jueves, 29 de mayo de 2014

La muerte de Fernando III el Santo

Cuando se hallaba cercano a la muerte, se cuenta de un caballero que preguntó a Fernando III qué estatua y sepulcro quería que le pusieran después de su muerte. El monarca respondió:
—Si mis obras son buenas, ellas serán mi mejor sepulcro y estatua.
Murió de hidropesía, según cuenta una crónica tardía. Refiere el Tudense que «el católico y muy piadoso Fernando era viejo, de larga edad y aquejado con enfermedad de hidro­pesía, que había por el trabajo de las batallas, que siempre hiciera... ».


Contaba cincuenta años, no muy viejo todavía, pero su cuerpo se hallaba metido en una piel fatigada y dolorida por duros años de contiendas. Llevaba reinando treinta y cinco años en Castilla, veintidós en León, y había pasado casi treinta años en campaña.
Aún creía tener energías para continuar la lucha. Y prepara una expedición contra el norte de África. Pero se siente morir. Presintió «que era cumplido el tiempo de su vida y era llegada la hora en que había de finar».
En el Alcázar de Sevilla, sus nobles y aguerridos caballeros deambulaban expectantes; junto al lecho, su segunda esposa, doña Juana de Ponthieu, y los hijos presentes en Sevilla le acompañaban en el postrer momento. De los hijos de doña Beatriz de Suabia se encontraban: Alfonso, heredero de la corona; Fadrique, en no buenas componendas con su hermano mayor que le haría matar; Felipe, arzobispo electo de Sevilla, enamoradizo e inquieto aventurero; y Enrique el Senador. Ausentes: Sancho, arzobispo electo de Toledo; Berenguela, monja en Las Huelgas; y tal vez el pequeño Manuel. Los tres hijos de doña Juana de Ponthieu estaban junto a su madre: Fernando, Leonor y Luis.
Fernando III pidió el viático, que le llevó en solemne procesión su confesor don Remondo, obispo de Segovia. Y cuando oyó el sonido de la campanilla, «hizo una muy maravillosa cosa de gran humildad»: bajó del lecho, se postró rodillas en tierra, y se echó una soga al cuello. Antes de recibir la comunión, pidió la cruz y la besó repetidas veces. Hizo protestación de fe y recibió el viático de manos de don Remondo.
Después, pidió que le quitasen «los paños reales que vestía», que se había puesto para recibir con dignidad a Jesús sacramentado, y, ya en el lecho, llamó a su mujer, la reina doña Juana, y a sus hijos presentes, los bendijo, hizo pública protesta­ción de fe, tomó en sus manos una candela bendita «que todo cris­tiano debe tener en la mano a su finamiento», y, con sereno espíritu, murió, mientras todos los presentes entonaban el tedéum. Era la medianoche del jueves 30 de mayo de 1252.
La Crónica general exclama al llegar este momento: «¿Quién podría decir ni contar la maravilla de los grandes llantos que por este santo, noble y bienaventurado Rey D. Fernando, fueron hechos por Sevilla... y por todos los rei­nos de Castilla y de León?».
A partir de su muerte, Fernando III pertenece a Sevilla. Atrás quedan Castilla y León, sus raíces originarias; su cuerpo es enterrado donde él quiso morir, en Sevilla, la ciudad mora añorada, la conquista que más le costó y más amó. En ella vivió sus últimos años, y en ella murió. Para siempre en Sevilla.
Su sepulcro, premiado con indulgencias papales, fue muy frecuentado desde el primer momento. Y el rey Fernando es hon­rado por los sevillanos con los honores de héroe y la veneración de santo. Para Sevilla es ya Fernando III el Santo. Cuando siglos después, Roma lo eleve a los altares, les resultará difícil a los sevillanos llamarlo san Fernando.
Es lo mismo, dice lo mismo, pero Sevilla desde siempre se había habituado a venerarlo como Fernando III el Santo. Otros reyes han recibido apelativos como noble, fuerte, magno o conquistador. Todo esto lo fue el monarca castellano, pero Sevilla le apodó «el Santo». Y así ha pasado a la Historia.
Los pintores y escultores sevillanos iconografían su figura «con manto real bordado de castillos y leones, en la diestra la espada, y en la siniestra el mundo, con bizarra y venerable aptitud, grave y soberano semblante» (Zúñiga).
En la derecha, la espada. La espada de San Fernando, que todos los años, en solemne ceremonia, pasea la Ciudad por las naves del templo catedralicio el día de san Clemente. La espada era el arma noble por excelencia en aquella época. Sobre ella se prestaba juramento y por ella los nobles eran armados caballeros. En su pomo, muchos introducían reliquias de santos y de ahí la costumbre de besarla antes de la batalla. La espada simbolizaba la virtud de la justicia y de la nobleza. Algunas han pasado a la historia en aura de leyenda junto a los célebres guerreros que la poseyeron: la Tizona y la Colada del Cid Campeador, la Yoyeuse de Carlomagno, la Scalebor del rey Arturo, la Durindana de Roldán... Sevilla guarda también en su catedral la espada legendaria de Fernando III.
Y en la otra mano, el mundo. El mundo desde Sevilla, sostenido, poseído y contemplado desde esta bendita tierra. Una Sevilla que con san Fernando se abre a la modernidad y se prepara en el subconsciente acontecer de aquellos tiempos para la conquista del Nuevo Mundo. Se dice que con sus huestes llegó Fernando III hasta las costas de Cádiz y contempló el mar océano, desconocido, infinito, mientras las olas mansas de la playa acariciaban con su baba lechosa las patas de su caballo. ¿Qué pensó Fernando? ¿Sospechaba acaso lo que su vida había de significar al dejarse prendar para siempre por la ciudad que más empeño le costó conquistar? América estaba detrás de página de la conquista de Sevilla por el rey Fernando. Él no lo sabía. Ni lo sospechaba. Se supo siglos después. Por eso los artistas sevillanos le colocaron la bola del mundo, sostenida con brazo potente.

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