Se
llamaba Cristina, rubia y hermosa, venida de la lejana y fría tierra de
Noruega. Hasta allí se había acercado una embajada castellana en el año del Señor
de 1257 para pactar alianza con el rey Haakon y esperar el apoyo de la
monarquía noruega a las pretensiones de Alfonso X el Sabio a ceñirse la corona
del Imperio a la que creía tener derecho por parte de su madre, la reina
Beatriz de Suabia.
Estatua y tumba de la princesa Cristina en Cobarrubias (Burgos)
Alfonso
X no lograría el Imperio, pero el pacto con el rey noruego se firmó –cosa
habitual en aquellas épocas medievales– con el casamiento de jóvenes príncipes
de ambas coronas. Y así la embajada castellana trajo consigo a la linda
princesita, por nombre Cristina, que pisó tierra castellana en la navidad de
ese año 1257.
Alfonso
X mostró a Cristina las cualidades de sus hermanos. La princesa rubia debía
decidir entre ellos su futuro esposo. Fadrique, valeroso y excelente jinete,
con un labio partido en un accidente de caza, apasionado de la princesa;
Enrique, todo belicoso, gran conocedor de caballos; Sancho, arzobispo electo
de Toledo, enfrascado en sus asuntos eclesiásticos; y Felipe, arzobispo electo
de Sevilla, pero en nada inclinado a la mitra, liberal, alegre, enamorado de
las aves y cánticos, magnífico cazador de osos, experto en caballos, temple
varonil, hermosa presencia...
Fue
el elegido. Los esponsales tuvieron lugar el 6 de febrero de 1258. Días
después don Felipe renunció a la mitra hispalense y casó con la rubia noruega
el 31 de marzo en la Colegiata de Santa María de Valladolid. La diócesis de
Sevilla pasó a manos de Don Remondo, obispo de Segovia, quien en realidad la
venía regentando desde la restauración de la Iglesia hispalense tras la
conquista de Sevilla por Fernando III el Santo.
Pero
la felicidad de esta bella pareja unida por el amor duró poco. Felipe, que
había abandonado los hábitos eclesiásticos porque no se sentía con vocación, y
así lo había expresado en repetidas ocasiones a su hermano el rey, formó hogar
en Sevilla, lugar de la corte. Pero su joven y rubia esposa, acostumbrada al
frío de Noruega, no pudo soportar el calor tórrido de Sevilla y murió en 1262.
Hay quien dice que de nostalgia de su tierra. Felipe la llevó a enterrar a la
colegiata de Covarrubias, en Burgos, de la que él había sido abad.
En
1958, setecientos años después de aquella sonada boda, el embajador noruego
colocó una lápida conmemorativa en castellano y noruego sobre la tumba de esta
princesa enamorada. A su vera, una campana de la buena suerte. Una tradición
escandinava asegura que la muchacha que la toque encontrará pronto el novio de
sus amores.
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