Ocurrió
en Sevilla hace 623 años. Aquel 6 de junio de 1391 Sevilla se levantó en calma,
con la chicha propia del calorazo de verano. Y de pronto... el pueblo se agitó
en masa y asaltó la Judería, saqueando e incendiando casas y matando a todo
judío que encontraba. Las crónicas relatan que aquel día hubo una matanza de
cuatro mil judíos. Quitemos un cero, que es lo que hay que hacer cuando se
trata de calcular manifestaciones, y nos queda un número más acorde a la
realidad histórica que puede rondar en el medio millar de muertos. Que ya son
muertos. Un día triste aquel en la historia de Sevilla.
La
cosa venía de atrás. Fue la muerte en 1379 de don Yusaph de Écija, almojarife y
contador mayor del rey, hombre muy bien visto en el vecindario de Sevilla. Y
surgió el elemento perturbador que durante años alentó, a partir de este
suceso, la mecha antijudía en Sevilla que desembocó en el asalto a la Judería.
Se trataba de Ferrán Martínez, arcediano de Écija y canónigo de la catedral
hispalense. Este energúmeno no cesó de azuzar al pueblo con sermones
incendiarios en contra de los judíos. Incluso invocaba el perdón y la salvación
eterna a todo «christiano que matasse o firiesse mal a judíos».
La
Aljama de Sevilla se quejó al rey Juan I y éste, enojado, escribió al arcediano
diciéndole: «Somos mucho maravillado de vos» y le amenazó que sería castigado
de tal manera «que se arrepentiría». Pero el arcediano seguía en sus trece.
El
11 de febrero de 1388, a las doce del mediodía, ante la puerta del Alcázar, en
el tribunal levantado por Pedro I el Cruel para hacer justicia, comparecieron
de una parte don Judá Aben-Abraham y de la otra el arcediano de Écija Ferrán
Martínez.
Cuando
tocó el turno al judío, se expresó así:
–Yo,
don Judá Aben-Abraham, veedor de Aljama de los judíos, en nombre de ella vos
digo...
Y
se quejó amargamente de la persecución que sufrían, de las afrentas que el
arcediano les infería con sus sermones incendiarios y de inmiscuirse en lo que
concierne exclusivamente a los príncipes seglares...
–Y
de este requerimiento y afrenta y protestación que hago, pido a estos
escribanos que me den fe y testimonio.
Ferrán
Martínez pidió tiempo para la réplica «no sin colmar allí mismo de insultos e
improperios al don Judá y a los suyos». Ocho días después comparecieron ante
los alcaldes de justicia. Toca el turno al arcediano, que afirma no poder dejar
de predicar y obrar tal como lo había hecho hasta entonces «por ser todo
servicio de Dios e salud de los reyes, la qual salud han de procurar los
perlados de la Sancta Eglesia e los sus ministros. E si yo derecho fiçiesse,
veinte e tres sinagogas que están en la judería de esta cibdad, edificadas
contra Dios e contra derecho, serían todas derribadas por el suelo, porque las
fiçieron contra Dios e contra ley, alzándolas e apostándolas más de lo que es
ordenado de derecho».
El
cabildo metropolitano se indignó ante la postura reaccionaria de su arcediano y
envió al rey sus mensajeros Diego Ruiz de Arnedo y el maestrescuela de la
catedral para informarle de la conducta de Ferrán Martínez.
No
hizo mucho más el rey, pero el arzobispo don Pedro de Albornoz formó una junta
de letrados y teólogos para someter a juicio las proposiciones y actuaciones
del arcediano. Ferrán Martínez se negó a satisfacer las observaciones de este
tribunal y el arzobispo se vio obligado a declararlo «contumaz, rebelde e
sospechoso de herejía» y, como a hombre «enduresçido en el error» le retiró la
licencia de predicar. La carta del arzobispo llevaba fecha de 2 de agosto de
1389.
Pero
el arzobispo murió once meses después, 1 de julio de 1390. Y el 9 de octubre,
moría el rey Juan I. Libre de cortapisas y como provisor de la diócesis sede
vacante, el arcediano de Écija arreció en sus arengas. Ordenó el derribo de
todas las sinagogas del arzobispado –desaparecieron las de Alcalá de Guadaira,
Carmona y Écija en la Campiña y las de Santa Olalla, Cazalla y Fregenal en la
Sierra– y propició su fanatismo el asalto a la Judería de Sevilla y la matanza
inicua de seres indefensos.
La
Judería de Sevilla desapareció ese año de 1391. Dos de sus sinagogas se
convirtieron en iglesias cristianas –Santa Cruz y Santa María la Blanca–
dependientes de la iglesia catedral. Unos años después, hacia 1410, otra
sinagoga pasó a convertirse en la iglesia parroquial de San Bartolomé.
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