Recuerdo que hace unos años, cuando Rodríguez Zapatero asumió la secretaría
general del partido socialista, era para mí un personaje desconocido. Comencé a
observarlo en sus apariciones en la televisión y me di cuenta enseguida que le
faltaba un hervor a este individuo simplón de escasas lecturas. Vino por
entonces a Sevilla un conocido mío, en aquel entonces en lides políticas, y en
comida distendida en Casa Modesto–donde se come muy bien, para los que no son
de Sevilla–, hablamos del momento político y se me ocurrió aventurar:
–España es un país demasiado grande y de luenga historia para que
pueda ser regido por un simplón como ese Rodríguez Zapatero.
No mucho después, subió a la presidencia del Gobierno, gobernó
durante siete años y nos dejó el país hecho unos zorros. Y yo, confundido en mi
análisis. Ciertamente, me dije: no soy profeta.
Por eso no aventuro nada para las próximas elecciones y me reservo
qué opino sobre ciertos personajes políticos tanto de derecha como de
izquierda. Pero apunto como entonces sentí del señor Zapatero: a muchos les
falta un hervor y están faltos de lecturas. Y los hay que, además de tontos,
son malos.
Esto me lleva a un tiempo atrás donde otro personaje que he
historiado, Eugenio Pacelli, siendo nuncio en Munich, vivió la llegada a la
política de un personaje estrafalario por nombre Adolf Hitler. Y se dijo poco
más o menos como yo:
–No subirá al poder. No volveremos a escuchar más su nombre.
Años más tarde, Pacelli subió al trono pontificio con el nombre de
Pío XII y meses más tarde el estrafalario Hitler inició la locura de la II
Guerra Mundial y el Holocausto.
Pero vean cómo fue la historia.
La figura de Adolf Hitler asoma en 1923 con un intento de golpe de
Estado en Baviera para implantar, por la fuerza, un Estado nacionalsocialista.
Conocido como Putsch de Munich o Putsch de la Cervecería, en la noche del
8 al 9 de noviembre de 1923, fue provocado por miembros del Partido
Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP) y reprimido por la
policía con una docena de muertos. Hitler se fracturó un brazo y fue arrestado
y condenado a cinco años de cárcel, de los que cumplió solo unos meses.
En Munich se hallaba de nuncio Eugenio Pacelli y el 9 de
noviembre, al día siguiente del Putsch, telegrafió
un mensaje al cardenal Gasparri, secretario de Estado de la Santa Sede:
–En la noche pasada, Hitler con bandas armadas declaró cesado el
gobierno bávaro, arrestado ministro presidente y proclamado nuevo gobierno
nacional alemán con Ludendorff como jefe del ejército… Se cree en breve tiempo
orden podrá ser restablecido, probablemente no sin derramamiento de sangre.
Un día después, informa que la situación es «todavía bastante
crítica» y se prevé «graves agitaciones» en el caso de que el ejército del
Reich, que está marchando sobre Munich, se una a las SA, la banda armada de
Hitler.
Finalmente, el 12 de noviembre, Pacelli comunica a Roma:
–Hitler arrestado. Tranquilidad restablecida.
Bob Murphy, vicecónsul norteamericano en Munich, se entrevistó con
Pacelli, del que es amigo, y le pidió su opinión sobre Hitler. Pacelli le
contestó:
–Nunca más volveremos a escuchar ese nombre.
Y añadió:
–Está liquidado.
Pacelli no era el único que pensaba que la carrera política de
Hitler era ya historia. El Putsch de la
Cervecería fue una chapuza de despropósitos y los periódicos del momento lo
calificaron de «minirrevolución de cervecería» y «travesura de escolares que
jugaban a los pieles rojas». El New York
Times estimó que «el Putsch de Munich
elimina definitivamente a Hitler y sus seguidores nacionalsocialistas».
Veintiún años después, en junio de 1944, Bob Murphy entró en Roma
con el V Ejército americano del general Clark, recuperando la Ciudad Eterna de
los nazis. Acudió al Vaticano a visitar a su viejo amigo Pacelli, que ya es
papa Pío XII, y le recordó su juicio errado sobre Hitler. El Papa, sonriendo,
le respondió:
–Recuerde, Bob, que eso ocurrió antes de que yo fuese considerado
infalible.
Diez años después del Putsch,
en 1933, no solo no se había dejado de escuchar el nombre de Hitler sino que se
había encaramado al puesto de canciller del Reich.
Nombrado el 30 de enero, se convirtió en el más joven regidor de
una república todavía formalmente democrática. Esa tarde, los camisas pardas
desfilaron por la Wilhelmstrasse de Berlín, marchando al canto del Horst Wessel Lied, el himno del partido,
mientras Hitler elaboraba en la Cancillería un programa que quedó resumido en
esta frase del dictador, recordada por Emmy Goering, esposa del lugarteniente
de Hitler y comandante supremo de la Luftwaffe, Hermann Goering:
–Ha dado comienzo la máxima revolución racial alemana de la
Historia universal.
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