El Viernes Santo, 5 de abril de 1504, una
tempestad huracanada seguida de un fuerte terremoto zarandeó Sevilla. Todos los
analistas describen este aciago día con tintes espantables y fantasías
populares. Surgió en años posteriores la leyenda de que la Giralda, sostenida y
abrazada por las santas patronas Justa y Rufina, se salvó de caer desplomada.
De ahí, se dice, el representar iconográficamente a las santas con la torre en
medio. Pero el bibliotecario de la Colombina, Diego Alejandro Gálvez, se
encargó en su tiempo de resolver la falsedad de esta curiosa tradición
sevillana en su Disertación sobre si se pueda sostener de que Santa Justa y
Rufina defendieron la torre de la Santa Iglesia de Sevilla para que no cayese
en el gran terremoto de 5 de Abril de 1504, discurso leído el 21 de mayo de
1721 en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla.
Santas Justa
y Rufina,
óleo de Murillo 1666.
Museo de Bellas Artes de
Sevilla.
Esta leyenda es recogida por Peraza en su Historia
de Sevilla cuando dice: «¡O sacratísimas y bienaventuradas Vírgenes Justa y
Rufina, que a esta hora fuisteis vistas (según por testimonios de muchos se
mostró) tener ambas, una de una parte, y otra de otra, abrazadas la torre para
que no pudiera caer! Y hecha muy grande súplica, cesó aquella tempestad,
habiendo la torre tres veces amenazado caída».
Diego Alejandro Gálvez se ratifica en la
falsedad de esta leyenda. Las actas capitulares de aquellos días, que hablan de
procesiones y rogativas, nada dicen de un suceso tan singular. Además, la
representación iconográfica de las santas patronas con la Giralda en medio ya
se conocía en la catedral de Sevilla con anterioridad.
El analista Zúñiga, posterior a Peraza,
trata de salvar la leyenda aplicándola al terremoto de 1396. Cuenta cómo las
santas Justa y Rufina son titulares de la Iglesia de Sevilla y «especiales
abogadas del templo Catedral y de su torre: causa por que las pintan con ella
entre las dos imágenes; refiriéndose por tradición, que en una borrasca grande,
que entiendo fue la del año 1396, se oyeron voces en el ayre (articuladas de
demonios) que decían: derríbala, derríbala; y que respondían otros; no,
no podemos, que la guardan estas Justinilla y Rufinilla».
Bueno, así está el asunto. La leyenda, de
todos modos, es bonita y por qué quitarle su encanto. La leyenda dice que las
santas Justa y Rufina, patronas de la ciudad, se abrazaron a la torre de la
Giralda –aún no tenía el cuerpo airoso de campanas– y la protegieron del
terremoto.
Pero la realidad de aquel Viernes Santo
debió ser más prosaico. El Cura de los Palacios, testigo de estos sucesos, lo
cuenta en su Crónica de los Reyes Católicos. «El que esto escribió lo
vio así en la iglesia de los Palacios, y vido estremecer primeramente el
campanario y caer tierra de las paredes, y levanteme de confesar y asoméme a la
puerta del Perdón, que no estaba sino dos pasos de ella o tres, la qual está
debajo del campanario, y entonces vi como todo se estremecía, y comenzó de
sonar un muy gran ruido por el aire, y la techumbre de la iglesia hacia el
Monumento que estaba en el Altar mayor e vi como la iglesia se acostó mucho
toda a un cabo, e volvióse a enderezar, y la tierra se bulló mucho y se
estremeció...».
En Sevilla, cuenta el analista Zúñiga, el
día amaneció fresco, pero «a las nueve del día se levantó temporal tan
asombroso, que parecía quererse acabar el mundo: tal fue la fuerza de lluvias,
truenos, relámpagos, y desaforados vientos, que arrancaban los árboles, y
arrebataban como débiles fragmentos grandes pedazos de edificios. Tembló la
tierra con tal estremecimiento, que pareció no podía quedar edificio enhiesto,
porque a todos se miraba dar tales vayvenes, que a cada uno se rezelaba total
ruina; por lo que atónita la gente, y poseída de mortal turbación, clamaba al
Cielo, implorando el favor divino, y multiplicando votos y promesas; y hasta
los animales con temblorosos aullidos aumentaban la confusión y el asombro. El
río Guadalquivir semejaba las furias del Océano, chocando unas con otras a
pesar de las áncoras y amarras las embarcaciones, y amenazaba inundar la
Ciudad, con el repentino caso no prevenida de sus reparos: tempestad, huracán y
terremoto juntos, y por largo espacio, quando cada uno en menos tiempo suele
hacer grandes estragos, a lo qual las memorias añaden voces de demonios en el
ayre, y visiones en él horribles, que los mismos soplos del viento, y
apariencia horrible de las nubes suelen hacer creer: omítolo porque basta lo
imponderable de la borrasca y el terremoto, en que cinco veces por sí mismas,
al impulso del estremecimiento se tañeron todas las campanas de la Ciudad toda,
bastante ponderación de lo que balanceaba su terreno: la torre de la Santa
Iglesia pareció que se desplomaba, cayeron otras, arruinóse multitud de casas,
flaqueó la fortaleza de muchos templos, hundióse la techumbre del de San
Francisco, en el de San Pablo la mayor parte, y hasta el fortísimo edificio de
la Santa Iglesia se abrió por no pocas partes. Quedó la Ciudad tan poseída de
temor, que los Predicadores tomaron motivo para remediar culpas, y se hicieron
muchas rogativas y procesiones». Y concluye: «Siguiéronse aunque menores otros
terremotos en el verano, que continuaron el temor, y se añadió peste y hambre,
porque además fue el año muy estéril, y de malignos ayres».
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