible.
Y con absoluta
tranquilidad, plácidamente, sin una convulsión, más que morirse, se durmió en
el Señor el monje más ilustre de la Iglesia antigua.
La Vida de San Antonio,
que escribió san Atanasio, es más una hagiografía que un tratado histórico.
Pero conmovió tanto su lectura a san Agustín, que renunció a casarse, se
convirtió al cristianismo y terminó por imitar su vida de santidad.
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