Durante años, cuando iba a
decir misa a las Empleadas de la Inmaculada, en el barrio de San Bartolomé, he
pasado por la puerta de la casa donde nació Manuel González García, en la calle
Vidrio de Sevilla. Una lápida en su fachada recuerda que en esa casa de vecinos
nació el 25 de febrero de 1877 el que será con el tiempo obispo de Málaga y
Palencia.
Antes de ayer, el papa
Francisco firmó el decreto que autoriza la canonización del beato sevillano Manuel
González García, según ha informado la oficina de prensa del Vaticano. La fecha
de su canonización –que será próxima– aún no está señalada. Fue beatificado el
29 de abril de 2001 por Juan Pablo II.
Un santo más en la nómina
ya extensa del santoral de la Iglesia de Sevilla. Un santo de Dios bien probado
en este mundo.
El milagro elegido por la
Congregación para las Causas de los Santos ha sido la curación de una mujer de
Madrid afectada por un linfoma agresivo.
En el suelo de la Capilla
del Sagrario de la catedral de Palencia, en el lugar de paso, para mayor
humildad, se halla la sepultura del obispo Don Manuel, un sevillano de carácter bien alegre. Siendo un curita
joven dio una misión en Palomares del Río, pueblecito del Aljarafe sevillano, y
ante el abandono de aquella iglesia rural sintió la vocación del Sagrario
abandonado, que le llevaría a la fundación de las Misioneras Eucarísticas de
Nazaret y Marías de los Sagrarios.
Hay tres etapas relevantes
en su vida que se concretan en tres ciudades: Huelva, Málaga y Palencia. En la
ciudad onubense era conocido como el «Arcipreste de Huelva» y realizó en los
primeros años del siglo XX una extraordinaria labor educativa, ayudado por un
maravilloso pedagogo como fue don Manuel Siurot. En 1907 fundó la Escuela
Católica del Sagrado Corazón de Jesús para educación y enseñanza gratuita de
niños pobres y en 1909, en la inmensa barriada de «El Polvorín», una Colonia
Agrícola Escolar para la formación de los hijos de los mineros de la Compañía
de Minas de Riotinto.
Nombrado obispo auxiliar
de Málaga como ayuda de su achacoso prelado don Juan Muñoz Herrera, a los 38
años se convirtió en el obispo más joven de España. Y el más sufrido. Enseguida
se dio cuenta en propia carne de la envidia y del rechazo de parte del clero y
del cabildo catedral hacia su persona. «Los leales», así llamados los del
octogenario obispo, le hicieron el vacío y le levantaron alguna que otra
calumnia que rozaba la moralidad de todo eclesiástico. Murió el obispo titular
y le sucedió en la sede malagueña. Llegada la República en 1931, los problemas
se le complican al obispo. El 11 de mayo ocurrió la quema de conventos en
Madrid. El 12 de mayo, réplica en Málaga, con 48 templos y locales cristianos
quemados, entre ellos el mismo palacio episcopal.
El
obispo don Manuel había acogido a las Hermanas de la Cruz en unas dependencias
anejas al palacio episcopal. Las Hermanas llevaban ya algún tiempo en Málaga,
pero la inauguración oficial de la nueva casa a la que se puso bajo la
protección de Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la capital malagueña,
tuvo lugar el 25 de marzo de 1931. Mes y medio después, en la madrugada del 12
de mayo, hubieron de huir con el obispo don Manuel por la puerta trasera ante
un palacio episcopal en llamas.
Cuenta
el suceso una Hermana:
–Sorprendidas
por el incendio del palacio episcopal, hubieron de escribir nuestras Hermanas
una de las más bellas páginas de la persecución iniciada; primero, esperando a
cada momento perecer entre las llamas; luego, teniendo que salir y recorrer las
calles de la ciudad, formando grupo con el Ilustrísimo Señor Obispo y sus
familiares, entre las exaltadas turbas que hablaban a su alrededor de darles
muerte al llegar a determinado lugar. Dejáronlas una vez satisfecho su capricho
con aquel paseo de burla y escarnio. Y después de cinco amarguísimos días,
pasados en casa de la caritativa familia que las acogió, exponiéndose por este
solo hecho a las iras revolucionarias, se vinieron a Sevilla el día 17.
El obispo con la gente de
palacio se refugió en el vecino colegio de los Maristas y, tras no pocas
peripecias, busca el refugio de Gibraltar y
de ahí el destierro definitivo. No volverá a pisar Málaga. En 1935 le trasladan
a la diócesis de Palencia y en ella encuentra el sosiego que no tuvo en tierras
malagueñas y su plácida muerte, que le pilló en Madrid, el 4 de enero de 1940.
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