Los pobres no tienen otro sitio que la
mendicidad de la calle. Son tantos los que merodean por las gradas de la
catedral de Sevilla y a la puerta del palacio arzobispal empobrecidos por las
secuelas de la guerra, que en el año 1717 apareció en Sevilla una curiosa orden
para regular la caridad pública y controlar tan lamentable espectáculo. Pero
con unas disposiciones tan pintorescas que no dieron resultado alguno. Por
ejemplo, todos los pobres deben llevar colgado al cuello una tablilla con las
armas reales y una leyenda que rece: «Puede pedir limosna». Y debajo la firma
del Asistente, don Lorenzo de Villavicencio, marqués de Valdehermoso, que lo decretó
por orden del Consejo de Castilla.
Inútil. A los dos meses, todo igual. Nadie
llevaba la tablilla humillante al cuello. Que también en los mendigos de
Sevilla existe clase.
¿Y los niños?
Si son expósitos, la Casa Cuna. Los
huérfanos o abandonados, prácticamente la calle.
Son quizá lo más desasistido de la sociedad
sevillana. En 1725, un pobre pastor asturiano, llamado Toribio de Velasco,
vende libritos de la doctrina cristiana y otros devocionarios por las calles de
Sevilla. Enseguida le choca el vagabundeo por el Arenal de tantos muchachos
perdidos, mañosos en mil raterías. Y decide recogerlos en su casa.
Comenzó por atraer a los más dóciles con
estampas y otros regalillos. Con ellos formó una pequeña comunidad en su casa
de la calle Peral, con los que salía a la calle a recitar la doctrina cristiana
y a pedir limosna. Iban los niños ordenados de dos en dos con una cruz delante
y el Hermano Toribio se acercaba a los transeúntes y les decía:
–¡Den limosna, por amor de Dios, a estos
pobrecitos!
La familia infantil creció y tuvo necesidad
de buscar casa más espaciosa. Pero su carácter seco y duro le juega una mala
pasada. El Hospicio de Niños Toribios, así conocido, se convierte
prácticamente en correccional. La ayuda del Asistente Conde de Ripalda, que
pone a su disposición a los alguaciles del municipio, se convierte en un
resorte político que se sirve del ingenuo Toribio de Velasco para limpiar la
ciudad de mozalbetes ante la próxima venida de los reyes a la ciudad. Con los
alguaciles al lado, más que atraer, caza a los muchachos.
–¡Ahí viene el hermano Toribio!– gritaba un
mozalbete desde cualquier esquina. Y todos los pillastres desaparecían como
tragados por la tierra.
A pesar de sus métodos expeditivos, el
hermano Toribio logró reunir más de un centenar de internados y cumplió una
importante misión social. Los Niños Toribios, que vestían «chamarratilla corta
y calzón de lienzo crudo, con un juscatón de paño pardo, que los cubre y
abriga», formaron la institución más celebrada y protegida del siglo XVIII en
Sevilla.
Toribio de Velasco murió pronto, cuando su
institución comenzaba a tomar vuelo. Falleció el 30 de agosto de 1730, siendo
sepultado en el convento de San Pablo, al pie de la tumba de fray Pedro de
Ulloa. «Asistieron a su funeral todos los niños y las comunidades de San Pablo
y del Colegio de Regina, todos con luces en la mano, y le conducían en sus
hombros, desde su casa en la Inquisición Vieja, collación de San Marcos, seis
mancebos hijos de la casa, a los cuales ayudaban algunos eclesiásticos y
personas condecoradas» (Matute).
El día anterior había hecho testamento y
dejó por albaceas al arzobispo Luis de Salcedo, al Asistente conde de Ripalda,
al vicario general Antonio Fernández Rojo, a los priores de San Pablo, Regina y
Cartuja y nombró por sucesor en la dirección de los Niños Toribios a Antonio
Manuel Rodríguez, natural de Écija, de oficio carpintero, que convirtió el
caritativo establecimiento en un verdadero correccional.
Se hallaba la institución en la casa de la
Inquisición Vieja, en San Marcos, con una tropa de ciento cincuenta chavales.
Había maestros de escribir y contar, e incluso de gramática latina, por si
alguno se inclinaba al estado eclesiástico. Había también talleres para el
aprendizaje de los oficios de zapateros, sastres, polaineros, cardadores de
lana, tejedores y otros.
El 5 de julio de 1733, día de santa
Filomena, se mudó a la Calzada, junto al monasterio de San Benito. «En una
devota procesión se trasladaron a una casa muy capaz que con este objeto se
había comprado en la Calzada de la Cruz del Campo, cerca de San Benito,
habiendo aportado su valor el virtuoso arzobispo, su antiguo favorecedor,
ayudado con las limosnas de otros bienhechores; y allí se dispuso oratorio
decente que el mismo prelado bendijo el día 27 de diciembre, dedicándolo a la
Virgen nuestra Señora en el misterio de su Concepción» (Matute).
Años después pasó al Hospicio de Indias, en
San Hermenegildo. En 1802 son desalojados para colocar allí un cuartel de
Artillería y trasladados al Pumarejo. En 1837 fue incorporado al hospicio que
de San Nicolás fue llevado al exconvento de San Jerónimo. Fusionado con la
beneficencia oficial, la obra de Toribio de Velasco, que a lo largo de un siglo
tuvo sus vaivenes, desapareció.
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