Se
celebra hoy, 10 de mayo, la festividad de san Juan de Ávila, que vivió en aquel
siglo XVI cuando Sevilla, puerta de las Indias, era una ciudad bulliciosa,
cosmopolita, con su Guadalquivir lleno de bajeles y su Arenal repleto de traficantes,
pícaros y truhanes.
Llegó
a Sevilla en 1527 un joven clérigo manchego dispuesto a embarcar para las
Indias. Fernando de Contreras, sacerdote sevillano, le dio cobijo en su casa y lo
presentó al arzobispo Manrique, que lo amarró a Sevilla, diciéndole:
–¡Sevilla
será tus Indias!
Y
se convirtió en el gran predicador de la tierra andaluza, de manera que recibió
el honroso título de «Apóstol de Andalucía». Su elocuencia era rotunda. Movía
los corazones como el labrador desbroza los terrones para la siembra. Un
dominico, que le escuchó en Córdoba, llegó al convento diciendo: «Vengo de oír
al propio san Pablo comentándose a sí mismo». O aquel rector de Granada,
ampuloso en su saber, que dijo a su camarilla: «Vamos a oír a ese idiota». Y
«el idiota» lo convirtió en uno de sus discípulos predilectos.
En el otoño de
1531, fue acusado a la Inquisición de proposiciones contrarias a la fe. Fray
Luis de Granada, que lo conoció, dice que «sus palabras fueron calumniadas y
denunciadas en el Santo Oficio, diciendo dél que cerraba la puerta a los ricos,
y otras cosas desta calidad. Por lo cual los señores inquisidores mandaron que
estuviese recogido hasta averiguarse su causa».
La cárcel
inquisitorial se hallaba en el Castillo de Triana, al otro lado del río, junto
al puente de barcas, que unía Triana con Sevilla. Fue confinado en una celda,
siniestra y húmeda por la proximidad del Guadalquivir que bañaba sus muros. Estuvo
en ella desde un día innominado de 1532 hasta junio de 1533 en que fue
absuelto, varios meses, tal vez un año, no se sabe el tiempo. Curiosamente, las
denuncias no procedían de Sevilla, sino de Écija y Alcalá de Guadaira. También,
tal vez, de Lebrija.
En Écija, un
comisario de bulas se quedó solo en la iglesia principal por acudir la gente a
oír a Juan de Ávila. Poco después, el bulero se topó con él en la calle y le
propinó una bofetada. Juan se arrodilló y le dijo humildemente:
–Emparéjeme esta
otra mejilla, que más merezco por mis pecados.
Predicó en cierta
ocasión en la plaza de San Francisco de Écija. Tomó por tema la bienaventuranza:
Dichosos los pobres de espíritu… y esas palabras del Evangelio: En
verdad os digo que difícilmente los ricos entrarán en el reino de los cielos.
Preguntado por el
tribunal, Juan de Ávila respondió que «aquellas palabras del Evangelio: Dichosos
los pobres… se entienden de los que se han despojado de las riquezas por
amor de Cristo. Y sobre el texto: En verdad os digo que los ricos
difícilmente entrarán en el reino de los cielos, dijo que el tener
abundancia de riquezas era más peligroso que tenerlas en medianía o no
tenerlas. Y así aconteció a Cristo, el cual no fue recibido de las personas de
distinción como él dice: En verdad os digo que los publicanos y las rameras
os aventajarán en el reino de los cielos.
Estando muy
adelantado el pleito, uno de los jueces le dijo a Juan de Ávila:
–Padre Maestro,
su negocio está en las manos de Dios.
Y Juan de Ávila
le respondió:
–Nunca ha estado
mi negocio en mejor estado. Hasta aquí han hecho los hombres; ahora hará Dios.
Las denuncias le
vinieron del jurado Andrés Martel, hacendado y con muchos criados, a quien no
gustaron sus palabras y lo acusó al Santo Oficio. Juan de Ávila probó ante el
tribunal que el tal Martel era su enemigo y hombre de malas costumbres. Y el
cura Onofre Sánchez lo acusó de sentirse con más autoridad que san Agustín y de
decir en la iglesia de Santa Cruz de Écija que «los que son quemados por
orden del Santo Oficio eran mártires». Pero esto no lo había oído directamente,
sino que se lo había contado una tal Leonor Gómez de Montesino, que se demostró
que era una mujer «descarada y ligera, que se precia de tener disputas con los
confesores».
El denunciante de
Alcalá de Guadaira no era cura, sino médico, llamado Antonio Flores. Pero aquí
el clero de Alcalá depuso ante la Inquisición, contra el parecer del médico,
que Juan de Ávila «hizo gran fruto en dicha villa».
Fue absuelto, al
fin… por sentencia dada el 5 de junio de 1533.
Juan
de Ávila perteneció al clero secular, que ni a canónigo ni a obispo llegó. Por
eso tal vez sus méritos no hayan sido suficientemente justipreciados hasta
nuestros días. Y, sin embargo, influyó en Juan Ciudad, que al oír una
predicación suya se convirtió en san Juan de Dios, en san Francisco de Borja,
en san Pedro de Alcántara, en san Ignacio de Loyola, en santa Teresa de Jesús,
en san Juan de Ribera, en el venerable Fernando de Contreras, en fray Luis de
Granada, y en un largo etcétera. En aquellos tiempos del concilio de Trento,
fue quien puso los perfiles más exactos de la figura sacerdotal para los tiempos
postconciliares. Sus escritos sacerdotales son válidos hoy día. Y todo lo hizo
con la mayor sencillez, un santo que pateó Andalucía predicando a Dios. Y sin
tapujos, con valentía, diciendo al pan pan y al vino vino. Cuando le llovieron
los palos, ni se sintió amargado ni quemado, con un amor siempre grande y renovado
a la Iglesia. Este es Juan de Ávila, Apóstol de Andalucía, Patrono del Clero español
y Doctor de la Iglesia.
Teresa
de Jesús, al tener noticias de su muerte, exclamó que había desaparecido una de
las columnas de la Iglesia. Murió en Montilla el 10 de mayo de 1569 donde está
enterrado, pero en Sevilla germinó su vocación apostólica andaluza.
Por
cierto, ¿sabéis cómo le vino la vocación religiosa a Juan de Ávila?
Presenciando una corrida de toros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario