Hoy, 24 de enero, es la festividad de san
Francisco de Sales. Si nos preguntamos por qué ha sido escogido como patrono de
los periodistas, habremos de contestar: porque distribuía casa por casa y
colaba bajo las puertas hojillas impresas en sus controversias con los
protestantes calvinistas. Inventó lo que se llama la hoja parroquial, al poner
en la camilla de todas las casas un resumen escrito de sus sermones cotidianos
que la familia leía a la luz de la lumbre. Sabía muy bien que muchas de sus
hojillas irían a parar al fuego y que la mayoría caería en manos de gente que
no sabía leer; pero no se arredraba. Se dirigía a Dios y le decía con fervor:
«Dios mío, bendecid mi semilla». Y observaba, en un mundo hostil impregnado de
calvinismo, cómo de vez en cuando alguien, a su paso, inclinaba la cabeza.
Tiene Francisco de Sales, el que fuera
obispo de Ginebra en el exilio, la talla humana de aquellos que se adelantan a
su tiempo, y en esto hemos de alegrarnos los periodistas. Tenemos un santo
patrono que no se ha hecho viejo, su pensamiento reflejado en sus escritos
sigue aún palpitante y conserva toda su vigencia en el convulsionado mundo de
nuestros días. Si quisiéramos nos podría ser de utilidad el seguir sus buenos
consejos, su inspiración, o incluso su devoción. «Intercede por nosotros, santo
patrono», podría ser un modelo de jaculatoria. Pero me temo que el gremio
periodístico en su conjunto no está por la labor. Y eso le pierde. San
Francisco de Sales fue un hombre excepcional, y sería bueno que los periodistas
supieran de sus andanzas.
Obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia, san
Francisco de Sales nació en 1567 en el castillo solariego de la familia de
Sales, en la Alta Saboya. Realizó sus estudios en Annecy (no lejos de Ginebra,
y a 110 kilómetros de Lyon donde se halla enterrado), en París y en la
Universidad de Padua. Espíritu abierto, acogió con serenidad positiva todas las
novedades de su tiempo. Valgan estos ejemplos: sostuvo las tesis de Galileo,
dio su cuerpo a la medicina, propuso una espiritualidad en medio del mundo,
mantuvo correspondencia cordial con muchos hombres y mujeres a los que abrió los
caminos de una vida cristiana optimista y amable. Fue un sacerdote y obispo
postconciliar, con todas las connotaciones que esta palabra ha adquirido en
nuestro tiempo: nacido cuatro años después de la clausura del concilio de
Trento (1563), se esforzó con firme dulzura en aplicar sus enseñanzas en sus
visitas a las parroquias de Saboya y lograr, con sus predicaciones y sus
escritos, una auténtica renovación religiosa.
Juan Pablo II lo describió muy bien cuando,
en octubre de 1986, en su visita a Francia, veneró los restos del santo, y
expresó:
–Entre los santos que han llevado el
mensaje evangélico a sus contemporáneos de tantas maneras, Francisco forma
parte de los que supieron encontrar un lenguaje adaptado. Diríamos hoy que es
un hombre de comunicación. En sus cartas y en sus libros llama la atención por
su estilo, en el que resplandece su experiencia espiritual, al mismo tiempo que
su profundo conocimiento de los hombres. Patrono de los periodistas, ojalá les
inspire en su trabajo para un conocimiento lúcido de aquéllos a los que se
dirigen, con un respeto fraternal por aquéllos que comparten la verdad.
Era un hombre de carácter, como lo fue su
padre, el señor de Boisy, que con cierto dejo de ironía solía decir: «¿Cómo voy
a creer en una religión que tiene doce años menos que yo?», refiriéndose
naturalmente al calvinismo. Pero Francisco de Sales es también el hombre de la
dulzura y de la fina sensibilidad. Ha pasado a la historia como el santo de la
dulzura, del humanismo devoto y de la dirección espiritual. Descubrió la
espiritualidad laical –vivir en el mundo y ser un cristiano devoto– que no se
plasmaría hasta nuestros días en el Concilio Vaticano II. Y en la dirección
espiritual, sostuvo imperiosamente la libertad de conciencia. Díganme ustedes,
ante ciertas espiritualidades de hoy día, si esto no es actual. Ved esta regla
de oro de la espiritualidad salesiana: «Si os ocurre el dejar de cumplir algo
de lo que os mando, no tengáis escrúpulos, porque la regla general de vuestra
obediencia es ésta, escrita con letras capitales: HAY QUE HACERLO TODO POR AMOR
Y NADA POR LA FUERZA». A su amigo Rolland le amonestó una vez, en el mismo
sentido: «Mi querido amigo Rolland, hacemos lo que debemos como podemos; no nos
debemos preocupar de lo demás». A mí me suenan estas palabras como pan tierno
recién salido del horno. Su lema era: «Ni más ni menos». Un hombre práctico,
asentado en la tierra, con sentido común.
Su oratoria –porque predicó mucho, y vaya
esto para los predicadores– estaba adornada de un fino humor y de un lenguaje
sencillo y familiar. Huía de la erudición y de los gestos ampulosos. En 1604,
el joven obispo de Bourg le pidió consejo de cómo había que predicar. Y
Francisco de Sales le confeccionó un directorio del predicador que, como buen
periodista que era, lo resumió en las preguntas claves que todo reportero se
hace: qué, quién, cómo, cuándo... Y le respondió al obispo desarrollando estas
preguntas: «¿Quién debe predicar? ¿para qué? ¿qué se debe predicar? ¿cómo se
predica?».
Huyó de la tentación cortesana y palaciega
del París del siglo XVII, cuando el rey le propuso pasar a esa diócesis.
Prefirió quedarse en la suya, entregado pastoralmente a su pueblo, viviendo en
una casa pequeña y sencilla, vistiendo sotana de sarga morada con un atuendo
pobre pero limpio. «Me disgusta –decía, en rasgo de honradez– no ser pobre; con
frecuencia he deseado serlo, y sin embargo nunca he podido conseguir este deseo
ya que nunca me ha faltado de nada». Y solía decir: «El dinero es como una
escalera: si la lleváis sobre los hombros, os aplasta; si la ponéis a vuestros
pies, os eleva».
Fundador de las Hijas de la Visitación, las
Salesas, se encontró en París con otro fundador, san Vicente de Paúl, el de las
Hijas de la Caridad. Y surgió la amistad entre ambos. Los dos santos «se
entendieron fácilmente sobre dos puntos fundamentales: Dios lo es todo y en el
mundo hay muchos pobres». Y Vicente de Paúl pronunció de Francisco de Sales
este bonito elogio: «¡Dios mío, si es tan bueno el obispo de Ginebra, cuán
bueno debes ser Tú!».
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