El 24 de febrero
de 1928 –hoy hace de ello 88 años–, el cardenal Gasparri, secretario de Estado
del Vaticano, comunicó a monseñor Tedeschini, nuncio en Madrid, que realizase
una visita apostólica a las diócesis de Cataluña por expreso deseo del papa Pío
XI para conocer de cerca la «Cuestión catalana» y especialmente sobre la
predicación y la enseñanza del catecismo. La visita duró cerca de dos meses
–abril y mayo– y el nuncio se entrevistó con los obispos catalanes, aunque no
les dirá claramente el motivo de su misión. Les pidió tres listas de nombres de
personas que pudiesen informarle:
–Los que son favorables al catalanismo –dice
Tedeschini– (advirtiendo que uso este nombre no para definir una tendencia o
porque encuentre justa esta denominación, sino solo para una más fácil
inteligencia que viene del uso vulgar); segundo, aquellos que creen que son
contrarios al catalanismo; y tercero, los que son considerados serenos e
imparciales.
Para ello, empleó
interrogatorios y encuestas que pidió se llevasen a cabo.
Comenzó la visita
por Barcelona el 13 de abril y siguió después por las diócesis de Vic, Gerona,
Solsona, Urgel, Lérida, Tarragona y Tortosa. Fueron en total, como el mismo
Tedeschini dijo, «cuarenta días de continuo movimiento por Cataluña».
Los informadores
eran interrogados a raíz de un cuestionario de treinta preguntas y estaban
obligados por juramento a guardar el «secreto más absoluto» de las cuestiones
planteadas.
A tomar nota de
estas declaraciones era el secretario de la visita apostólica, el redentorista
vasco Victoriano Pérez de Gamarra. Pero pronto surgió un problema con él.
Gamarra era nacionalista vasco y Tedeschini llegó a tacharlo de «traidor»:
–Se ha puesto de
la parte de los catalanes –cuenta el nuncio a Gasparri– y al escribir las actas
de las declaraciones de los testigos, ha cometido, a mi parecer, una traición,
omitiendo particularidades o el colorido de cualquier cosa o por lo menos
mitigando la viveza de las declaraciones contrarias, y por contra recalcando y
favoreciendo con todo detalle las declaraciones favorables al catalanismo.
Tedeschini
decidió prescindir del secretario y tomar él mismo las anotaciones.
De este viaje, el
nuncio envió un extenso informe (casi trescientas páginas) al secretario de
Estado, cardenal Gasparri, quien le agradeció el escrito.
Tedeschini había
unido al informe una carta reservada al Papa en la que confidencialmente le
decía que para resolver la «Cuestión catalana» de raíz era necesario el
traslado del cardenal de Tarragona, Vidal y Barraquer, a una diócesis fuera de
Cataluña y la salida del abad de Montserrat a otro monasterio, a causa del
catalanismo militante de ambos.
–El remedio
principal –escribe Tedeschini a Gasparri el 15 de julio de 1928– que yo, con la
más sincera subordinación a las Supremas decisiones de Su Santidad, estimo no
solo conveniente, mas necesario, que se adopte respecto a la así importante,
vasta, y compleja cuestión, y sin la cual opino que será vano e ilusorio
cualquier otra providencia... Como claramente resulta de mi informe, los
exponentes, fautores y propulsores del movimiento catalanista, especialmente en
orden al uso de la lengua catalana… con exclusión por tanto automáticamente de
la lengua castellana, fomentando con ello el amor a Cataluña, no como región,
sino como Nación, aunque federativa, y apagando el amor a España, son dos
personajes, por otra parte virtuosos y en tantas cosas beneméritos, es decir,
el Eminentísimo Señor Cardenal Arzobispo de Tarragona y el reverendo Abad de
Monserrat. Yo sería en mi humilde parecer que fuesen reemplazados, aunque con
el mejor tratamiento… Por otra parte uno y otro están enfermos: el Eminentísimo
Arzobispo desde noviembre pasado, y no se sabe cuándo se curará y cuándo pueda
volver a su abandonada diócesis; el Padre Abad desde hace al menos tres años
por una enfermedad de corazón.
Del informe de
Tedeschini salieron unos famosos decretos de cinco Congregaciones romanas a
finales de 1928, bastante sorprendentes. De la Penitenciaría Apostólica, un
decreto que atribuía al clero catalán el ejercicio de actividades políticas
dentro del mismo sacramento de la penitencia. De la Sagrada Congregación de Ritos surgió un decreto, que se
me antoja de lo más extraño: prohibía las casullas «góticas», interpretándolas
«como un signo subversivo de separatismo». De la Sagrada Congregación de
Seminarios, otro decreto que hablaba del catalanismo y del separatismo en los
Seminarios y disponía que los seminaristas separatistas fueran expulsados y que
los profesores catalanistas fueran eliminados.
Pero
estos decretos tuvieron poco recorrido. Enseguida llegaron a Roma lamentaciones
diciendo que tales decretos estaban fundados en informaciones inexactas. Y que
algunos habían exagerado dichos decretos para aumentar el descontento de los
catalanes contra la Santa Sede.
–Apenas
caído el Gobierno de Primo de Rivera –se dice en un informe vaticano entregado
dos años después a los cardenales de la Curia tras la proclamación de la
República– renacieron las esperanzas de los catalanes y con el consentimiento
del Gobierno español se pensó en la autonomía de Cataluña; la lengua catalana
fue usada en los actos oficiales y de los decretos de la Santa Sede no se habló
más.
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