No
hay tertulia en la radio o televisión que mañana, tarde y noche no nos atosigue
con el tema de Cataluña ni prensa que no arranque sus titulares sobre lo mismo.
Pues hablemos de ello, de lo que habla todo el mundo. Pero yo incidiré en lo
mío, en mis temas, en lo que algo sé.
Ya
que la sucesión en el arzobispado de Barcelona no tiene visos de producirse,
tras tres años y medio de la renuncia obligada de su actual arzobispo, el
cardenal Martínez Sistach, al cumplir los setenta y cinco años, me temo que
ello sea así porque Roma no encuentra, en la actual situación, quién le pueda
sustituir con ciertas garantías de acogida y en paz.
La
archidiócesis de Barcelona tiene en estos tiempos la importancia que en épocas
anteriores tenía el arzobispado de Tarragona, que se gloriaba de llamarse
primada de las Españas en competencia con Toledo. Hoy, tras el ascenso en 1964 de
Madrid y Barcelona de sedes sufragáneas de Toledo y Tarragona a arzobispados
con obediencia directa de la Santa Sede, se vieron desligadas respectivamente
de Toledo y Tarragona y adquirieron tal relevancia que hoy no se conciben sin
un cardenal al frente de ellas.
Un
siglo atrás, y me adentro en la historia, Tarragona estaba regida por el
cardenal Vidal y Barraquer. En 1923, el entonces capital general de Barcelona,
Miguel Primo de Rivera, dio un golpe de Estado y trajo la Dictadura. Entre sus muchos
problemas, consideraba él uno primordial arreglar el tema separatista de
Cataluña. Y un deseo suyo fue presionar al nuncio y a la Santa Sede para que el
cardenal Vidal y Barraquer, arzobispo de Tarragona, fuese alejado de Cataluña y
enviado a una diócesis distante de su tierra, para sustraerlo «de las
dificultades que le ofrece el gobierno de la Sede tarraconense por su origen
catalán y amistad personal, y aun parentesco, con significados políticos de
marcada nota catalanista».
En
su primer año de Dictadura pretendió que trasladaran a Vidal y Barraquer a Zaragoza,
vacante la sede maña tras el asesinato de su arzobispo, cardenal Soldevila. Y
lo quiso llevar igualmente a Burgos en 1926, para el que había sido nombrado el
obispo de Coria, Pedro Segura y Sáenz. Fue esta una batalla diplomática que
duró varios meses. Incluso Primo de Rivera envió a Roma nuevo embajador con la
misión de presionar sobre ello a la Santa Sede.
Esta,
en un deseo de contentar, respondió que se resolvería el caso cuando llegara el
momento y con anuencia del propio Vidal y Barraquer. La propuesta de Primo de
Rivera era que Segura fuera a Tarragona y Vidal y Barraquer a Burgos. Pero el
nuncio Tedeschini escribió al secretario de Estado, cardenal Gasparri,
proponiendo una solución intermedia ante las insistentes presiones del Gobierno.
Segura
no puede ir a Tarragona –manifestaba Tedeschini– porque, «de hecho, ha vivido
siempre en Castilla y no sabe una palabra de catalán ni conoce los usos y el
ambiente de Tarragona. En cambio, el arzobispo de Valencia, no diré que conoce
a la perfección la lengua y costumbres de Tarragona, siendo él también de
Castilla; pero por lo menos vive desde hace tres años en Valencia, donde se
habla una lengua muy afín a la catalana, tan afines que, como bien sabe la
Santa Sede, sea por el pasado, sea mucho más en estos últimos tiempos, son
escogidos de Valencia los candidatos para las diócesis catalanas, como un
término medio impuesto por la utilidad y la prudencia. El arzobispo de Valencia
por lo tanto debe entender algo del valenciano y es persona pacífica que no
conoce impetuosidad de carácter y precipitación de acción, y es amable en el
trato más de lo que se pueda decir. A Valencia se podría enviar al cardenal
Vidal, lo que es lícito esperar, sería acogido bien por el clero y los fieles.
Valencia, por otra parte, considerada en sí misma, no debería desagradar al
cardenal Vidal, ya porque es una archidiócesis importante por extensión y por
número de fieles (1.058.000, mientras Burgos cuenta 324.600 y Tarragona
210.000) y por la abundancia de obras católicas; deseable también por el clima
y por la riqueza del terreno, y no hablemos de las finanzas, puesto que el
Concordato asigna al arzobispo de Valencia un honorario de 37.500 pesetas,
mientras que da a Burgos y a Tarragona apenas 32.500. Pero me apresuro a
declarar que también esta combinación tiene sus inconvenientes y no menos
importante es que el arzobispo de Valencia es de presumir que cambiaría a
regañadientes y solo por obediencia su sede actual con Tarragona, harta ahora
de dificultades por el delicadísimo problema que es causa de esta propuesta.
Por último, no debo soslayar que la presentación y aceptación del obispo de
Coria para la archidiócesis de Burgos es ya conocida, no solo por el obispo de
Coria sino también por todos los metropolitanos de España, y creo que por otros
elementos del clero y del laicado. El Gobierno, que tiene en su mano la
censura, ha tratado de impedir que se hable de ello en los periódicos, pero
ello no ha impedido que los periódicos de provincia hayan ya hablado de la
promoción del obispo de Coria como arzobispo de Burgos. Un cambio por tanto de
la Santa Sede no podría impedir los comentarios».
Esto
ocurría en 1926. Me gustaría leer los mensajes cifrados que el actual nuncio envía
a Roma y las respuestas que el secretario de Estado le devuelve sobre el
espinoso tema de la sucesión del actual arzobispo de Barcelona. Pero cuando
estos papeles salgan a la luz de los Archivos Secretos Vaticanos estaremos
todos calvos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario