En
la década de los 40 del siglo pasado había dos mundos contrapuestos que se
distinguían por el saludo simbólico de alzar el brazo a la romana o levantar el
puño. Unos eran nazis o fascistas; los otros, marxistas y comunistas.
Las
dos posturas me causan igual repugnancia. Y las dos tienen tras de sí millones
de víctimas en una Europa martirizada por ambas ideologías, más por los
millones de víctimas la Rusia comunista de Stalin que la Alemania de Hitler, siendo
como son dos personajes igualmente repugnantes.
Lo
curioso es que mirando al interior de nuestra tierra, el puño en alto sigue
apareciendo por grupos de extrema izquierda como si fuera un símbolo de
progresía y libertad. Ahí están los podemitas que exhiben el puño en alto como
si tal cosa. Y a mí esto –lo confieso– me produce repelús.
La
España de Franco, en sus inicios, llevada por la Falange, adoptó el saludo
fascista del brazo en alto. Cosa que todos hacían y que fue diluyéndose cuando
se vio que la Alemania de Hitler perdía la guerra.
Ya
en 1944, cuando los obispos también levantaban el brazo, el cardenal Segura,
arzobispo de Sevilla, prohibió que se levantara el brazo como saludo al paso de
los Cristos de la Semana Santa. Fue quizás el único o de los pocos obispos que
jamás levantó el brazo.
Pero
el saludo era cosa normal en todos los estamentos políticos y clericales.
Cuenta
Vizcaíno Casas en La España de la
Posguerra:
–El saludo
nacional –brazo en alto– se impuso rigurosamente. La prensa de aquellos
primeros días de abril del 39, recordaba machaconamente que se trataba de «la
expresión de un afán imperial». Y el himno nacional sonaba de continuo:
antes del paseíllo en las corridas de toros, con los equipos formados para
empezar un partido de fútbol, en los descansos de las sesiones cinematográficas
y al terminar las funciones teatrales. También se dejaba oír por los altavoces
instalados en las calles y en las plazas, cuando terminaba la emisión
informativa de Radio Nacional. Y todo el mundo se cuadraba, alzaba el brazo y
lo escuchaba en rigurosa posición de firmes. Quedaban bien los futbolistas
alzando el brazo; no encajaba demasiado en los toreros, que tenían que mantener
el brazo izquierdo cruzado, sujetando el capote de paseo. Y resultaba un puro
desastre en la clase episcopal. Las fotografías de los obispos saludando brazo
en alto son poemáticas; quizá significativas. Porque nunca lo extendían
airosamente, totalmente; lo dejaban encogido, como en un término medio, como en
un quiero y no puedo, como en una demostración tímida e incompleta de adhesión
a las formas del Estado Nuevo.
El
padre José María de Llanos, jesuita, cuenta en la revista Hechos y Dichos,
mayo de 1975, la visita del general Millán Astray, en el verano de 1939, a
la casa de formación de los jesuitas en la antigua cartuja de Granada:
–El
entusiasmo ante Millán era común, y el aplauso cerrado. Él decía de la pasada
cruzada y sus maravillas. Un escalofrío nos sacudía a la abigarrada
clericalidad juvenil. El Imperio, según el general, estaba a la mano y
constituía un deber. Más de una hora con no sé cuántos gritos y aclamaciones.
Había que terminar lanzando los himnos. Primero el de los legionarios; era el
suyo, de él; después, brazo en alto, el Cara al sol. Pero tenía que
haber más. «Ahora, el de vuestro san Ignacio, el capitán; pero también brazo en
alto, a lo fascista». Entusiasmo. Por último: «Y ahora, eso que cantáis, que
tanto me gusta, eso del amor y no sé qué..., amor y amores... Bueno,
pero ¡de rodillas!, brazo en alto». Asombro, pero satisfacción. Cerca de
doscientos clérigos, incluidos algunos teólogos de más de setenta años, se
postran, alzan el brazo y, con Millán Astray como primera voz, nos arrancamos
fervorosos con el Cantemos al amor de los amores... A su despedida, lo
acostumbrado: el teologuillo que se acerca: «Mi general, le vi una vez desde
las trincheras, he hecho la guerra durante los tres años, ¡a sus órdenes!». Y
Millán, que tira de la cartera y saca mil pesetas —¡de entonces!—: «Toma, para
que te emborraches».
Millán
Astray, genio y figura, fundador de la Legión, tuerto de un ojo y manco de un
brazo, fue también quien en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12
de octubre de 1936, en la celebración del Día de la Hispanidad, en presencia de
distintas personalidades franquistas, Miguel de Unamuno y el claustro de
profesores, el obispo de Salamanca Pla y Deniel, e incluso Carmen Polo, la
esposa de Franco, lanzó aquel grito de «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la
muerte!».
José
María Pemán, también presente, dijo:
–¡No!
¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!
Y
Miguel de Unamuno, rector de la Universidad, vivamente enfadado, exclamó:
–Este
es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando
su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis
algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que
penséis en España. He dicho.
¡Pensar
en España! Tal cosa me gustaría de los políticos de ahora.
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