Cuando
se hallaba cercano a la muerte, se cuenta de un caballero que preguntó a
Fernando III qué estatua y sepulcro quería que le pusieran después de su
muerte. El monarca respondió:
—Si
mis obras son buenas, ellas serán mi mejor sepulcro y estatua.
Murió
de hidropesía, según cuenta una crónica tardía. Refiere el Tudense que «el
católico y muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad y aquejado con
enfermedad de hidropesía, que había por el trabajo de las batallas, que
siempre hiciera... ».
Contaba
cincuenta años, no muy viejo todavía, pero su cuerpo se hallaba metido en una
piel fatigada y dolorida por duros años de contiendas. Llevaba reinando treinta
y cinco años en Castilla, veintidós en León, y había pasado casi treinta años
en campaña.
Aún
creía tener energías para continuar la lucha. Y prepara una expedición contra
el norte de África. Pero se siente morir. Presintió «que era cumplido el tiempo
de su vida y era llegada la hora en que había de finar».
En
el Alcázar de Sevilla, sus nobles y aguerridos caballeros deambulaban
expectantes; junto al lecho, su segunda esposa, doña Juana de Ponthieu, y los
hijos presentes en Sevilla le acompañaban en el postrer momento. De los hijos
de doña Beatriz de Suabia se encontraban: Alfonso, heredero de la corona;
Fadrique, en no buenas componendas con su hermano mayor que le haría matar;
Felipe, arzobispo electo de Sevilla, enamoradizo e inquieto aventurero; y
Enrique el Senador. Ausentes: Sancho, arzobispo electo de Toledo; Berenguela,
monja en Las Huelgas; y tal vez el pequeño Manuel. Los tres hijos de doña Juana
de Ponthieu estaban junto a su madre: Fernando, Leonor y Luis.
Fernando
III pidió el viático, que le llevó en solemne procesión su confesor don
Remondo, obispo de Segovia. Y cuando oyó el sonido de la campanilla, «hizo una
muy maravillosa cosa de gran humildad»: bajó del lecho, se postró rodillas en
tierra, y se echó una soga al cuello. Antes de recibir la comunión, pidió la
cruz y la besó repetidas veces. Hizo protestación de fe y recibió el viático de
manos de don Remondo.
Después,
pidió que le quitasen «los paños reales que vestía», que se había puesto para
recibir con dignidad a Jesús sacramentado, y, ya en el lecho, llamó a su mujer,
la reina doña Juana, y a sus hijos presentes, los bendijo, hizo pública
protestación de fe, tomó en sus manos una candela bendita «que todo cristiano
debe tener en la mano a su finamiento», y, con sereno espíritu, murió, mientras
todos los presentes entonaban el tedéum. Era la medianoche del jueves 30 de
mayo de 1252.
La
Crónica general exclama al llegar este momento: «¿Quién podría decir ni
contar la maravilla de los grandes llantos que por este santo, noble y
bienaventurado Rey D. Fernando, fueron hechos por Sevilla... y por todos los
reinos de Castilla y de León?».
A
partir de su muerte, Fernando III pertenece a Sevilla. Atrás quedan Castilla y
León, sus raíces originarias; su cuerpo es enterrado donde él quiso morir, en
Sevilla, la ciudad mora añorada, la conquista que más le costó y más amó. En
ella vivió sus últimos años, y en ella murió. Para siempre en Sevilla.
Su
sepulcro, premiado con indulgencias papales, fue muy frecuentado desde el
primer momento. Y el rey Fernando es honrado por los sevillanos con los
honores de héroe y la veneración de santo. Para Sevilla es ya Fernando III el
Santo. Cuando siglos después, Roma lo eleve a los altares, les resultará
difícil a los sevillanos llamarlo san Fernando.
Es
lo mismo, dice lo mismo, pero Sevilla desde siempre se había habituado a
venerarlo como Fernando III el Santo. Otros reyes han recibido apelativos como
noble, fuerte, magno o conquistador. Todo esto lo fue el monarca castellano,
pero Sevilla le apodó «el Santo». Y así ha pasado a la Historia.
Los
pintores y escultores sevillanos iconografían su figura «con manto real bordado
de castillos y leones, en la diestra la espada, y en la siniestra el mundo, con
bizarra y venerable aptitud, grave y soberano semblante» (Zúñiga).
En
la derecha, la espada. La espada de San Fernando, que todos los años, en
solemne ceremonia, pasea la Ciudad por las naves del templo catedralicio el día
de san Clemente. La espada era el arma noble por excelencia en aquella época.
Sobre ella se prestaba juramento y por ella los nobles eran armados caballeros.
En su pomo, muchos introducían reliquias de santos y de ahí la costumbre de
besarla antes de la batalla. La espada simbolizaba la virtud de la justicia y
de la nobleza. Algunas han pasado a la historia en aura de leyenda junto a los
célebres guerreros que la poseyeron: la Tizona y la Colada del
Cid Campeador, la Yoyeuse de Carlomagno, la Scalebor del rey
Arturo, la Durindana de Roldán... Sevilla guarda también en su catedral
la espada legendaria de Fernando III.
Y
en la otra mano, el mundo. El mundo desde Sevilla, sostenido, poseído y
contemplado desde esta bendita tierra. Una Sevilla que con san Fernando se abre
a la modernidad y se prepara en el subconsciente acontecer de aquellos tiempos
para la conquista del Nuevo Mundo. Se dice que con sus huestes llegó Fernando
III hasta las costas de Cádiz y contempló el mar océano, desconocido, infinito,
mientras las olas mansas de la playa acariciaban con su baba lechosa las patas
de su caballo. ¿Qué pensó Fernando? ¿Sospechaba acaso lo que su vida había de
significar al dejarse prendar para siempre por la ciudad que más empeño le
costó conquistar? América estaba detrás de página de la conquista de Sevilla
por el rey Fernando. Él no lo sabía. Ni lo sospechaba. Se supo siglos después.
Por eso los artistas sevillanos le colocaron la bola del mundo, sostenida con
brazo potente.
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