miércoles, 3 de febrero de 2016

Julián Besteiro en la cárcel de Carmona

El 30 de agosto de 1939 llegó de la cárcel de Dueñas (Palencia) a Carmona (Sevilla) un extraño pelotón de más de cincuenta curas y religiosos vascos, con sus hábitos los más de ellos, para ingresar en una cárcel que hasta la desamortización del XIX fue convento de San José de carmelitas descalzos. Habían llegado en tren desde Madrid y descendidos en la estación de Guadajoz, «muertos de sed y agotamiento», varios de ellos con más de sesenta y setenta años. En camionetas abiertas sin asientos y en tres viajes fueron llevados a Carmona, distante 11 kilómetros, acompañados de seis u ocho guardias civiles. Con ellos iba un político importante, Julián Besteiro, que fuera presidente del Congreso de los Diputados durante la Segunda República y también presidente del Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores.


 –Atravesamos el pueblo, pintoresquísimo –cuenta Julio Ugarte, uno de los curas–. La prisión, también, «pintoresquísima», propia para hacer una película de las catacumbas y de los orígenes de la «Cristiandad»… Hasta nuestra llegada, esas «catacumbas» servían de cárcel especial para las prostitutas de Sevilla... un buen tema para Juan Ruiz, el arcipreste de Hita...; una prisión, además, cerrada por insalubre durante la República… Si alguna cárcel daba razón a Cervantes cuando define las de su época como lugares «donde toda incomodidad tiene su asiento», esta era la de Carmona. Los dormitorios, no sé si catacumbas o guarida de lobos, donde los ratones campaban por sus respetos, habían servido en otros tiempos de bodegas.
Venían curas de todas las edades y con condenas más bien altas.
–En tres departamentos lóbregos y durante las tres semanas que tardaron en llegar los colchones y las camas, tuvieron que dormir sobre el cemento de los húmedos subterráneos de la cárcel. El edificio reunía tales condiciones, que en invierno rezumaba humedad, la que les hizo experimentar la enfermedad del reúma, y en verano sin ventilación era agobiante. Tenían que hacer la comida en un hornillo para grupos de cinco o seis… Los retretes en inmundos cobertizos en la esquina de un patio, con dos hoyos sin asiento ni agua, provocaban nauseas por su asquerosidad, y sin división, que subsanaron colocando unos sacos de división por elemental norma de intimidad y decencia. Eran encerrados en estos tres lóbregos locales en invierno de 5,30 de la tarde a las 7,30 de la mañana, y en verano de 8,30 de la tarde a las 7,30 del día siguiente. En este lugar no había retretes, utilizaban unos «titos» sucios y repugnantes.
Durante el día tenían tres formaciones y recuentos: a las 9 de la mañana, al mediodía y al anochecer. Y en situación de firmes, con el brazo en alto, cantaban los tres himnos: el de Falange, por la mañana; el de Requetés, al mediodía; y la Marcha Real por la noche. Para terminar con los vivas de rigor: Franco, Franco, Franco.
A Julián Besteiro lo juzgaron el 8 de julio de 1939. En su juicio, el fiscal teniente coronel Felipe Acedo, antiguo alumno suyo de Lógi­ca, se expresó así en el juicio:
–Se va a juzgar a un hombre de convicciones honestas; de sentimientos honrados en su vida particular; pero, se va a juzgar no sólo a Julián Besteiro Fernández, hombre honrado en su vida privada, sino toda su actuación como hombre público. Va a juzgarse a un directivo del Partido Socialista Español; propagandista del mito revolucionario, modernizándolo, elegantizándolo; haciéndolo más asequible a las clases cultas del País; desprendiéndolo de una filosofía que ya ha pasado; de una filosofía materialista del Enciclopedismo; al autor de la revolución española del año 1917; a un líder de las masas obreras de la UGT; al presidente de las Cortes Republicanas; y se va a juzgar al hombre que, repudiando la revolución de 1934, figuró después en la candidatura del Frente Popular, y llevó, más tarde, una representación oficial ante el Gobierno de Su Majestad Británica; al hombre que llega a Londres y quiere negociar un armisticio en nombre de la República Española.
Y terminó su filípica con el siguiente epílogo:
–En nombre de la ley, os pido para el procesado, en mérito de los hechos registrados en autos y en mérito a sus actuaciones, la pena de muerte.
Finalmente lo condenaron a cadena per­petua, conmutada por la de 30 años de reclusión mayor.
Y en Carmona estará entre tantos curas, hasta que su edad y las pésimas condiciones de la cárcel lo lleven a la tumba un año después, 27 de septiembre de 1940, a los setenta años de edad.
No era un hombre creyente, pero muy respetuoso con la religión. En uno de sus discursos en las Cortes Constituyentes de la República vino a citar La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, libro que admiraba y del que vino a decir en cierta ocasión que era a su juicio la obra más profunda sobre el «carácter humano». En la cárcel de Carmona, para paliar sus estrecheces económicas, iniciará la traducción del alemán al español del libro del teólogo alemán Karl Adam Christus Unser Bruder (Cristo nuestro hermano), y en esta tarea le sorprendió la muerte.
El P. León, un chicarrón del Norte en sus hábitos de carmelita, al ver «a don Julián absorto en la lectura de la Biblia sentado en una hamaca que debió pertenecer in illo tempore al prior del convento franciscano horas y horas bajo un hermoso níspero que quedaba del que fuera jardín de los frailes», le preguntó:
–¿Qué siente usted leyendo la Biblia?
Besteiro le contestó:
–Aparte de haber considerado desde muy joven la Biblia como una de las obras más importantes escritas en todos los tiempos, resulta que además hay libros de ella que aconsonantan perfectamente con el estado desilusionado de mi espíritu.
Y citó la frase del Eclesiastés: «Todo es en este mundo vanidad de vanidades» y «La vida del hombre es la flor de heno que a la mañana se abre y a la tarde se marchita».
Santos Arana –uno de los curas que más departía con Julián Besteiro– le preguntó si quería que viniera un confesor de la parroquia próxima. Y don Julián le contestó:
–Usted, P. Santos, ha cumplido con lo que considera su deber, y yo contesto con lo que considero con arreglo a mi conciencia. Ni niego ni afirmo la existencia de Dios, pero de existir, tengo la seguridad de que me entenderé con él perfectamente sin necesidad de intermediarios, y desde luego bastante mejor que con curas y no curas, partidarios de la maldita Cruzada.
A la muerte de Don Julián, como le llamaban los curas, el párroco de la prioral de Santa María de Carmona, Juan Coronil Gómez, confesó:
–Caso único en la historia de España el que un sacerdote católico presida un entierro civil; pero ese hombre tan valioso y tan ejemplar lo merecía y de seguro ha sido acogido en su piadoso seno por el Señor.

1 comentario:

  1. Soy Redentorista, y estudioso de la Guerra Civil. Los redentoristas teníamos comunidad en Carmona, y allí colaborábamos en la atención espiritual de los reclusos políticos de la cárcel de Carmona. Uno de los padre, Castor Diz, profesor de Filosoía en el Seminario redentorista, trabó con el mucha amistad. Se carteaban y compartían reflexiones filosóficas. En cierta ocasión quiso hablarle de la fe, pero D. Julián pidió que le respetara. Incluso en el momento final le avisaron que estaba muriendo. Este se acercó con la intención de darle los últimos sacramentos, pero alguien cercano al ex-presidente le entregó una carta al padre de D. Julián dándole las gracias y despidiéndose de él, y pidiéndole que le siguiese respetando su agnosticismo hasta en el lecho de muerte. Este padre, por miedo, quemó las cartas. Aun queda una fotografía de los redentoristas de Carmona con los sacerdotes vascos y D. Julián.

    ResponderEliminar