En aquel cuerpo tan flaco, ascético y
sencillo, ocultaba el buen arzobispo don Marcelo Spínola una madera recia de
santo. Luis Montoto, contemporáneo suyo y que trabajó en el palacio arzobispal
de Sevilla, conociendo hasta los tosidos del clero, lo retrató así:
–Algo había en su gesto y en su figura que
delataba al noble de raza... Señoril gravedad, distinción exquisita. ¿Quién
puede olvidar el perfil elegante de aquel anciano de aniñado rostro y dulce
mirada? A los que sepan leer en las fisonomías, aquellos ojos francos y
efusivos, aquella frente despejada y aquel perfil de asceta, dirán más de
cuanto se puede escribir... ¡Qué alma tan fina debió animar su cuerpo de tan
delicados trazos! De él se ha escrito «era hombre ante el cual no tenía
puesto la indiferencia: había que amarle o adorarle»... Era la amabilidad, la
atención, la benevolencia, la cortés ayuda lo que se cifraba en su actitud...
Apenas se comprende cómo alentaba en cuerpo tan endeble un corazón tan esforzado.
Siendo obispo auxiliar de Sevilla hubo de
padecer la chochera de su arzobispo el cardenal Lluch, que tenía algo
reblandecido el cerebro, y los malos modos de su secretario particular, un tal
Bernabé, que trajo de Barcelona y acabó de canónigo de Sevilla, no precisamente
por sus méritos ni buenos modales. Yo digo que aquí se muestra la madera de
santo, en saber aguantar estoicamente con humildad y en silencio, los muchos
agravios que le llegaron de la cúpula arzobispal.
Tachado de carlista por su mismo arzobispo
Lluch, que era liberal, hubo de soportar este sambenito durante toda su vida.
Hasta hubo de escribir una vez una carta a la reina regente donde exclamó aquello
de que «el arzobispo de Sevilla, Señora, no es hombre de partido; es sólo un
prelado de la Iglesia católica».
En 1905 Sevilla sufre una terrible sequía.
En agosto la situación es desesperante. Don Marcelo reúne una junta en su
palacio para que ingenie la recogida de dinero y organice cocinas económicas
que palíen el hambre de la gente. No contento con ello, sale a la calle, y
puerta a puerta, como un mendigo, pide limosnas para los pobres. Ese mismo
año, 11 de diciembre, Pío X le creó cardenal. ¡Al fin, después de vencidos los
mil obstáculos de la política reinante! A los pocos días llegó a Sevilla el
legado pontificio que le impuso el solideo. El 31 de diciembre, en Madrid, el
rey le colocó la birreta. Don Marcelo, flaco y decaído, sufre de este vaivén de
ir y venir en tren a Madrid. El 12 de enero debe volver a la corte: se casa la
hermana del rey, infanta María Teresa, y resultaría feo que el nuevo cardenal
de Sevilla no estuviera presente. Que no se le pueda achacar una vez más de
carlista. De vuelta a Sevilla el 13 de enero, don Marcelo acude al santuario de
la Virgen de Regla en Chipiona para la bendición de la nueva iglesia. No se le
puede convencer de que permanezca en Sevilla. A la vuelta de Chipiona se echó
a morir. Falleció el 19 de enero de 1906, rodeado de los suyos y con el clamor
en los labios de los sevillanos de que había muerto un prelado santo.
Las Esclavas Concepcionistas, congregación
fundada por don Marcelo, no sólo celebran este día de su fundador sino toda
esta semana, que para ellas, sus hijas, es la «Semana de don Marcelo». Y tienen
razón por la feliz coincidencia de estas fechas significativas: 14 de enero de
1835, nacimiento en San Fernando (Cádiz); 15 de enero del mismo año, su
bautismo; 16 de enero (san Marcelo), su onomástica, y 19 de enero de 1906, como
hemos visto, su muerte santa. A estas fechas han añadido otra: 29 de marzo
(1987), día en que el papa Juan Pablo II lo beatificó elevándolo a la gloria de
los altares. El único cardenal del siglo XX –¡ya es mérito!– que logró tan
bienaventurado puesto. Sus restos mortales se hallan en la capilla de los
Dolores de la catedral hispalense.
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