sábado, 6 de febrero de 2016

La princesa que vino del frío

Se llamaba Cristina, rubia y hermosa, venida de la le­jana y fría tierra de Noruega. Hasta allí se había acercado una embajada castellana en el año del Señor de 1257 para pactar alianza con el rey Haakon y esperar el apoyo de la monarquía noruega a las pretensiones de Alfonso X el Sabio a ceñirse la corona del Imperio a la que creía tener derecho por parte de su madre, la reina Beatriz de Suabia.


Estatua y tumba de la princesa Cristina en Cobarrubias (Burgos)

Alfonso X no lograría el Imperio, pero el pacto con el rey noruego se firmó –cosa habitual en aquellas épocas me­dievales– con el casamiento de jóvenes príncipes de ambas coronas. Y así la embajada castellana trajo consigo a la linda princesita, por nombre Cristina, que pisó tierra cas­tellana en la navidad de ese año 1257.
 Alfonso X mostró a Cristina las cualidades de sus herma­nos. La princesa rubia debía decidir entre ellos su fu­turo esposo. Fadrique, valeroso y excelente jinete, con un labio partido en un accidente de caza, apasionado de la princesa; Enrique, todo belicoso, gran conocedor de caba­llos; Sancho, arzobispo electo de Toledo, enfrascado en sus asuntos ecle­siásticos; y Felipe, arzobispo electo de Sevi­lla, pero en nada inclinado a la mitra, liberal, alegre, enamorado de las aves y cánticos, magnífico cazador de osos, experto en caba­llos, temple varonil, hermosa presencia...
Fue el elegido. Los esponsales tuvieron lugar el 6 de fe­brero de 1258. Días después don Felipe renunció a la mitra hispalense y casó con la rubia noruega el 31 de marzo en la Colegiata de Santa María de Valladolid. La diócesis de Sevilla pasó a manos de Don Remondo, obispo de Segovia, quien en realidad la venía regentando desde la res­tauración de la Iglesia hispalense tras la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo.
Pero la felicidad de esta bella pareja unida por el amor duró poco. Felipe, que había abandonado los hábitos ecle­siásticos porque no se sentía con vocación, y así lo ha­bía expresado en repetidas ocasiones a su hermano el rey, formó hogar en Sevilla, lugar de la corte. Pero su joven y rubia esposa, acostumbrada al frío de Noruega, no pudo so­portar el calor tórrido de Sevilla y murió en 1262. Hay quien dice que de nostalgia de su tierra. Felipe la llevó a enterrar a la colegiata de Covarrubias, en Bur­gos, de la que él había sido abad.
En 1958, setecientos años después de aquella sonada boda, el embajador noruego colocó una lápida conmemorativa en cas­tellano y noruego sobre la tumba de esta princesa ena­morada. A su vera, una campana de la buena suerte. Una tradi­ción escandinava asegura que la muchacha que la toque encon­trará pronto el novio de sus amores.

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