lunes, 2 de junio de 2014

San Juan XXIII

Ha transcurrido ya más de un mes de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II. Me gustaría, una vez pasado el eco de este acontecimiento vaticano, perfilar algunas curiosidades del papa que fue apellidado “El Bueno” a los 51 años de su muerte, que se cumple mañana.


Juan XXIII sucedió a Pío XII en octubre de 1958, y a todo el mundo sorprendió que fuera elegido a una edad tan avanzada (77 años) y que, a diferencia de su predecesor, mostrara un aspecto campesino, rechoncho y regordete, bien lejos del perfil de papa a que estábamos habituado con Pío XII, hierático, alto y sumamente delgado, como «pintado por el Greco», según descripción de la prensa francesa cuando apareció por París en junio de 1937 como delegado apostólico para la solemne bendición de la basílica que se había levantado en Lisieux en honor de santa Teresita del Niño Jesús.
Juan XXIII era todo lo contrario. Ni “manos de huesos largos y huesudos” ni “sotana de corte impecable que parecía danzarle rítmicamente alrededor a cada movimiento”, como describiera a Pío XII Harold Tittmann, diplomático norteamericano, refugiado en el Vaticano durante la segunda guerra mundial.
Pues ahí está ya, en los altares, con el apelativo de “El Bueno”, aunque no tenía la nobleza de cuna de Pío XII ni la altura intelectual de su sucesor Pablo VI.
Al día siguiente de su elección al papado, recibió a unos 300 periodistas en la sala del Consistorio. Y en un francés más bien execrable, que aprendió siendo nuncio en París, les dijo:
–Sabéis verdaderamente muchas cosas… yo leo los periódicos. Sí,… vosotros asumís grandes responsabilidades… Así, habéis desvelado los secretos del cónclave. ¡Heu!… Ello es muy interesante. Enteramente falso por otra parte… Habéis escrito también que yo soy un papa de transición. No sé muy bien lo que queréis decir con esto… En fin… Es posible…
Y fue posible. Duró de papa cuatro años y medio. Pero con el inaudito valor de anunciar y poner en marcha el concilio Vaticano II. Vendrá después un cardenal a decir:
–Hará falta cuarenta años para remedir los daños causados en cuatro años.
Quería abrir las ventanas de la Iglesia al mundo, fue esta una expresión suya. Pero si se repasan las fotografías de entonces, no llegó a cambiar la parafernalia y la pompa vaticana, que parecían entonces normales. Por ejemplo: la silla gestatoria, los flabelos, la tiara… cosas que se irán suprimiendo con el tiempo.
Juan XXIII llamó al director de L’Osservatore Romano, el conde Dalla Torre.
¿Qué querrá de mí el nuevo papa? ¿Me irá a destituir? –pensaba al acudir a una audiencia que hacía más de catorce años que, siendo director, no había tenido con el anterior.
No, Juan XXIII lo confirmó en el cargo. Pero le dijo:
–Suprima en el periódico todos los superlativos. Nada de “altísimo”, “inspirado”, “iluminado”. Diga simplemente: “El papa ha dicho esto, el papa ha hecho lo otro”.
Siendo nuncio en París, el presidente de la Asamblea francesa, Édouard Herrior, jefe del Partido Radical-Socialista, le manifestaba una gran frialdad. Un día le dijo Roncalli:
–¡Bah!… No nos oponemos más que en las opiniones políticas. ¿No cree, como yo, que es bien poca cosa?
Y desde entonces se creó una amistad sorprendente.
Recuerdo cuando murió. Preparaba yo los exámenes finales de primero de Teología en la Universidad de Comillas, y a cada hora ponía la radio para oír las noticias inquietantes que llegaban del Vaticano. Todo el mundo vivía expectante ante la inminencia de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963. En sus funerales, hubo un hecho sin precedente, además del clamor popular que había despertado este sencillo papa que desbordó los límites de la Urbe romana para extenderse por el ancho mundo. Las organizaciones sindicales socialistas y comunistas de Italia ordenaron de común acuerdo a sus afiliados suspender el trabajo durante diez minutos a la hora del entierro, en señal de pésame. Esta instrucción fue seguida en todo el territorio italiano. Caso sorprendente en un papa que lanzó dos admirables encíclicas: Mater et Magistra y Pacem in terris.
Comía con comensales, dos o tres, cosa que no hacía su predecesor. Pío XII era más solitario, comía solo y aprovechaba para oír las noticias de la radio. Juan XXIII se excusaba, diciendo:
–He leído con atención el Evangelio y no hay ninguna regla que exija que el papa coma en soledad.
Después se ha hecho normal, especialmente con Juan Pablo II y no digamos con el papa Francisco.
Y una última anécdota. Está anunciada en el Vaticano la visita de Jacqueline Kennedy. El papa pregunta a su maestro de ceremonias cómo debe tratarla:
–Señora presidenta o señora simplemente –respondió.
Juan XXIII agradeció el consejo de su maestro de ceremonias, pero cuando llegó la señora del presidente de los Estados Unidos, la sonrió y le dijo espontáneamente:
–¡Ah! ¡Jacqueline!...

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