El
30 de agosto de 1939 llegó de la cárcel de Dueñas (Palencia) a Carmona (Sevilla)
un extraño pelotón de más de cincuenta curas y religiosos vascos, con sus
hábitos los más de ellos, para ingresar en una cárcel que hasta la
desamortización del XIX fue convento de San José de carmelitas descalzos.
Habían llegado en tren desde Madrid y descendidos en la estación de Guadajoz,
«muertos de sed y agotamiento», varios de ellos con más de sesenta y setenta
años. En camionetas abiertas sin asientos y en tres viajes fueron llevados a
Carmona, distante 11 kilómetros, acompañados de seis u ocho guardias civiles.
Con ellos iba un político importante, Julián Besteiro, que fuera presidente del
Congreso de los Diputados durante la Segunda República y también presidente del
Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores.
–Atravesamos
el pueblo, pintoresquísimo –cuenta Julio Ugarte, uno de los curas–. La prisión,
también, «pintoresquísima», propia para hacer una película de las catacumbas y
de los orígenes de la «Cristiandad»… Hasta nuestra llegada, esas «catacumbas»
servían de cárcel especial para las prostitutas de Sevilla... un buen tema para
Juan Ruiz, el arcipreste de Hita...; una prisión, además, cerrada por insalubre
durante la República… Si alguna cárcel daba razón a Cervantes cuando define las
de su época como lugares «donde toda incomodidad tiene su asiento», esta era la
de Carmona. Los dormitorios, no sé si catacumbas o guarida de lobos, donde los
ratones campaban por sus respetos, habían servido en otros tiempos de bodegas.
Venían
curas de todas las edades y con condenas más bien altas.
–En
tres departamentos lóbregos y durante las tres semanas que tardaron en llegar
los colchones y las camas, tuvieron que dormir sobre el cemento de los húmedos
subterráneos de la cárcel. El edificio reunía tales condiciones, que en
invierno rezumaba humedad, la que les hizo experimentar la enfermedad del
reúma, y en verano sin ventilación era agobiante. Tenían que hacer la comida en
un hornillo para grupos de cinco o seis… Los retretes en inmundos cobertizos en
la esquina de un patio, con dos hoyos sin asiento ni agua, provocaban nauseas
por su asquerosidad, y sin división, que subsanaron colocando unos sacos de
división por elemental norma de intimidad y decencia. Eran encerrados en estos
tres lóbregos locales en invierno de 5,30 de la tarde a las 7,30 de la mañana,
y en verano de 8,30 de la tarde a las 7,30 del día siguiente. En este lugar no
había retretes, utilizaban unos «titos» sucios y repugnantes.
Durante
el día tenían tres formaciones y recuentos: a las 9 de la mañana, al mediodía y
al anochecer. Y en situación de firmes, con el brazo en alto, cantaban los tres
himnos: el de Falange, por la mañana; el de Requetés, al mediodía; y la Marcha
Real por la noche. Para terminar con los vivas de rigor: Franco, Franco,
Franco.
A
Julián Besteiro lo juzgaron el 8 de julio de 1939. En su juicio, el fiscal
teniente coronel Felipe Acedo, antiguo alumno suyo de Lógica, se
expresó así en el juicio:
–Se va a juzgar a
un hombre de convicciones honestas; de sentimientos honrados en su vida
particular; pero, se va a juzgar no sólo a Julián Besteiro Fernández, hombre
honrado en su vida privada, sino toda su actuación como hombre público. Va a
juzgarse a un directivo del Partido Socialista Español; propagandista del mito
revolucionario, modernizándolo, elegantizándolo; haciéndolo más asequible a las
clases cultas del País; desprendiéndolo de una filosofía que ya ha pasado; de
una filosofía materialista del Enciclopedismo; al autor de la revolución
española del año 1917; a un líder de las masas obreras de la UGT; al presidente
de las Cortes Republicanas; y se va a juzgar al hombre que, repudiando la
revolución de 1934, figuró después en la candidatura del Frente Popular, y
llevó, más tarde, una representación oficial ante el Gobierno de Su Majestad
Británica; al hombre que llega a Londres y quiere negociar un armisticio en
nombre de la República Española.
Y terminó su
filípica con el siguiente epílogo:
–En nombre de la
ley, os pido para el procesado, en mérito de los hechos registrados en autos y
en mérito a sus actuaciones, la pena de muerte.
Finalmente
lo condenaron a cadena perpetua, conmutada por la de 30 años de
reclusión mayor.
Y en Carmona
estará entre tantos curas, hasta que su edad y las pésimas condiciones de la
cárcel lo lleven a la tumba un año después, 27 de septiembre de 1940, a los setenta años de edad.
No era un hombre
creyente, pero muy respetuoso con la religión. En uno de sus discursos en las
Cortes Constituyentes de la República vino a citar La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, libro que admiraba y
del que vino a decir en cierta ocasión que era a su juicio la obra más profunda
sobre el «carácter humano». En la cárcel de Carmona, para paliar sus
estrecheces económicas, iniciará la traducción del alemán al español del libro
del teólogo alemán Karl Adam Christus
Unser Bruder (Cristo nuestro hermano), y en esta tarea le sorprendió la
muerte.
El
P. León, un chicarrón del Norte en sus hábitos de carmelita, al ver «a don
Julián absorto en la lectura de la Biblia sentado en una hamaca que debió
pertenecer in illo tempore al prior del convento franciscano horas y horas bajo
un hermoso níspero que quedaba del que fuera jardín de los frailes», le
preguntó:
–¿Qué
siente usted leyendo la Biblia?
Besteiro
le contestó:
–Aparte
de haber considerado desde muy joven la Biblia como una de las obras más
importantes escritas en todos los tiempos, resulta que además hay libros de
ella que aconsonantan perfectamente con el estado desilusionado de mi espíritu.
Y
citó la frase del Eclesiastés: «Todo es en este mundo vanidad de vanidades» y
«La vida del hombre es la flor de heno que a la mañana se abre y a la tarde se
marchita».
Santos
Arana –uno de los curas que más departía con Julián Besteiro– le preguntó si
quería que viniera un confesor de la parroquia próxima. Y don Julián le
contestó:
–Usted,
P. Santos, ha cumplido con lo que considera su deber, y yo contesto con lo que
considero con arreglo a mi conciencia. Ni niego ni afirmo la existencia de
Dios, pero de existir, tengo la seguridad de que me entenderé con él
perfectamente sin necesidad de intermediarios, y desde luego bastante mejor que
con curas y no curas, partidarios de la maldita Cruzada.
A
la muerte de Don Julián, como le llamaban los curas, el párroco de la prioral
de Santa María de Carmona, Juan Coronil Gómez, confesó:
–Caso
único en la historia de España el que un sacerdote católico presida un entierro
civil; pero ese hombre tan valioso y tan ejemplar lo merecía y de seguro ha
sido acogido en su piadoso seno por el Señor.
Soy Redentorista, y estudioso de la Guerra Civil. Los redentoristas teníamos comunidad en Carmona, y allí colaborábamos en la atención espiritual de los reclusos políticos de la cárcel de Carmona. Uno de los padre, Castor Diz, profesor de Filosoía en el Seminario redentorista, trabó con el mucha amistad. Se carteaban y compartían reflexiones filosóficas. En cierta ocasión quiso hablarle de la fe, pero D. Julián pidió que le respetara. Incluso en el momento final le avisaron que estaba muriendo. Este se acercó con la intención de darle los últimos sacramentos, pero alguien cercano al ex-presidente le entregó una carta al padre de D. Julián dándole las gracias y despidiéndose de él, y pidiéndole que le siguiese respetando su agnosticismo hasta en el lecho de muerte. Este padre, por miedo, quemó las cartas. Aun queda una fotografía de los redentoristas de Carmona con los sacerdotes vascos y D. Julián.
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