Este es el lema del DOMUND de este año: «DOMUND
cambia el mundo». Mañana, 21 de octubre, celebra la Iglesia el Domingo Mundial
de la Propagación de la Fe. Me acuerdo de mi infancia cuando salíamos en pareja
alumnos del colegio de los Maristas con nuestras huchas de cerámica de cabezas
de chinitos a pedir por las calles. No recuerdo cuánto recogíamos, hablo de los
primeros años 50 del siglo pasado: muchas perras gordas y chicas y alguna que
otra peseta. Después de patear Sevilla de un lado a otro, no creo que fueran
más de doce o quince pesetas las que recogíamos. Siempre había en el Cole un
par de hermanos –los Verd Conradi, hoy uno de ellos
jesuita, el otro médico hematólogo– que sacaban más que ninguno de nosotros. Lo
menos, recuerdo, noventa pesetas, en aquel entonces un dinero. Aunque pienso
que debía de haber truco: su familia tenía que ser muy generosa; por la calle
no se conseguía tales sumas.
Hoy se me ocurren algunos sencillos
pensamientos acerca de este día. De las misiones en la Iglesia o mejor de la
Iglesia como misión. Una misión que se convierte en una necesidad para la
Iglesia. Lo dice san Pablo (1 Cor 9, 16):
–El hecho de predicar no es para mí motivo
de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!
En este sentido hay que entender también la
parábola de los talentos (Mt 25,14-30). El
talento que se nos ha dado a los cristianos es el conocimiento del reino de
Dios y de la vida en Cristo y no es para esconderlo debajo de tierra, como
aquel siervo miedoso de la parábola. Ese talento es nuestro mayor tesoro.
¿Vamos a enterrarlo también nosotros?
La Misión en la Iglesia no se refiere
únicamente a los países lejanos. También está aquí, en nuestro entorno: en el
autobús, en el restaurante, en la calle, nos encontramos con toda clase de
gente, de pensamiento diferente, de los que no creen en nada. Por eso me
pregunto:
–¿Cómo ha de ser nuestro comportamiento?
¿Cómo debo ser estimulado por la misión del Evangelio?
Muchas veces nuestro cristianismo se vive
como una costumbre sociológica. Incluso, como un peso, no una vida; una
esclavitud, no una liberación; una rutina familiar, no un impulso personal.
Si el cristianismo no nos ha hecho libres,
¿cómo vamos a anunciar su libertad y plenitud de vida?
Tal vez no tengamos la mayoría de nosotros
otra posibilidad del anuncio del Evangelio que el testimonio silencioso. Aquel
dicho evangélico: «Vosotros sois la sal de la tierra».
Pero también es necesario el anuncio por la
palabra, el don más grande que Dios nos ha dado para comunicarnos. Aunque,
desgraciadamente, últimamente la palabra se ha adulterado en palabrería.
Palabrería de tanto político con pseudo-promesas vanas.
Nuestras palabras deben ser anunciadoras de
un mensaje de respeto hacia los demás y de gusto por el diálogo. Una palabra
que pregone al mundo paz porque Dios lo ama.
Esto lo saben hacer muy bien los
misioneros, la avanzadilla de la Iglesia, y lo mejor de todos nosotros, porque
por seguir fielmente el Evangelio lo han dejado todo: padre, madre, patria… por
anunciar el Evangelio hasta el fin del mundo.
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