–Decid que soy predicador apostólico, que soy
cardenal de Santa Cristina y capitán general de mar y tierra, decid que el Rey
es mi primo y me ha honrado con este hábito de mi patrón Santiago...
Señores,
es Amaro, el loco más célebre de Sevilla. Tocado con un bonete rojo, alcuza al
cuello, y atado con una cadena a otro infeliz camarada de la Casa de Inocentes,
circula Amaro, ya añejo de piel y de años, por toda Sevilla, lanzando sus
prédicas, llenas de cuchufletas y de latines macarrónicos, y coreadas y
celebradas por el público.
Quiero
evocar figura tan entrañable, cuyos sermones recogí en un libro que titulé: Sermones del Loco Amaro, el más disparatado
y simpático loco de la Sevilla del XVII.
Hay
un tema que obsesiona a Amaro: los frailes.
Aunque
no todos. De la quema se salvan algunos, por ejemplo: los franciscanos, o los
dominicos. Y es que la causa de su locura tiene su raíz en un fraile. Amaro
tuvo la amarga experiencia –y valga la redundancia de que su nombre tenga
connotaciones amargas– de encontrar a su mujer en íntima correspondencia con
un fraile. De ahí le vino la locura que arrastró durante toda su vida.
Nos
hallamos en la segunda mitad del siglo XVII. El arzobispo don Ambrosio Spínola
es un santo varón y Amaro lo quiere profundamente. Cuando muera el arzobispo,
nuestro loco se quejará de que el provisor del arzobispado haya encargado el
sermón de honras fúnebres a un padre teatino y no a él. Que ya lo gritó Amaro
desde una esquina de Sevilla:
–A
mí me toca por compañero; a mí me toca por amigo; a mí me toca por capitán
general del reino de Nápoles; a mí me toca por predicador apostólico; a mí me
toca por cardenal de Santa Cristina; a mí me toca por caballero conocido en
toda España con el hábito de mi patrón Santiago...
En
esta Sevilla, también de Murillo y Valdés Leal, o Miguel Mañara, vive el Loco
Amaro. Ya con amagos de decadencia, aún aletea en su vientre de ciudad
populosa la hermosa Sevilla, la pícara Sevilla, abierta a las Indias, que
cobija en sus patios a los más notables mercaderes, clérigos, misioneros,
poetas... y buena chusma de pícaros y ganapanes. Entre ellos Amaro, el loco que
proporciona la diversión, la gacetilla del día de quien cabe esperar la punzada
ingeniosa contra cualquier institución o personaje de la ciudad. Sus sermones
revelan la radiografía de Sevilla vista bajo el prisma negativo de una persona
ida. Si todos los cuerdos, en opinión de Erasmo en su Elogio de la locura,
ponen la lengua en el corazón, los locos colocan el corazón en la lengua. Entre
tanto desvarío, con el corazón en la lengua, el Loco Amaro no pocas veces dice
verdades como puños.
A
su mujer le devolvió la fiesta pasados unos años con el mismo humor negro que
cubrió su penar toda su vida. Se hallaba Amaro recluido en la Casa de
Inocentes de Sevilla. Y vino su esposa a verlo. Amaro no se daba por enterado:
no la conocía, o no quería conocerla. Ella, compungida, le dice:
—Amaro,
¿no me recuerdas? Soy tu mujer.
Y
la respuesta sabia de Amaro:
—¿Cómo
te iba a conocer si te dejé ciruela de fraile y te encuentro castaña pilonga?
Sus
sermones circularon por Sevilla escritos de mano en mano durante los siglos
XVII a XIX sin obtener la licencia de ser publicados, aunque aplaudidos y
celebrados con solemnes carcajadas en sus celdas por los frailes y señores del
Santo Oficio. Según el manuscrito que se conserva en la Biblioteca del Palacio
Arzobispal, copia según consta en él del que se halla en la Real Biblioteca de
Madrid, habla de Amaro de Espinosa, «natural de un pueblo del Obispado de
Córdoba y de familia conocida». Otro manuscrito, sin embargo, del que se valió
la Sociedad de Bibliófilos Andaluces para publicar sus sermones en 1869, afirma
que se llamaba Amaro Rodríguez, natural de Arcos.
La
leyenda, como veis, envuelve los orígenes del más original loco que ha pisado
Sevilla. ¿Es cordobés o gaditano? ¿Espinosa o Rodríguez? Es andaluz, y basta.
Por nombre, simplemente Amaro. Y en Sevilla, que le dio acogida y renombre,
vivió pacíficamente su locura.
Porque,
según parece, se encontraba ya en Sevilla en 1657, año en que murió el
arzobispo fray Pedro de Tapia. Que fue Amaro al arzobispado a pedir limosna y
encontró la concurrencia con caras tristes. Preguntó la causa y le dijeron que
el arzobispo estaba muy grave. Pudo verlo Amaro y su chispa graciosa no se hizo
esperar:
—Estas
ya no son tapias, sino ruinas.
Recluido
en la Casa de Inocentes, más comúnmente llamada Casa de los Locos, en la calle de
San Luis junto a San Marcos, los administradores intuyen que la chispa mordaz
de Amaro es un potencial recurso de colecta de limosnas. Atado a otro colega
con una cadena, «que es la insignia de mi santa Casa», como él decía
irónicamente, y con la
alcuza al cuello, lo lanzan a la calle a cumplir su cometido diario. Y no lo
hace mal, al punto que Amaro se cree amparo y protección de sus propios
compañeros de penas:
–Mi
señor administrador se come las gallinas y los gallos, y nos mata de hambre a
nosotros. Él se abriga muy bien, y nosotros nos morimos de frío. Gobierna
nuestra Casa el señor don Andrés de Frías, que es un caballero de Olmedo, mucho
hábito de Santiago, canónigo, y poco cuidado con los pobres, que somos sus
hermanos y dueños de nuestra Casa, que a no tenerme a mí (que aunque no la
gobierno, soy protector y les junto la limosna) se les resfriarían las barrigas
por dentro y por de fuera con el gobierno de nuestro administrador.
Amaro,
el Loco Amaro, es un trozo entrañable de la piel de Sevilla de la segunda mitad
del siglo XVII. Uno más de sus legendarios personajes. Tenía sus fobias
(especialmente los frailes y administradores de la Casa de Inocentes) y sus
filias (los que le daban un cuartillo de vino o limosnas sustanciosas, como el
arzobispo Spínola). ¿Cuántos Amaro ha habido en Sevilla, y hay? ¿Esos
personajes encantadores, llenos de locura bienhechora, que nos hacen vivir y
ver nuestra ciudad bajo la mirada del más hilarante humor?
Amaro
fue uno más, quizás el primero de esta «Sociedad de Locos», gentileshombres de
la gracia, que ha dado la ciudad de Sevilla.
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