viernes, 5 de julio de 2019

Los Niños Toribios de Sevilla


Los pobres no tienen otro sitio que la mendicidad de la calle. Son tantos los que merodean por las gradas de la catedral de Sevilla y a la puerta del palacio arzobispal em­pobrecidos por las secuelas de la guerra, que en el año 1717 apareció en Sevilla una curiosa orden para regu­lar la caridad pública y controlar tan lamentable espectáculo. Pero con unas disposiciones tan pintorescas que no dieron resultado alguno. Por ejemplo, todos los pobres deben llevar colgado al cuello una tablilla con las armas reales y una leyenda que rece: «Puede pedir limosna». Y debajo la firma del Asistente, don Lorenzo de Villavicencio, marqués de Valdehermoso, que lo de­cretó por orden del Consejo de Castilla.
Inútil. A los dos meses, todo igual. Nadie llevaba la tablilla humillante al cuello. Que también en los men­digos de Sevilla existe clase.
¿Y los niños?
Si son expósitos, la Casa Cuna. Los huérfanos o abandonados, prácticamente la calle.
Son quizá lo más desasistido de la sociedad sevillana. En 1725, un pobre pastor asturiano, llamado Toribio de Velasco, vende libritos de la doctrina cristiana y otros devocionarios por las calles de Sevilla. Enseguida le choca el vagabundeo por el Arenal de tantos mucha­chos perdidos, mañosos en mil raterías. Y decide reco­gerlos en su casa.
Comenzó por atraer a los más dóciles con estampas y otros regalillos. Con ellos formó una pequeña comu­nidad en su casa de la calle Peral, con los que salía a la calle a recitar la doctrina cristiana y a pedir limosna. Iban los niños ordenados de dos en dos con una cruz delante y el Hermano Toribio se acercaba a los transeúntes y les decía:
–¡Den limosna, por amor de Dios, a estos pobrecitos!
La familia infantil creció y tuvo necesidad de buscar casa más espaciosa. Pero su carácter seco y duro le juega una mala pasada. El Hospicio de Niños Toribios, así cono­cido, se convierte prácticamente en correccional. La ayuda del Asistente Conde de Ripalda, que pone a su disposición a los alguaciles del municipio, se convierte en un resorte político que se sirve del ingenuo Toribio de Velasco para limpiar la ciudad de mozalbetes ante la próxima venida de los reyes a la ciudad. Con los alguaciles al lado, más que atraer, caza a los mucha­chos.
–¡Ahí viene el hermano Toribio!– gritaba un mozalbete desde cualquier esquina. Y todos los pillastres desaparecían como tragados por la tierra.
A pesar de sus métodos expeditivos, el hermano To­ribio logró reunir más de un centenar de internados y cumplió una importante misión social. Los Niños Tori­bios, que vestían «chamarratilla corta y calzón de lienzo crudo, con un juscatón de paño pardo, que los cubre y abriga», formaron la institución más celebrada y prote­gida del siglo XVIII en Sevilla.
Toribio de Velasco murió pronto, cuando su institución comenzaba a tomar vuelo. Falleció el 30 de agosto de 1730, siendo sepultado en el convento de San Pablo, al pie de la tumba de fray Pedro de Ulloa. «Asistieron a su funeral todos los niños y las comunidades de San Pablo y del Colegio de Regina, todos con luces en la mano, y le conducían en sus hombros, desde su casa en la Inquisición Vieja, collación de San Marcos, seis mancebos hijos de la casa, a los cuales ayudaban algunos eclesiásticos y personas condecoradas» (Matute).
El día anterior había hecho testamento y dejó por albaceas al arzobispo Luis de Salcedo, al Asistente conde de Ripalda, al vicario general Antonio Fernández Rojo, a los priores de San Pablo, Regina y Cartuja y nombró por sucesor en la dirección de los Niños Toribios a Antonio Manuel Rodríguez, natural de Écija, de oficio carpintero, que convirtió el caritativo establecimiento en un verdadero correccional.
Se hallaba la institución en la casa de la Inquisición Vieja, en San Marcos, con una tropa de ciento cincuenta chavales. Había maestros de escribir y contar, e incluso de gramática latina, por si alguno se inclinaba al estado eclesiástico. Había también talleres para el aprendizaje de los oficios de zapateros, sastres, polaineros, cardadores de lana, tejedores y otros.
El 5 de julio de 1733, día de santa Filomena, se mudó a la Calzada, junto al monasterio de San Benito. «En una devota procesión se trasladaron a una casa muy capaz que con este objeto se había comprado en la Calzada de la Cruz del Campo, cerca de San Benito, habiendo aportado su valor el virtuoso arzobispo, su antiguo favorecedor, ayudado con las limosnas de otros bienhechores; y allí se dispuso oratorio decente que el mismo prelado bendijo el día 27 de diciembre, dedicándolo a la Virgen nuestra Señora en el misterio de su Concepción» (Matute).
Años después pasó al Hospicio de Indias, en San Hermenegildo. En 1802 son desalojados para colocar allí un cuartel de Artillería y trasladados al Pumarejo. En 1837 fue incorporado al hospicio que de San Nicolás fue llevado al exconvento de San Jerónimo. Fusionado con la beneficencia oficial, la obra de Toribio de Velasco, que a lo largo de un siglo tuvo sus vaivenes, desapareció.

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