Hoy, 11 de octubre, celebra la Iglesia
la festividad de san Juan XXIII, el Papa Bueno, como se le llegó a conocer. Hay
no pocas similitudes con el actual Francisco, que quisiera resaltar aquí, si me
es posible.
Monseñor Roncalli, este era su apellido,
fue delegado apostólico en Turquía y Grecia durante la Segunda Guerra Mundial,
un diplomático sin especial relieve. Al terminar la guerra, y tomar el poder en
Francia el general De Gaulle, ordenó la marcha inmediata de todos los
diplomáticos que habían colaborado con el gobierno de Vichy.
–¿También el nuncio?
–También.
Y es así cómo Roma se vio obligada a
llamar a monseñor Valerio Valeri, nuncio de Pío XII en Francia.
A quién elegir.
–¿Angelo Roncalli? –se dijo Pío XII–.
Sí, él puede ser.
Roncalli recibió un telegrama cifrado
que decía: «Venid inmediatamente. Sois transferido nuncio París…». Firmado:
Tardini.
Al llegar a Roma, recibió unas vagas
instrucciones de monseñor Tardini y algo más precisas de monseñor Montini. Y
finalmente, una audiencia con Pío XII, de cinco minutos y de pie entre dos
puertas. Dirá más tarde Juan XXIII:
–Fue un noviciado bien corto.
Y, citando un proverbio de su región
natal:
–Qué queréis, cuando no hay caballos,
los burros trotan.
Después, llegará a patriarca de Venecia
y, a la muerte de Pío XII, proclamado Papa con el nombre de Juan XXIII. Él
mismo confesará confidencialmente a sus íntimos de su promoción sensacional, desde
oscuro delegado apostólico a una de las nunciaturas mejores del mundo. Nunciatura
que entraña automáticamente el cardenalato.
Ya de Papa, confesó al célebre
periodista Indro Montanelli:
–Desde mi llegada al sacerdocio, me he
puesto a disposición de la Santa Iglesia. La he servido, sin ansiedad y sin
ambición. Esto es todo y nada más que esto. Es superfluo querer indagar más
lejos.
En otra ocasión, dijo:
–Tengo la impresión de no hacer nada de
particular. Me esfuerzo simplemente en vivir y practicar las reglas del
Padrenuestro: que tu nombre sea santificado, que llegue tu reino, que se haga
tu voluntad… Gracias a Dios, mis asuntos van bien; yo los llevo con calma, los
sigo todos y, uno tras otro, los pongo en el lugar que conviene. Bendigo al
Señor por la asistencia que me presta, permitiéndome también de no complicar
las cosas sencillas sino más bien de simplificar las cosas complicadas.
Con su pinta de campesino, regordete, labios
gruesos, orejas como soplillos, manos de labrador, todo lo contrario de su
antecesor Pío XII, era un hombre modesto, sonriente, que llegó a asumir tan
amplias responsabilidades como las del papado sin haberlo pretendido siquiera.
Salió elegido Papa al sexto escrutinio.
El cardenal Tisserant, decano del Colegio cardenalicio, le preguntará en latín:
–¿Qué nombre elige?
–Juan. Juan XXIII.
Un nombre que sorprende. En Roma se
especulaba que el electo tomaría el calificativo de alguno de sus antecesores:
Pío XIII, Benedicto XVI, León XIV… Como sorprendió su edad: 77 años, una edad
avanzada para la elección de un papa. Él se lo tomará con gracia. En su primer
encuentro con los periodistas, les dirá:
–Sabéis muchas cosas… Habéis desvelado
los secretos del Cónclave. Muy interesante… Totalmente falso por otra parte.
Habéis escrito que soy un papa de transición. No sé muy bien qué entendéis por
esto. En fin… Es posible.
Cuando un diplomático le felicitó «por
haber despertado el fervor entusiasta de los romanos», bromeó:
–Sí, estoy muy contento… Son muy
gentiles… Pero usted no debe ignorar que no amaron tanto a un papa como a Pío
IX, de santa memoria… Y después, cuando murió, quisieron arrojar su cuerpo al
Tíber… Espero no acabar como él.
Y comenzaron los cambios. Al conde Dalla
Torre, director de l’Osservatore Romano
le dirá que suprima los superlativos empleados al referirse al Papa:
«altísimo», «inspirado», «iluminado». Simplemente escriba: «el Papa ha hecho
esto», «el Papa ha dicho lo otro». Rehusará también tener un confesor jesuita,
como era costumbre. Y traerá a un simple sacerdote de Venecia, que hacía de
confesor suyo. Ordenará que sus tres hermanos y hermana, que sobreviven de su
numerosa familia, no sean llamados «excelentísimos» parientes de Su Santidad,
como era costumbre. El acceso a los jardines vaticanos dejará de ser exclusivo
a ciertas horas para el paseo del Papa. No utilizará la silla gestatoria más
que en ocasiones solemnes. Decía que «era la silla más incómoda que había». En
las audiencias especiales no será ya necesario el frac o chaqueta negra. Tendrá
su médico llegado de Venecia y no será llamado archiatra, como lo fue con Pío
XII el tristemente famoso Galeazzi-Lisi. Su residencia particular será servida
por dos venecianos, que los tenía desde hacía diez años, y una parienta lejana
que tomó el relevo de sor Pasqualina. Y no gustaba comer solo. Decía:
–Lo he comprobado en el Evangelio. No
hay ninguna regla que exija que el Papa deba comer en soledad.
Al tiempo que este Papa bueno, paternal,
modesto, misericordioso se ganaba la popularidad de la cristiandad, el clan
tradicionalista que gravitaba en torno a la Santa Sede veía con temor lo que
parecía poner en peligro los fundamentos del orden tradicional. Y crecían las
murmuraciones. Llamaban a Juan XXIII «ese campesino del Danubio de la
diplomacia» que compromete el futuro de la Iglesia con sus imprudencias.
¿Os suena quizás que algo parecido
sucede con el papa Francisco?
Y en su delirio, a Juan XXIII se le
ocurrió anunciar el Concilio Vaticano II… Y lo abrió el 11 de octubre de 1962,
día histórico escogido también para la celebración litúrgica anual de este Papa
Bueno.
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