sábado, 20 de octubre de 2018

DOMUND cambia el mundo


Este es el lema del DOMUND de este año: «DOMUND cambia el mundo». Mañana, 21 de octubre, celebra la Iglesia el Domingo Mundial de la Propagación de la Fe. Me acuerdo de mi infancia cuando salíamos en pareja alumnos del colegio de los Maristas con nuestras huchas de cerámica de cabezas de chinitos a pedir por las calles. No recuerdo cuánto recogíamos, hablo de los primeros años 50 del siglo pasado: muchas perras gordas y chicas y alguna que otra peseta. Después de patear Sevilla de un lado a otro, no creo que fueran más de doce o quince pesetas las que recogíamos. Siempre había en el Cole un par de hermanos los Verd Conradi, hoy uno de ellos jesuita, el otro médico hematólogo– que sacaban más que ninguno de nosotros. Lo menos, recuerdo, noventa pesetas, en aquel entonces un dinero. Aunque pienso que debía de haber truco: su familia tenía que ser muy generosa; por la calle no se conseguía tales sumas.
  

Hoy se me ocurren algunos sencillos pensamientos acerca de este día. De las misiones en la Iglesia o mejor de la Iglesia como misión. Una misión que se convierte en una necesidad para la Iglesia. Lo dice san Pablo (1 Cor 9, 16):
–El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!
En este sentido hay que entender también la parábola de los talentos (Mt 25,14-30).  El talento que se nos ha dado a los cristianos es el conocimiento del reino de Dios y de la vida en Cristo y no es para esconderlo debajo de tierra, como aquel siervo miedoso de la parábola. Ese talento es nuestro mayor tesoro. ¿Vamos a enterrarlo también nosotros?
La Misión en la Iglesia no se refiere únicamente a los países lejanos. También está aquí, en nuestro entorno: en el autobús, en el restaurante, en la calle, nos encontramos con toda clase de gente, de pensamiento diferente, de los que no creen en nada. Por eso me pregunto:
–¿Cómo ha de ser nuestro comportamiento? ¿Cómo debo ser estimulado por la misión del Evangelio?
Muchas veces nuestro cristianismo se vive como una costumbre sociológica. Incluso, como un peso, no una vida; una esclavitud, no una liberación; una rutina familiar, no un impulso personal.
Si el cristianismo no nos ha hecho libres, ¿cómo vamos a anunciar su libertad y plenitud de vida?
Tal vez no tengamos la mayoría de nosotros otra posibilidad del anuncio del Evangelio que el testimonio silencioso. Aquel dicho evangélico: «Vosotros sois la sal de la tierra».
Pero también es necesario el anuncio por la palabra, el don más grande que Dios nos ha dado para comunicarnos. Aunque, desgraciadamente, últimamente la palabra se ha adulterado en palabrería. Palabrería de tanto político con pseudo-promesas vanas.
Nuestras palabras deben ser anunciadoras de un mensaje de respeto hacia los demás y de gusto por el diálogo. Una palabra que pregone al mundo paz porque Dios lo ama.
Esto lo saben hacer muy bien los misioneros, la avanzadilla de la Iglesia, y lo mejor de todos nosotros, porque por seguir fielmente el Evangelio lo han dejado todo: padre, madre, patria… por anunciar el Evangelio hasta el fin del mundo.

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