Ya saben mis lectores antiguos la debilidad
que siento por esta santita sevillana. De ella tengo escritos dos libros y no
sé cuántos artículos. Por eso, cuando llega este día, 30 de enero, fecha de su
nacimiento, no puedo por menos que escribir algo de ella.
Pero este cariño no es solo mío. Todo el
mundo en Sevilla conoce su nombre, lo venera y lo respeta. Que le pregunten a
un sevillano quién es Sor Ángela de la Cruz, que así la seguimos llamando a
pesar de encontrarse ya en los altares.
–Sor Ángela de la Cruz es Sor Ángela de la
Cruz, y basta.
Que una voz forastera trate siquiera de
empañar su nombre, y verá.
Amigos, en lo tocante a Sor Ángela, en
Sevilla no existen montescos y capuletos, o séase, béticos y sevillistas, o si
me apuran, y con perdón, de la Esperanza Macarena o de la Esperanza de Triana.
Aquí todo el mundo en general es de Sor
Ángela de la Cruz.
Un día, «llegada a la edad competente»,
según he leído, es decir, cuando ya era una buena moza, su madre la colocó en
un taller de calzados sito en la calle del Huevo, a la sombra misma del Oratorio
de San Felipe Neri. Un enjambre de chavalas cosía y recosía las botas lustrosas
que luego lucían lo mejor de la ciudad, incluida canonjía y clerecía. Estaba
regido por doña Antonia Maldonado, mujer honesta y piadosa que no toleraba
murmuración ni chismes en su taller.
Ella misma, ya anciana, al ser atendida por
Hermanas de la Cruz que cariñosamente Sor Ángela le enviaba, contaba a éstas
las peripecias de su Madre Fundadora en aquellos años de oficiala de calzado.
Doña Antonia guarda muy presente, a pesar
de los años, los recuerdos de la mejor alumna que pasó por su taller. Es como
un mimo barajar los recuerdos de aquellos años felices. Y se deleita contándolos
a las Hermanas...
Por ejemplo, les cuenta cómo Angelita daba
todos los viernes su comida a los pobres y cómo, llegada la hora del mediodía,
se ponía de rodillas delante de sus compañeras y de doña Antonia Maldonado y
les pedía, por caridad, unos mendrugos de pan que añadir a su limosna.
Doña Antonia le reñía cariñosamente:
–Angelita, hija, yo te doy todo lo que
quieras, pero ¿por qué haces esto?
Pero ella repetía siempre la misma escena.
A fe que esto que cuento está ratificado
por el testimonio de doña Antonia Maldonado y sus compañeras de taller. Si nos
hallamos ante una vida sencillamente prodigiosa, no es extraño que de vez en
cuando asome la perla de un prodigio.
Ocurrió en el taller de doña Antonia.
Angelita, como arrobada, en puro éxtasis, está suspensa en el aire. Como todas
las tardes, doña Antonia dirige el rosario en la parte alta del taller. Se
suceden monótonamente las avemarías cuando una especie de grito exclamativo recorre
la habitación.
Todas las chicas miran a Angelita que, con
rostro sereno y sonriente, permanece estática elevada del suelo.
Doña Antonia, inteligente y discreta,
ordena a las chicas que bajen al despacho de abajo y prosigan su tarea.
Bajan en silencio.
Pasó el tiempo... Una hora más tarde bajó
Angelita.
Y ante las miradas ansiosas y sorprendidas
de sus compañeras, sólo supo decir con el máximo candor:
–¡Me dejaron ustedes dormida!
Esto del arrobamiento lo aprendió Angelita,
es un decir, de San Francisco de Asís. Ella misma contó años más tarde que por
aquel entonces asistió a una función de la Orden Tercera en la capillita de la
calle Cervantes. Del sermón del fraile, que habló del seráfico santo, sacó
Angelita la siguiente conclusión:
–Al oír que el santo parecía no posar los
pies en el suelo, sentí gran deseo de vivir desprendida de todo y pisar la
tierra sin pisarla.
Y se puso a cavilar de qué podía ella
desprenderse para acercarse a la vida ejemplar del santo. Encontró un pañolito
de talle, muy bonito, y se lo regaló a su hermana Dolores.
Podéis imaginar que la madre de Angelita
reciba todos estos hechos prodigiosos de su hija con no poca satisfacción. Se
le podría aplicar lo que los Evangelios cuentan de la Virgen María: «Su madre
conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello».
Pero hay una cosa que la madre de Angelita
no pudo guardar en su interior. Y es una exclamación de sensatez frente a las
cosas de su hija.
A Angelita le daba por las penitencias.
Cuando notaba que en las comidas algo le apetecía especialmente por lo delicado
y sabroso, le echaba de hurtadillas un poquito de ceniza para restarle sabor.
Y su madre, que ponía sumo esmero en
condimentar la comida, la sorprendió un buen día. Su reacción fue inmediata, y
lógica:
–Angelita: tú haces todas las penitencias
que quieras; pero no me estropees con porquerías la comida.
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