Ha
transcurrido ya más de un mes de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo
II. Me gustaría, una vez pasado el eco de este acontecimiento vaticano,
perfilar algunas curiosidades del papa que fue apellidado “El Bueno” a los 51 años de su muerte, que se cumple mañana.
Juan
XXIII sucedió a Pío XII en octubre de 1958, y a todo el mundo sorprendió que
fuera elegido a una edad tan avanzada (77 años) y que, a diferencia de su
predecesor, mostrara un aspecto campesino, rechoncho y regordete, bien lejos
del perfil de papa a que estábamos habituado con Pío XII, hierático, alto y
sumamente delgado, como «pintado por el Greco», según descripción de la prensa
francesa cuando apareció por París en junio de 1937 como delegado apostólico para
la solemne bendición de la basílica que se había levantado en Lisieux en honor
de santa Teresita del Niño Jesús.
Juan
XXIII era todo lo contrario. Ni “manos de huesos largos y huesudos” ni “sotana
de corte impecable que parecía danzarle rítmicamente alrededor a cada
movimiento”, como describiera a Pío XII Harold Tittmann, diplomático
norteamericano, refugiado en el Vaticano durante la segunda guerra mundial.
Pues
ahí está ya, en los altares, con el apelativo de “El Bueno”, aunque no tenía la
nobleza de cuna de Pío XII ni la altura intelectual de su sucesor Pablo VI.
Al
día siguiente de su elección al papado, recibió a unos 300 periodistas en la
sala del Consistorio. Y en un francés más bien execrable, que aprendió siendo
nuncio en París, les dijo:
–Sabéis
verdaderamente muchas cosas… yo leo los periódicos. Sí,… vosotros asumís
grandes responsabilidades… Así, habéis desvelado los secretos del cónclave.
¡Heu!… Ello es muy interesante. Enteramente falso por otra parte… Habéis
escrito también que yo soy un papa de transición. No sé muy bien lo que queréis
decir con esto… En fin… Es posible…
Y
fue posible. Duró de papa cuatro años y medio. Pero con el inaudito valor de
anunciar y poner en marcha el concilio Vaticano II. Vendrá después un cardenal
a decir:
–Hará
falta cuarenta años para remedir los daños causados en cuatro años.
Quería
abrir las ventanas de la Iglesia al mundo, fue esta una expresión suya. Pero si
se repasan las fotografías de entonces, no llegó a cambiar la parafernalia y la
pompa vaticana, que parecían entonces normales. Por ejemplo: la silla
gestatoria, los flabelos, la tiara… cosas que se irán suprimiendo con el
tiempo.
Juan
XXIII llamó al director de L’Osservatore
Romano, el conde Dalla Torre.
–¿Qué querrá de mí el nuevo papa? ¿Me irá
a destituir? –pensaba al acudir a una audiencia que hacía más de catorce años
que, siendo director, no había tenido con el anterior.
No,
Juan XXIII lo confirmó en el cargo. Pero le dijo:
–Suprima
en el periódico todos los superlativos. Nada de “altísimo”, “inspirado”,
“iluminado”. Diga simplemente: “El papa ha dicho esto, el papa ha hecho lo
otro”.
Siendo
nuncio en París, el presidente de la Asamblea francesa, Édouard Herrior, jefe
del Partido Radical-Socialista, le manifestaba una gran frialdad. Un día le
dijo Roncalli:
–¡Bah!…
No nos oponemos más que en las opiniones políticas. ¿No cree, como yo, que es
bien poca cosa?
Y
desde entonces se creó una amistad sorprendente.
Recuerdo
cuando murió. Preparaba yo los exámenes finales de primero de Teología en la
Universidad de Comillas, y a cada hora ponía la radio para oír las noticias
inquietantes que llegaban del Vaticano. Todo el mundo vivía expectante ante la
inminencia de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963. En sus funerales, hubo
un hecho sin precedente, además del clamor popular que había despertado este
sencillo papa que desbordó los límites de la Urbe romana para extenderse por el
ancho mundo. Las organizaciones sindicales socialistas y comunistas de Italia
ordenaron de común acuerdo a sus afiliados suspender el trabajo durante diez
minutos a la hora del entierro, en señal de pésame. Esta instrucción fue
seguida en todo el territorio italiano. Caso sorprendente en un papa que lanzó
dos admirables encíclicas: Mater et
Magistra y Pacem in terris.
Comía
con comensales, dos o tres, cosa que no hacía su predecesor. Pío XII era más
solitario, comía solo y aprovechaba para oír las noticias de la radio. Juan
XXIII se excusaba, diciendo:
–He
leído con atención el Evangelio y no hay ninguna regla que exija que el papa
coma en soledad.
Después
se ha hecho normal, especialmente con Juan Pablo II y no digamos con el papa
Francisco.
Y
una última anécdota. Está anunciada en el Vaticano la visita de Jacqueline
Kennedy. El papa pregunta a su maestro de ceremonias cómo debe tratarla:
–Señora
presidenta o señora simplemente –respondió.
Juan
XXIII agradeció el consejo de su maestro de ceremonias, pero cuando llegó la
señora del presidente de los Estados Unidos, la sonrió y le dijo
espontáneamente:
–¡Ah!
¡Jacqueline!...
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