miércoles, 24 de enero de 2018

San Francisco de Sales, patrono de los periodistas

Hoy, 24 de enero, es la festividad de san Francisco de Sales. Si nos preguntamos por qué ha sido escogido como patrono de los periodistas, habremos de contestar: porque distribuía casa por casa y colaba bajo las puertas hojillas impresas en sus controversias con los protestantes calvinistas. Inventó lo que se llama la hoja parroquial, al poner en la camilla de todas las casas un resumen escrito de sus sermones cotidianos que la familia leía a la luz de la lumbre. Sabía muy bien que muchas de sus hojillas irían a parar al fuego y que la mayoría caería en manos de gente que no sabía leer; pero no se arredraba. Se dirigía a Dios y le decía con fervor: «Dios mío, bendecid mi semilla». Y observaba, en un mundo hostil impregnado de calvinismo, cómo de vez en cuando alguien, a su paso, inclinaba la cabeza.


Tiene Francisco de Sales, el que fuera obispo de Ginebra en el exilio, la talla humana de aquellos que se adelantan a su tiempo, y en esto hemos de alegrarnos los periodistas. Tenemos un santo patrono que no se ha hecho viejo, su pensamiento reflejado en sus escritos sigue aún palpitante y conserva toda su vigencia en el convulsionado mundo de nuestros días. Si quisiéramos nos podría ser de utilidad el seguir sus buenos consejos, su inspiración, o incluso su devoción. «Intercede por nosotros, santo patrono», podría ser un modelo de jaculatoria. Pero me temo que el gremio periodístico en su conjunto no está por la labor. Y eso le pierde. San Francisco de Sales fue un hombre excepcional, y sería bueno que los periodistas supieran de sus andanzas.
Obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia, san Francisco de Sales nació en 1567 en el castillo solariego de la familia de Sales, en la Alta Saboya. Realizó sus estudios en Annecy (no lejos de Ginebra, y a 110 kilómetros de Lyon donde se halla enterrado), en París y en la Universidad de Padua. Espíritu abierto, acogió con serenidad positiva todas las novedades de su tiempo. Valgan estos ejemplos: sostuvo las tesis de Galileo, dio su cuerpo a la medicina, propuso una espiritualidad en medio del mundo, mantuvo correspondencia cordial con muchos hombres y mujeres a los que abrió los caminos de una vida cristiana optimista y amable. Fue un sacerdote y obispo postconciliar, con todas las connotaciones que esta palabra ha adquirido en nuestro tiempo: nacido cuatro años después de la clausura del concilio de Trento (1563), se esforzó con firme dulzura en aplicar sus enseñanzas en sus visitas a las parroquias de Saboya y lograr, con sus predicaciones y sus escritos, una auténtica renovación religiosa.
Juan Pablo II lo describió muy bien cuando, en octubre de 1986, en su visita a Francia, veneró los restos del santo, y expresó:
–Entre los santos que han llevado el mensaje evangélico a sus contemporáneos de tantas maneras, Francisco forma parte de los que supieron encontrar un lenguaje adaptado. Diríamos hoy que es un hombre de comunicación. En sus cartas y en sus libros llama la atención por su estilo, en el que resplandece su experiencia espiritual, al mismo tiempo que su profundo conocimiento de los hombres. Patrono de los periodistas, ojalá les inspire en su trabajo para un conocimiento lúcido de aquéllos a los que se dirigen, con un respeto fraternal por aquéllos que comparten la verdad.
Era un hombre de carácter, como lo fue su padre, el señor de Boisy, que con cierto dejo de ironía solía decir: «¿Cómo voy a creer en una religión que tiene doce años menos que yo?», refiriéndose naturalmente al calvinismo. Pero Francisco de Sales es también el hombre de la dulzura y de la fina sensibilidad. Ha pasado a la historia como el santo de la dulzura, del humanismo devoto y de la dirección espiritual. Descubrió la espiritualidad laical –vivir en el mundo y ser un cristiano devoto– que no se plasmaría hasta nuestros días en el Concilio Vaticano II. Y en la dirección espiritual, sostuvo imperiosamente la libertad de conciencia. Díganme ustedes, ante ciertas espiritualidades de hoy día, si esto no es actual. Ved esta regla de oro de la espiritualidad salesiana: «Si os ocurre el dejar de cumplir algo de lo que os mando, no tengáis escrúpulos, porque la regla general de vuestra obediencia es ésta, escrita con letras capitales: HAY QUE HACERLO TODO POR AMOR Y NADA POR LA FUERZA». A su amigo Rolland le amonestó una vez, en el mismo sentido: «Mi querido amigo Rolland, hacemos lo que debemos como podemos; no nos debemos preocupar de lo demás». A mí me suenan estas palabras como pan tierno recién salido del horno. Su lema era: «Ni más ni menos». Un hombre práctico, asentado en la tierra, con sentido común.
Su oratoria –porque predicó mucho, y vaya esto para los predicadores– estaba adornada de un fino humor y de un lenguaje sencillo y familiar. Huía de la erudición y de los gestos ampulosos. En 1604, el joven obispo de Bourg le pidió consejo de cómo había que predicar. Y Francisco de Sales le confeccionó un directorio del predicador que, como buen periodista que era, lo resumió en las preguntas claves que todo reportero se hace: qué, quién, cómo, cuándo... Y le respondió al obispo desarrollando estas preguntas: «¿Quién debe predicar? ¿para qué? ¿qué se debe predicar? ¿cómo se predica?».
Huyó de la tentación cortesana y palaciega del París del siglo XVII, cuando el rey le propuso pasar a esa diócesis. Prefirió quedarse en la suya, entregado pastoralmente a su pueblo, viviendo en una casa pequeña y sencilla, vistiendo sotana de sarga morada con un atuendo pobre pero limpio. «Me disgusta –decía, en rasgo de honradez– no ser pobre; con frecuencia he deseado serlo, y sin embargo nunca he podido conseguir este deseo ya que nunca me ha faltado de nada». Y solía decir: «El dinero es como una escalera: si la lleváis sobre los hombros, os aplasta; si la ponéis a vuestros pies, os eleva».
Fundador de las Hijas de la Visitación, las Salesas, se encontró en París con otro fundador, san Vicente de Paúl, el de las Hijas de la Caridad. Y surgió la amistad entre ambos. Los dos santos «se entendieron fácilmente sobre dos puntos fundamentales: Dios lo es todo y en el mundo hay muchos pobres». Y Vicente de Paúl pronunció de Francisco de Sales este bonito elogio: «¡Dios mío, si es tan bueno el obispo de Ginebra, cuán bueno debes ser Tú!».

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