sábado, 28 de diciembre de 2019

El seductor Prisciliano


¿Quién era Prisciliano? Promotor del priscilianismo, movimiento que surgió a finales del siglo IV en Hispania.
Sulpicio Severo, su antiguo adversario, lo retrata así: «Hijo de padres nobles, muy rico, dinámico, elegante, elocuente y sabio por sus muchas lecturas, Prisciliano estaba siempre dispuesto a hablar y a discutir... Poseía en abundancia los dones del espíritu y del cuerpo. Podía resistir largas vigilias, el hambre, la sed. Nada inclinado a adquirir riquezas, apenas usaba de las que poseía. En cambio, su vanidad era muy grande, enorgulleciéndose con exceso de su saber en las cosas profanas. Hasta tenía fama de haber andado mucho, desde muy joven, en cosas de magia. Apenas empezó a propagar sus perniciosas doctrinas, y gracias a su fuerza de persuasión y a sus dones de seductor, atrajo a muchos nobles y, en mayor número, a la gente del pueblo. También acudieron a él multitud de mujeres afanosas de novedades, vacilantes en su fe y empeñadas en saberlo todo».
Es decir, según dice un autor moderno, Prisciliano era un seductor. Predicaba una vuelta a la pureza y simpleza de la Iglesia primitiva, ya entonces viciada y acomodaticia.


 Se le acusó de gnosticismo, de maniqueísmo, de sabelianismo, los males de la época. El gnosticismo, en el conflicto entre el bien y el mal, condenaba el apego a los bienes materiales, pero proclamaba al mismo tiempo que el pecado de la carne no era reprensible con tal de que el corazón no lo aprobara. El maniqueísmo enseñaba que el hombre es obra de un dios malo y que sólo el ayuno, el testamento de Cristo, la oración y los cantos podían enmendarlo. El sabelianismo negaba las tres personas de la Trinidad.
Parece ser que no. La doctrina de Prisciliano no era tan simplista. Él anatematiza a los falsos profetas y proclama la divinidad de Jesucristo. Prisciliano suscita un movimiento espiritual, ascético, iluminista, frente a la corrupción y decadencia que se nota en algunas posturas de la Iglesia hispana. En los once tratados conservados de Prisciliano no hay nada aparentemente heterodoxo.
Sin embargo, fue perseguido. La voz de alarma la dio Higinio, obispo de Córdoba. Advirtió del peligro al obispo de Mérida, Hidacio. La reacción de Hidacio fue violenta y la emprendió con dos de sus obispos lusitanos: Instancio y Salviano, contagiados de este movimiento espiritual, que, siguiendo la ruta de la Plata, ha venido de Galicia, patria de Prisciliano, y ha penetrado en la Lusitania y la Bética. Hidacio, impetuoso, condenó a los obispos Instancio y Salviano y al laico Prisciliano.
Después, el obispo de Mérida promueve un concilio de los obispos de Hispania y Galia. Acompañado de Itacio, obispo de Ossonoba (Faro), camina a Zaragoza donde se reúne con otros obispos españoles y franceses. El concilio se celebró el 4 de octubre de 380. Asistieron doce obispos: Valerio de Zaragoza, los acusadores principales Hidacio de Mérida e Itacio de Ossonoba, Simposio de Astorga, vacilante, con un pie en la ortodoxia y otro en el priscilianismo, Fitadio de Agen, y Delfín de Burdeos. En realidad, un fracaso de concilio por el escaso número de asistentes.
Por los documentos que nos han llegado de este concilio, en él no se condenó a nadie. Tan sólo se muestra la preocupación por ciertas prácticas ascéticas extrañas y se le ve alertado para investigar sobre lo que hubiera acerca de Prisciliano.
Pero de este concilio arranca la acción persecutoria de Itacio, obispo de Ossonoba, contra Prisciliano, que no terminará hasta su condena a muerte en el 385. Itacio escribió un libro apologético contra Prisciliano que no se conserva. Lo sabemos por san Isidoro.
Prisciliano, mientras tanto, es consagrado obispo de Ávila por los obispos Instancio y Salviano, que consagran a otros obispos creando la discordia y la desunión en la iglesia hispana. Hidacio de Mérida e Itacio de Ossonoba informan a san Ambrosio de Milán de la precaria situación y recurren al emperador Graciano.
Prisciliano acude con los suyos a Roma. Pero el papa Dámaso, hispano de origen, no le recibe. A su vuelta, pasa por Milán y trata de convencer a san Ambrosio. Pero el obispo de Milán lo desautoriza. Prisciliano apela al César y logra del emperador Graciano la restitución de su diócesis de Ávila. Valiéndose de medios ilícitos, persigue a Hidacio y a Itacio. Este, el obispo de Ossonoba, se refugia en la Galia y se presenta en Tréveris, capital interina del usurpador Máximo, dueño entonces del Imperio de Occidente. A Tréveris llega también Prisciliano, apelando la autoridad civil de Máximo. En el proceso, el prefecto Evodio alega dos acusaciones contra Prisciliano y los suyos. Les acusa de maniqueísmo y de magia. Prisciliano responde que eso de la magia fue diversión de juventud, abandonada al recibir el bautismo. Sin embargo, fue condenado a muerte con dos compañeros.
Al ser juzgados Prisciliano y sus compañeros, Sulpicio Severo desfoga sus iras contra Hidacio e Itacio, que «en su codicia por la victoria se fueron más allá de lo conveniente». De Itacio dice más: «Ciertamente de Itacio puedo asegurar que no tenía nada de ponderado, nada de santo. Era atrevido, charlatán, desvergonzado, suntuoso, dado al vientre y a la gula».
San Martín de Tours se encontraba en aquel momento en Tréveris donde se estaba juzgando a Prisciliano y «no dejaba de amonestar a Itacio que desistiera de la acusación. También interviene ante el emperador Máximo, rogándole que se abstuviera de derramar la sangre de aquellos infelices; bastante era que, juzgados como herejes por los obispos, fueran expulsados de las iglesias, pues era un crimen nuevo e inaudito que un juez secular juzgara una causa de la Iglesia».
Máximo Clemente prometió a san Martín que atendería su súplica, pero cuando el santo marchó de Tréveris, el juicio siguió adelante y Prisciliano y sus socios fueron condenados a la decapitación.
Un sínodo celebrado en Tréveris declaraba a Hidacio de Mérida e Itacio de Ossonoba inocentes de la sangre de los ajusticiados por la justicia imperial. Entre los priscilianistas condenados se encontraban Latroniano, magnífico poeta celebrado por san Jerónimo; Tiberiano, también citado por el santo de Belén; y Asarbo que, con Tiberiano, compuso un Apologético.
Tras la muerte de Prisciliano, su doctrina se propagó fuertemente por Galicia y Prisciliano venerado como mártir. Los cuerpos de los ajusticiados fueron traídos a Galicia y dado culto. Hay quien ha apuntado que la tumba que en la época medieval apareció en Compostela pertenecía a Prisciliano. Sería una curiosa broma de la historia que los restos del sepulcro de Santiago sean los de Prisciliano y no los de Santiago apóstol. No pocos historiadores se inclinan a ello.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Maese Pérez el Organista

«En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la misa del gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento».
Gustavo Adolfo Bécquer refiere una de las más hermosas leyendas sevillanas que adornan la historia de nuestra ciudad. Fue publicada por primera vez en el periódico madrileño El Contemporáneo los días 17 y 19 de diciembre de 1861.
«Como era natural –prosigue Bécquer–, después de oírla aguardé impaciente a que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:
–¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?
–¡Toma –me contestó la vieja–, en que ése no es el suyo!
–¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
–Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
–¿Y el alma del organista?
–No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.»


 En una cosa no tiene razón Bécquer, si de la pura ficción pasamos a la historia. El actual órgano de Santa Inés, que data del primer tercio del siglo XVIII, dado como dote de entrada en el convento por una religiosa del mismo, no es nada «vulgar», sino un bellísimo órgano de prodigioso sonido, aunque no lo haya tocado la mano angelical de Maese Pérez el Organista.
Este órgano se suele mostrar al público como el órgano de Maese Pérez. Pero el mismo Bécquer lo desmiente. El que tocó Maese Pérez «se cayó a pedazos de puro viejo». Y así debió ser si pasamos de nuevo de la ficción a la realidad. La leyenda que refiere Bécquer hay que situarla –creo yo– en la segunda mitad del siglo XVI, en tiempos del reinado de Felipe II. Pues habla «de nuestro señor el rey don Felipe» y de la lucha de sus galeones con los que «podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco». Evidentemente, en esa época, en el convento de Santa Inés debía hallarse otro órgano.
Pero vayamos al relato, la leyenda de ese viejo organista, ciego de nacimiento, organista en la iglesia del convento de Santa Inés de Sevilla. Toda la ciudad se hacía eco del virtuosismo de Maese Pérez, capaz de lograr acordes tan sublimes en aquel tosco y desvencijado instrumento de las monjas. («¿No conocéis a maese Pérez?... Pues es un santo varón, pobre sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo... Pues nada; él se da tal maña en arreglarlo y cuidarle, que suena que es una maravilla»). Todos acudían a oírle, especialmente en la misa del Gallo, en la noche de navidad. Lo más florido de Sevilla se agolpaba en el compás del convento antes de la misa de medianoche, los grandes personajes, el asistente mayor, el inquisidor de Sevilla, los duques rivales de Alcalá y Medina Sidonia, el mismo arzobispo, en su litera, entre hachas encendidas... («Verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el mismo señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro para llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito»).
Aquel 24 de diciembre maese Pérez presiente que es su última noche. Enfermo como estaba, llegó, conducido en un sillón, justo cuando la ceremonia iba a empezar.
«... comenzó la misa. En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la sagrada forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanillas repicaron con un sonido vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las techas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos...
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque aquel que levantaba en ellas, aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.»
Maese Pérez ha muerto.
«Cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos».
La navidad siguiente, el organista de San Román, «aquel bisajo que siempre está echando pestes de los otros organistas, aquel perdulariote, que más parece jifero de la Puerta de la Carne que maestro de solfa», tiene el atrevimiento de sustituir a maese Pérez. «No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que consienten esta profanación. Pero así va el mundo... Y digo... No es cosa la gente que acude... Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara el muerto la cabeza! Se volvía a morir, por no oír su órgano tocado por manos semejantes».
El arzobispo en su sitial, la misa comienza. Al momento de la consagración, comienza a sonar el órgano.
«Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde. Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto... Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento...»
El organista bajó precipitadamente las escaleras y pasando por la multitud se acercó al arzobispo. Este le dijo:
–Vengo de mi palacio sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez que nunca quiso excusarme el viaje tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?
–El año que viene –respondió el organista– prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.
–¿Y por qué? –interrumpió el prelado.
–Porque... –añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro–, porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.
Pasó un año. Aquella noche de navidad el compás de Santa Inés se hallaba medio vacío, «donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo».
La abadesa se dirige a la hija de maese Pérez, que ha entrado de monja en Santa Inés:
«–Toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
–Tengo... miedo –exclamó la hija de Maese Pérez.
–¡Miedo! ¿De qué?
–No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, a fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... La iglesia estaba desierta y oscura... Lejos en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda...: la luz de la lámpara que arde en el altar ma­yor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., lo vi, madre, no lo dudéis; vi un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra a sus registros..., y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración. El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
–¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un paternoster y un avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus.
Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriese nada notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento, sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez. La superiora de las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
–¡Miradle! ¡Miradle! decía la joven, fijando sus desencaja­dos ojos en el banquillo, de donde se había levantado, asombrada, para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando...; sonando como sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de místico alborozo».

lunes, 16 de diciembre de 2019

San Juan de la Cruz, de Úbeda a Segovia


Al morir San Juan de la Cruz en el convento de Úbeda el 14 de diciembre de 1591, acudieron los frailes y rezaron en su celda un responso. Después, lo amortajaron y pusieron el cuerpo sobre una alfombra, lo llevaron a la iglesia y lo depositaron bajo un altar que estaba junto a las cuerdas que colgaban de las campanas.
Con el nuevo día, acudió la gente al convento y, como ocurría en aquel entonces, trataban de arrancar del Santo lo que podían pillar de sus prendas u objetos personales. Hubo que defender el cuerpo del atropello, cosa no fácil. Un fraile dominico llevaba bajo el hábito un cuchillo para cortarle un dedo al besarle los pies. Pero le pareció que el muerto le miraba, tuvo miedo y se echó hacia atrás. No así un fraile mínimo que, al besarle los pies, le arrancó con los dientes una uña y se marchó tan contento.


 En el funeral, predicó el prior de la iglesia parroquial de San Isidoro de Úbeda, «persona muy grave, docta y espiritual».
—Comenzó el sermón diciendo que había preguntado a los religiosos de aquella casa le dijesen algo de las virtudes del difunto y ellos le habían rogado no dijese cosa particular de él, sino que predicase un sermón de difuntos ordinario y llano; pero que, aunque los frailes no le habían dicho sus virtudes, se las había dicho Dios, porque había puesto en su corazón que hablase de él como de un gran siervo suyo y ordenado que por varios caminos le diesen noticia de cosas muy particulares de su virtud y santidad.
Y terminó su sermón:
—No os pido, como se suele, encomendéis a Dios el ánima del difunto, porque nuestro difunto fue santo y está su alma en el cielo. Lo que os pido es que procuréis imitarle, y a él que nos alcance de Dios gracia.
Hubo pugna entre los religiosos de otras Órdenes por llevar el cuerpo a la sepultura. Y así, entre todos, lo enterraron en la misma iglesia, en el suelo.
Muerto fray Juan de la Cruz, Ana de Peñalosa y su hermano, Luis del Mercado, auditor del Consejo Real, solicitaron a Doria, como vicario general, traer a Segovia los restos mortales de su santo director. «Y aunque el vicario general lo rehusaba, por no despojar a la ciudad de Úbeda de una prenda tan rica, se pusieron para esto tan poderosos medios y alegaron razones tan apretadas, que le pareció conveniente concederlo». Concedido el permiso, el vicario general Doria ordenó que se llevase con el mayor secreto. Don Luis del Mercado envió a Úbeda a Juan de Medina Cevallos, alguacil de Corte y persona de su confianza, con la patente del vicario general y la advertencia de que había de hacerlo con sigilo. Fue en septiembre de 1592, a los nueve meses de su muerte. Pero, descubierto el sepulcro, «le hallaron entero, fresco, y de tan buen aspecto, como si entonces acabara de morir». Echaron cal, «dos fanegas de cal viva», y desistieron de llevarlo dejándole en el sepulcro.
El biógrafo José de Jesús María se queja de ver cómo fue tratado el cuerpo de Juan de la Cruz:
—En lugar de venerar aquella incorrupción de un cuerpo de varón tan santo... le trataron como a otro cualquier cuerpo muerto.
Pasados otros ocho o nueve meses, ya en 1593, lo intentaron de nuevo. Abierta la sepultura, «hallaron el santo cuerpo, aunque no comida la carne, como esperaban, pero ya más enjuta y seca con el calor de tanta cal, y siempre con muy suave olor». Y por caminos de distracción, dando algunos rodeos, «temiendo el alboroto que hubiera en Úbeda si supieran que los despojaban de aquel tesoro», llegaron a Madrid, camino de Segovia, con el santo cuerpo metido en una maleta y transportado en una acémila.
Una leyenda trata de dramatizar la huida. Los que llevaban el cuerpo del Santo oyeron voces amenazadoras en el camino:
—¡Ay, bellaco sacristán, desentierramuertos! ¿Adónde llevas al fraile?
Pero por más que miraron a uno y otro lado, no vieron a nadie. Este episodio legendario llegó a oídos de Cervantes y lo insertó con variantes en el Quijote. Que iban cabalgando don Quijote y Sancho en noche oscura, cuando vieron por el camino una comitiva con hachas encendidas que se acercaba. Don Quijote se figuró hallarse ante una grandísima y peligrosísima aventura. Se figuró que en la litera que llevaban aquellos encamisados, que no eran otros que clérigos, debía de ir algún caballero mal herido o muerto. Puesto en medio del camino, alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quien sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis...
Uno de ellos contestó:
—Vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora llevamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia.
No cabe duda de que hay similitudes y que Cervantes lo debió de oír en sus correrías por Andalucía como recaudador de impuestos.
Llegaron a Segovia a primeros de mayo de 1593 y depositaron el cuerpo en el convento de los frailes. Lo tuvieron expuesto a la veneración de los fieles durante ocho días. Después, abrieron un arco en la pared de un altar lateral, levantado del suelo cosa de dos varas, y depositaron el cuerpo. Echaron un tabique, sin señal alguna de que detrás se hallaban los despojos del Santo. Un año más tarde, mayo de 1564, ante los insistentes ruegos por los favores y milagros que el Santo hacía, se tiró el tabique y en el mismo lugar, bajo el arco, fue depositado sobre un arca en forma de urna.
Mientras, en Úbeda había un sentimiento general de decepción y despecho. Le habían robado el cuerpo del Santo con nocturnidad y alevosía. El tema fue tratado en el Cabildo de la ciudad y se nombró una comisión para hacer traer el cuerpo a Úbeda. Fueron nombrados comisarios Perafán de Ribera y Pedro Ortega, caballeros veinticuatro de la ciudad. Como no hallaron eco en los frailes, decidieron acudir a Roma.
Clemente VIII firmó un Breve en 1596, cinco años después de su muerte, para que el cuerpo de fray Juan de la Cruz fuera devuelto a Úbeda. El pleito se demoró y el Breve nunca se ejecutó. Años después, en 1607, antes de un Capítulo general, los superiores de la Orden y la ciudad de Úbeda llegaron a un acuerdo. La Orden entregaba a Úbeda algunas reliquias insignes, como fueron una pierna desde la rodilla para abajo y un brazo del codo hasta la mano, que fueron depositadas en la iglesia del Carmen. Reliquias recibidas con júbilo y fiestas en Úbeda, aunque con la protesta formal de que no perdían el derecho que tenían a todo el cuerpo.

sábado, 14 de diciembre de 2019

Muerte de San Juan de la Cruz


Fray Juan de la Cruz está hecho «un lastimoso Job, lleno de llagas, de dolores y de intolerables mortificaciones». Con la llegada a Úbeda se ha agravado su enfermedad. Y el Santo soporta los dolores con infinita paciencia. Y más paciencia aún con el prior Francisco Crisóstomo, «áspero de condición y algo corto».
Fray Diego de la Concepción, prior de La Peñuela, vino a visitar al enfermo. Y observó que no sólo llevaba con paciencia sus dolores sino también la condición del prior del convento.
–No hacía con él lo que tenía obligación –cuenta– y a mí me pareció que lo tenía de mala gana en su convento, llorando y gruñendo lo que comía. Y, como vi esto, dije un día al prior que no llorase lo que con aquel Santo gastaba; ni le gruñese ni mostrase mala cara de hombre apretado.
El prior «llora y gruñe» que el enfermo es una carga para la economía de un convento tan pobre. Que no se queje tanto, le aconseja Diego de la Concepción. Y al volver a La Peñuela envió cuatro fanegas de trigo para el convento de Úbeda y seis gallinas para el enfermo. ¿Le darían siquiera un caldo de gallina a fray Juan? No lo refieren las crónicas.


 Fray Bernardo de la Virgen, enfermero de fray Juan de la Cruz, cuenta la repugnancia que el prior mostraba al Santo.
–En todo lo que podía hacerle molestia –confiesa– se la hacía, aun en la enfermedad larga y penosa de que murió, mandando que nadie le entrase a ver sin licencia expresa suya, y él entraba muchas veces en la celda del enfermo, y le decía siempre palabras de mucha pesadumbre, trayéndole a la memoria cosas pasadas, como vengándose.
El prior quitó el oficio de enfermero a fray Bernardo. ¿Porque estaba haciendo bien su oficio? Pero fray Bernardo no se achicó. Escribió a Antonio de Jesús y le notificó lo que pasaba. Vino a Úbeda el provincial el 27 de noviembre, y reprendió al prior de su poca piedad. Devolvió el cargo al enfermero y le dijo que cuidase con esmero del enfermo.
Fray Juan de la Cruz, sumido en su camastro, calla ante el prior y no protesta ni una queja. Ha sido la norma de su vida: el silencio. Su enfermero puede atestiguar que, en las ocasiones de pesadumbre, que fueron muchas, jamás le oyó decir al enfermo una palabra contra el prior. Las curas son cada vez más dolorosas y el estado del enfermo se agrava cada día. Los testimonios de frailes que testificaron de la enfermedad y muerte de Juan de la Cruz son múltiples. Voy a espigar algunas declaraciones:
Agustín de San José nos dice:
–En el curso de la enfermedad se le hinchó una pierna, y mandando el médico que le diesen un baño de agua tibia, el enfermero le dio un poco de agua más caliente que era menester. De donde resultó que toda aquella hinchazón se le quedase y cuajase allí con una dureza muy grande, de lo cual procedió hacérsele cinco llagas. La primera me dijo que le daba grande devoción, que fue en el lugar del clavo (de Cristo). Las otras cuatro se las abrió el médico, y una estando yo presente.
El suprior de Úbeda, fray Fernando de la Madre de Dios, cuenta:
–Un día el licenciado Ambrosio de Villarreal, cirujano que le curaba, le abrió con unas tijeras desde el talón del pie para arriba en la pierna, al parecer de este testigo más cantidad de un jeme, poco más o menos...
Un jeme es la distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo posible.
–El Santo no hizo sentimiento ni se quejó —prosigue—, antes vuelto al médico, con palabras suaves y blandas, mirando la llaga que le había abierto, dijo: «¡Jesús!, ¿eso ha hecho?» Y asistiendo muchas veces este testigo y otros religiosos a las curas que le hacían, y cortándole pedazos de la pierna, estaba con tan grande paciencia, que este testigo y los demás se admiraban del gran sufrimiento que el Santo tenía en tan terribles tormentos; y era de suerte que parecía o que era de piedra o insensible. El licenciado Villarreal, conociendo los terribles dolores que el Santo padecía, estaba admirado de verle padecer con tanta suavidad y alegría, y decía muchas veces que le parecía que era imposible padecer lo que padecía si no fuera, como era, tan santo y con mucho amor de Dios.
El prior ha rectificado en su actitud y se excusa ante el enfermo diciéndole que la casa era tan pobre que no podía regalar nada como él hubiera querido. Fray Juan, como no dándole importancia, le contesta:
Padre Prior, yo estoy muy contento y tengo más de lo que merezco. No se fatigue ni aflija, que hoy esté esta casa con la necesidad que sabe. Tenga confianza en nuestro Señor, que tiempo vendrá en que esta casa tenga lo que hubiere menester.
El 13 de diciembre, día de santa Lucía, le dieron la extremaunción, «que recibió atentísimo, rezando y respondiendo al preste con los demás del convento».
El prior busca un libro con las recomendaciones del alma. Fray Juan lo nota y le dice: «Dígame, Padre, de los Cantares, que eso otro no es menester». Y el cantor por excelencia del amor pide que en la hora de su muerte le reciten del Cantar de los Cantares, que ha sido como la fuente de inspiración de su Cántico Espiritual.
Y es que se muere un poeta, el más sublime poeta místico. Traspuesto está con un crucifijo elevado en su mano.
Preguntaba con frecuencia la hora. Como presintiendo llegado su momento.
–¿Qué hora es? –pregunta al enfermero.
–Las once.
–Ya se acerca la hora de los maitines que diremos en el cielo.
–¿Qué hora es? –pregunta al cabo de un rato.
–Las once y media.
–Ya se llega mi hora; avisen a los religiosos.
A las doce, tocan la campana a maitines.
–¿A qué tañen? –pregunta el Santo.
–A maitines.
–¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
El crucifijo que tenía en una mano lo entregó a un seglar que se hallaba en la celda, metió las manos debajo de la ropa, compuso todo el cuerpo y, sacando los brazos, tomó de nuevo el crucifijo. Cerró los ojos, pronunció las últimas palabras de Jesús en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y expiró. Llovía copiosamente. Era la madrugada del 14 de diciembre de 1591, sábado. Tenía fray Juan de la Cruz cuarenta y nueve años.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Miguel Cid, cantor de la Inmaculada


Miguel Cid, el cantor de la Inmaculada, es un seglar sevillano, nacido a mediados del siglo XVI y fallecido en diciembre de 1615. De ascendencia humilde, casado y con cinco hijos, era sayalero de profesión. Vivió en la collación de San Juan de la Palma, en la calle Caño Quebrado, pero en sus últimos años, ya viudo, reside en la collación del Salvador. Dos hijas entraron de monjas en el convento de Santa María de Gracia, y un hijo de su mismo nombre y apellido, recogió las poesías del progenitor y las publicó en 1657. En este libro confiesa: «Mientras que mi padre vivió, se ocupó en alabar a Dios, a su Madre y a los Santos... Aficionábansele todos, religiosos y seglares, particularmente cuando compuso las coplas de Todo el mundo en general en honra de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora, tan celebradas en toda la Cristiandad que muchas veces los devotos de este Misterio lo abrazaban y aplaudían por las calles de Sevilla».


 Bernardo de Toro, predicador del púlpito de la Granada en el Patio de los Naranjos, reunió en su casa a un grupo de amigos, entre ellos Vázquez de Leca y Miguel Cid, para celebrar la pascua de navidad de 1614 ante un nacimiento, donde cantaban villancicos y coplas al Niño Dios. ¿Por qué no hacer unas coplas a la Virgen en su misterio de la limpia concepción?, se dijeron. Y sin «saber cómo» surgieron esas coplas, que comenzaron a enseñarlas a los niños de las escuelas. Y estos a cantarlas por las calles. Y los frailes dominicos a enfadarse con los niños.
Este es el arranque del conflicto inmaculista que prendió fuerte en la ciudad de Sevilla en 1615 y se propagó por todo el arzobispado. Nunca unos versos en noche inspirada darán tanta gloria y renombre a sus autores: letra de Miguel Cid y música de Bernardo de Toro. El estribillo es muy conocido: «Todo el mundo el general / a voces, Reina escogida, / diga que sois concebida / sin pecado original». Mateo Vázquez de Leca, el canónigo rico del grupo, lo dio a la imprenta para que se imprimieran unas cuatro mil hojillas que se repartieron por las escuelas de Sevilla, e incluso se enviaron a otros puntos de España.
Había sucedido antes, 8 de septiembre de 1613, el sermón de un dominico en el convento de Regina, que cuestionaba la Inmaculada Concepción de la Virgen y el escándalo que ello produjo en la ciudad. Esta copla corría por la ciudad: «Aunque se empeñe Molina / y los frailes de Regina / con su padre provincial, / María fue concebida / sin pecado original».
Vázquez de Leca y Bernardo de Toro marcharán a la corte de Felipe III, que se hallaba en Valladolid, y de allí a Roma, comisionados para lograr del pontífice la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción. En Roma lograron al menos un decreto de Paulo V, dado en 1617, que prohibía públicamente, en las aulas o en los púlpitos, se predicase la opinión rigurosa acerca de la Inmaculada Concepción, es decir, que María fuese concebida en pecado original y santificada después en el seno materno. Ese decreto produjo una conmoción enorme en Sevilla por el celo que esta ciudad mostraba en la defensa inmaculista. El 8 de diciembre de 1617, Sevilla hizo voto solemne en la catedral en defensa de este misterio.
Pero Miguel Cid no conocerá estos logros de la ciudad en favor del dogma de la Inmaculada. «Cae enfermo en el apogeo de su gloria y el 4 de diciembre de 1615, sintiendo cercano el fin de su vida, llama al escribano público Diego de Zuleta para redactar el testamento y última voluntad...». Murió entre el día del testamento y el 11 de diciembre, día en que comparece Cristóbal de Saravia ante el escribano público, declarando que «Miguel Cid, su suegro, era fallecido y pasado de esta presente vida». Le amortajaron con el hábito de san Francisco y colocaron en sus manos las célebres coplas, tan recordadas: «Todo el mundo en general…»
«Detrás del cuerpo le acompañaron dignidades, canónigos, prebendados, beneficiados de las parroquias, religiosos de todas órdenes, jueces, caballeros y todo el resto de este numerosísimo pueblo que supo su muerte». Un cronista anónimo pone la pincelada mariana: «Vino el entierro a la Santa Iglesia y la Santísima Virgen como tan agradecida quiso dar muestras de su agradecimiento, y movió a todos los Maestros de las escuelas, que enviasen a los niños de ellas, que a coros fuesen delante del entierro cantando las coplas que él había compuesto y enseñádoles».
Poeta conceptuoso, quizá no muy brillante, murió con la gloria del pueblo. Cervantes lo elogió: «Este que sigue es un poeta santo, / digo, famoso: Miguel Cid se llama / que al coro de las Musas pone espanto». Francisco Pacheco lo pintó al pie de una Inmaculada, con las coplas en la mano, lienzo que fue colocado en sitio concurrido, en el Patio de los Naranjos de la catedral, frente a la capilla de la Granada, en la puerta del Lagarto.

domingo, 8 de diciembre de 2019

¿Nos dice algo hoy el título de María Inmaculada?


El dogma de la Inmaculada Concepción está siendo un tanto incómodo a cierta teología moderna. Benedicto XVI, en la homilía del 8 de diciembre de 2005, hacía la siguiente pregunta:
–¿Qué significa «María, la Inmaculada»? ¿Este título tiene algo que decirnos?
Y el Papa responde a la consideración de los fieles y pienso que indirectamente a la reflexión de los teólogos:
–En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en «almas eclesiales» –así se expresaban los Padres–, para poder presentarnos también nosotros, según la palabra de san Pablo, «inmaculados» delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).


Dos papas se significaron especialmente por el dogma inmaculado en el siglo XX por aquello de que les tocó la doble efeméride del cincuentenario y centenario de la proclamación del dogma. San Pío X, con su encíclica Ad diem laetissimum (1904), y Pío XII, con la encíclica Fulgens corona (1953). Éste último instituyó el Año Mariano desde el 8 de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954.
Es necesario que la celebración de este Centenario –decía Pío XII– no solamente encienda de nuevo en todas las almas la fe católica y la devoción ferviente a la Virgen Madre de Dios, sino que haga también que la vida de los cristianos se conforme lo más posible a la imagen de la Virgen. De la misma manera que todas las madres sienten suavísimo gozo cuando ven en el rostro de sus hijos una peculiar semejanza de sus propias facciones, así también nuestra dulcísima Madre María, cuando mira a los hijos que, junto a la Cruz, recibió en lugar del suyo, nada desea más y nada le resulta más grato que el ver reproducidos los rasgos y virtudes de su alma en sus pensamientos, en sus palabras y en sus acciones. Ahora bien: para que la piedad no sea sólo palabra huera o una forma falaz de religión o un sentimiento débil y pasajero de un instante, sino que sea sincera y eficaz, debe impulsarnos a todos y a cada uno, según la propia condición, a conseguir la virtud. Y, en primer lugar, debe incitarnos a todos a mantener una inocencia e integridad de costumbres tal, que nos haga aborrecer y evitar cualquier mancha de pecado, aun la más leve, ya que precisamente conmemoramos el misterio de la Santísima Virgen, según el cual su concepción fue inmaculada e inmune de toda mancha original.
Posteriormente, el Concilio Vaticano II reflexionó sobre la doctrina mariana en la reflexión sobre Cristo y sobre la Iglesia. Fue el primer concilio que se refiere a la Virgen María como Inmaculada Concepción. En la constitución dogmática Lumen Gentium se proclama a la Virgen «como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia» y «tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad» (LG 53). Al tiempo que recoge que la «Madre de Dios y del Redentor» fue «redimida de modo eminente en previsión de los méritos de su Hijo, unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble». Curiosamente, el Concilio Vaticano II se clausuró el 8 de diciembre de 1965, festividad de la Inmaculada Concepción.
Pero todos los papas de este siglo se han volcado en alabanzas a la Inmaculada. Juan Pablo II, que alumbró el siglo XXI, celebró con toda solemnidad el ciento cincuenta aniversario de la proclamación del dogma.
–¡Cuán grande es el misterio de la Inmaculada Concepción, que nos presenta la liturgia de hoy! Un misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos –dijo en la homilía del 8 de diciembre de 2004.
Pero han llegado también voces discrepantes. Lo de Kart Barth (1886-1968), teólogo significativo del protestantismo del siglo XX, no es una discrepancia, es un exabrupto. En su monumental Dogmática, considera no sólo este misterio de la Inmaculada, sino toda la mariología, como una «excrecencia tumoral del catolicismo». En su dogmática dice: «El discurso católico sobre María es una excrecencia maligna, es una planta parásita de la teología: ahora bien, las plantas parásitas deben ser desenraizadas».
La reflexión en lenguaje actual del pecado original ha llevado a algunos teólogos católicos a reconsiderar, sin llegar a negarlo explícitamente, el dogma de la Inmaculada Concepción. Sirva de ejemplo Domiciano Fernández, que propone una revisión global de la doctrina del pecado original en su obra El Pecado Original, ¿mito o realidad? Pero no me extenderé en estas discusiones de escuela. Apunto simplemente el dato. Aunque me quedo con la expresión de Juan Pablo II ante la Inmaculada de la Plaza de España de Roma en la tarde del 8 de diciembre de 1984:
–Venimos hoy, como todos los años, a Ti, Virgen de la Plaza de España… Eres «llena de gracia». ¡Oh Inmaculada! Madre que nos conoces, permanece con tus hijos. Amén.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Santa Bárbara y la santería


Santa Bárbara cayó «fulminada» del calendario de la Iglesia en 1969 en su primera revisión tras el Concilio Vaticano II. Adornada su vida de relatos inverosímiles y teológicamente sorprendentes, los liturgistas llegaron a una conclusión que ya sabían los historiadores: las actas martiriales atribuidas a esta santa son fabulosas y ni siquiera se tiene certeza del lugar de su martirio. Tal vez haya influido también en esa decisión de eliminarla del calendario litúrgico el hecho de que la religión de la Santería, tan extendida en el folklore afrocubano y afrobrasileño, la haya adoptado como a uno de sus dioses, lo que no tiene nada que ver con la veneración de los santos que tributa la Iglesia Católica.
La santería es una religión que tiene sus orígenes en la tribu Yoruba de África. Los Yorubas vivían en lo que se conoce hoy como Nigeria, a lo largo del río Níger. Esclavizados, fueron llevados muchos de ellos a Cuba, a trabajar en las plantaciones de azúcar, y a Brasil. La santería surge del sincretismo de la religión que han traído de África y el cristianismo.


 Santa Bárbara y Shangó

Con el triunfo de la revolución comunista en Cuba en 1959, más de un millón de cubanos se exiliaron a otros países (principalmente a Estados Unidos, en Miami, Nueva York y Los Ángeles). Por lo que la santería cubana se ha propagado a esos nuevos ambientes.
Según la santería, la vida de cada persona está supervisada por un santo (orisha) que toma parte activa en su vida diaria. En la fiesta de su santo, la persona debe asistir a misa y a las ceremonias de ese orisha. Santa Bárbara es uno de esos santos o dioses principales. Vestida de rojo y con espada en las imágenes católicas (símbolos de su martirio), la santería la ha identificado con el dios Shangó, guerrero a quien se le atribuye la fuerza.
Pero esta santa, de existencia dudosa, a la que se invoca cuando truena, ha gozado en la Edad Media de una popularidad ingente, siendo colocada en la lista de los catorce santos «auxiliadores». Su devoción se inició en Oriente y se propagó por Occidente con un fervor tan extendido que no había lugar en los pueblos de Europa que no tuviera un templo o capilla erigidos en su honor.
Las Passio de la santa —que son múltiples y escritas en distintas lenguas, latín, griego, siríaco, armenio...—, se remontan al siglo VII; por tanto, cuatro siglos posteriores a su supuesto martirio. Fuentes tan diversas y tan lejanas de los acontecimientos que relatan necesariamente tienen que estar plagadas de elementos legendarios y contradictorios entre sí.
Resumiendo lo que tan variadas fuentes cuentan de ella, diré que su martirio sucedió en el siglo III o tal vez a los inicios del IV. Hay quien coloca su suplicio bajo el imperio de Maximino el Tracio (235-238) y quien sostiene que ocurrió bajo Maximiano (286-305) o Maximino Daia (308-313). Si nos preguntamos por el lugar, la duda es más acentuada. Se habla de Antioquía, Nicomedia de Bitinia o incluso de una localidad llamada Heliópolis, en la región de Anatolia, todas ellas en la actual Turquía. Y para complicar más la cosa, los italianos la hacen vivir en Toscana y muerta en Scandriglia, cercana a Rieti, que guarda en su catedral un sepulcro que dicen conserva sus restos mortales.
Nos encontramos así con una santa mártir, querida y venerada profundamente por devotos de todos los tiempos, de la que hay dudas profundas sobre la población que le dio a luz y las ciudades que disputan a Rieti la posesión de sus reliquias. Entre ellas, Arezzo, Nicomedia (hoy Izmit, Turquía) y Torcello.
El nuevo Martirologio Romano, reformado tras el Concilio Vaticano II, es muy escueto al referirse a esta santa. Señala simplemente el día 4 de diciembre: «Conmemoración de santa Bárbara, de la cual se dice que fue virgen y mártir en Nicomedia, en la actual Turquía (s. III/IV)». El antiguo Martirologio era más explícito: «En Nicomedia, el triunfo de santa Bárbara, virgen y mártir, que, en la persecución de Maximino, después de atormentada con dura prisión y abrasada con hachas, sufrió, entre otros tormentos, que le cortasen los pechos, y consumó el martirio por la espada».
Los católicos veneramos a los santos, sabiendo que son seres humanos como nosotros y que han vivido heroicamente su fe, han muerto y viven en el cielo donde interceden por nosotros por la participación en la gloria de Jesucristo.
Dejando a un lado las fantasías legendarias que encubren la vida de santa Bárbara y su usurpación por la santería, la piedad popular la invoca como patrona de la buena muerte y contra la muerte imprevista. Hagamos nuestra la plegaria que aparece en la letanía de los santos:
—De la muerte súbita e imprevista, líbranos Señor.
Y también la oración de los viejos eucologios o devocionarios que contenían los oficios de los domingos y principales festividades del año:
—Señor, concédenos que, por intercesión de santa Bárbara podamos recibir el sacra­mento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo antes de la muerte.