Pío
XII usaba una retórica barroca a base de circunlocuciones y párrafos largos y
apretados, que hacía difícil sintetizar su pensamiento, denso y profundo por
otra parte. El embajador francés Wladimir D’Ormesson, que conoció bien a Pío
XII y a su sucesor, afirmó que el más grande favor que Juan XXIII hizo a la
Iglesia fue llamar las cosas por su nombre.
Me
parece que pasa lo mismo con el papa Francisco. Es claro como el agua en sus
afirmaciones rotundas. Una de las últimas es esa de que los «trepas» se vayan
al monte a hacer alpinismo. Dijo:
–¡Y
en la Iglesia hay trepadores! Hay tantos que usan a la Iglesia (para ello),
pero si (esto) te gusta, te vas al monte y haces alpinismo. ¡Es más sano!
Pero no vengas a la Iglesia a
trepar. Jesús reprocha a estos trepadores que buscan el poder.
Por
los años 40 del siglo pasado, en Sevilla bajo el pontificado del cardenal
Segura, había un cura que siempre aparecía donde quiera que el cardenal
apareciese. Parecía su sombra. Hasta el punto que logró que lo hiciera canónigo.
Y en ese momento, tate, dejó de aparecer a su lado. A amigos suyos, extrañados
de que ya no siguiera apareciendo al lado del cardenal, les soltó esta impertinencia:
–¡Ahora
que vaya otro!
No
cabe duda de que era un caso típico de «trepa» en la Iglesia.
O
aquel que marchó a Roma a ver si pillaba un título y su madre decía a las
vecinas que su hijo había ido a Roma a estudiar para obispo.
En
1503, en tiempos de los Reyes Católicos, murió un canónigo que se llamaba Diego
Alfonso de Sevilla. Sobre este personaje histórico pesaba la leyenda de que era
nigromante, es decir, que poseía el arte de adivinar lo futuro evocando a los
muertos. Y gracias a la nigromancia logró la canonjía de Sevilla. Se hallaba a
la sazón en Roma como prebendado de un cardenal, cuyo nombre no viene al caso.
Invitado este purpurado por Alejandro VI, el célebre papa Borja, a participar
de su mesa, el cardenal le llevó consigo como copero para escanciarle su propio
vino. Los tiempos no estaban entonces para mucha confianza y, ante el temor de
ser envenenado, cada uno aportaba a la mesa el vino de su propia cosecha. De
copero de su señor iba Diego Alfonso de Sevilla.
Discurría
el banquete en animada plática cuando surgió el tema de España y descendiendo a
Sevilla se comenzó a ponderar las buenas frutas que en ella había, en especial
las naranjas de la huerta de la Alcoba, que servía sus ricos frutos a los
Reales Alcázares.
Sintió
el papa deseos de saborear aquellas ricas naranjas y Diego Alfonso, que seguía
atento la conversación, quiso congraciarse con el pontífice. Dio discretamente
una indicación a un paje ayudante (que en realidad se trataba de un demonio
familiar sujeto a su poder nigromante) y le ordenó que acudiese a Sevilla y
trajese tan ricas naranjas a aquellos dignos comensales. El paje, digo el
demonio, raudo y veloz se personó en Sevilla y en un periquete volvió a Roma
con el recado cumplido. Mientras el papa y el cardenal se deleitaban saboreando
las naranjas de la Huerta de la Alcoba, el paje-demonio le informó de las cosas
de Sevilla. Una cosa le agradó mucho: había quedado vacante una canonjía.
Añorando volver a su tierra, pidió al papa la canonjía y Alejandro VI,
agradecido por las naranjas, se la concedió.
¡Un
trepa renacentista y con estilo este Diego Alfonso de Sevilla! Figura que me ha
servido como animador de un libro que titulé Los Fantasmas de la Catedral de Sevilla.
Lo
curioso del caso es que mientras preparaba el libro, envié al diario ABC un
artículo con esta figura singular. Pasó un mes y dos y el artículo no salía.
Salió al fin bajo el título «El canónigo nigromante de Sevilla». Estaba de
director Nicolás Salas, mi buen amigo. Y se dio la casualidad de que el día
anterior había sido nombrado canónigo un sacerdote sevillano venido de Roma,
sin otros méritos hasta el momento que ser amigo del secretario de cámara y
gobierno. Por los mentideros clericales corrió la voz de la mala uva que
destilaba Carlos Ros. Y puedo perjurar –si ello es lícito– que el artículo
había sido escrito con mucha anterioridad y la casualidad hizo que apareciera
al día siguiente de su nombramiento.
Yo
tengo muchos pecados en mi haber, como todo ser humano, pero he de decir que
sobre el pecado del «trepismo», (que rima con alpinismo), soy un ser
inmaculado.
Podría
ilustrar esta página con casos nuevos. Pero no merece la pena. Personaje hay
por la geografía española, con mitra sobre su testa, cuyo historia de trepa
merecería todo un libro.
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