sábado, 11 de enero de 2014

Me acuso, Padre...

Voy a hacer una confesión. La necesito.
–Me acuso, Padre… que soy un facha, un troglodita, un ultra y no sé cuántos calificativos más de tantos como dicen en la tele que somos los que creemos en la vida desde el origen hasta la muerte. Es a saber, que estoy contra el aborto… Me acuso también, Padre, de que he dicho que el ministro del Interior es un meapilas y otras palabras más gruesas que espero no repetirlas aquí, por el caso Bolinaga, por la salida de presos, por el espectáculo del matadero de Durango… y es que también yo soy víctima del terrorismo. En 1991 asesinaron alevosamente a un primo hermano mío, sin que aún, a pesar de los años, se haya sabido de los asesinos que pusieron la bomba debajo de su coche, en el barrio de Carabanchel de Madrid, siendo él un simple capitán patatero del ejército, dejando esa canalla a una joven viuda con cinco hijos pequeños…
Pero tal vez lo que yo necesite sea un psicoanálisis y deba pedir ayuda a mi buen amigo psiquiatra, Jaime Rodríguez Sacristán.
Porque cuando era joven me tenían por comunista y ahora, a mis años, he sufrido una radical metamorfosis hasta hacerme un ultra de la derecha.
Cuando salí de cura, confieso, bajo el régimen de Franco, me mandaron de coadjutor a un pueblo. Dormía en la torre de la iglesia, en una pequeña habitación que había sido emisora de radio, y comía en la pensión con maestros y maestras solteras. Una de ellas estaba encariñada con un maestro malagueño. Era hija de un capitán de la Guardia Civil, que venía mensualmente a inspeccionar el cuartel del pueblo, que se hallaba frente a la pensión. El teniente comía con su hija y con nosotros y ese día la conversación se moderaba, porque aquello era una tribuna alborotada de gente joven que discutía de lo divino y de lo humano.
El capitán de la Guardia Civil le dijo a su hija que tuviera cuidado con el curita joven, porque lo tenían fichado por comunista. La hija se lo dijo al novio y el novio me lo chivó a mí. Yo noté que todos los domingos, en la misa de 8 de la mañana, en el convento de las Hermanas de la Cruz, no solo estaban las religiosas y unas cuantas mujeres del barrio, sino también un guardia civil que se quedaba al fondo de la capilla. Espero que mis sermones le hubieran servido de algo.
Pero hubo más. Días antes de la Semana Santa aparecieron unas pintadas en las afueras del pueblo contra el régimen. En el casino del pueblo corrió la voz de que había sido el cura joven con unos estudiantes. Me enteré al mediodía, en la comida en la pensión. Y les dije a los amigos maestros:
–Vamos a ver la obra de arte que pinté anoche, que la luna no era clara y no se veía bien.
Pero al llegar y ver las faltas de ortografía en letras gruesas de brea de tractor o de qué sé yo, les dije:
–¡Imposible! Esto no es mío.
Pero el alcalde, y aquí entramos en lo que podría ser una historieta más de Don Camilo y Peppone, de Guareschi, me puso al jefe de los municipales a seguirme y espiarme si se me ocurría salir de noche.
Ya en Sevilla, y después de mi paso por Roma, decía misa en la parroquia en San Pedro. Trabajaba en el Correo de Andalucía de Javierre, y por supuesto teníamos los teléfonos pinchados. ¡Bueno era Juan Creix, jefe superior de policía, un sujeto que había pasado por Barcelona y el País Vasco, con fama de torturador! Era domingo tarde. Decía yo la misa de 7. Recuerdo que la iglesia estaba llena. Cuando acabé el sermón y antes de que iniciara el Credo, surgió una voz de un lateral gritando:
–¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Miré hacia aquel lugar pero no distinguí quién había sido. Le gente, con más miedo que vergüenza, ni se movió. Pensé en contestarle, pero me contuve. No quería dar chance a ese tipo enviado ya se sabe por quién. Cuando llegó el momento de la paz, dije:
–La paz del Señor sea siempre con vosotros.
Y otro grito de nuevo:
–¡Sí, la paz que nos da Franco!
Esta vez sí que lo cacé y le invité a salir. Pero el tipo no se movía. Y no había nadie con reaños para decirle que se fuera.
Llamé al sacristán y le dije:
–¿Ve usted a aquel señor? Acompáñale a la calle.
Y el sujeto, sin oponer resistencia, a los ruegos del sacristán, dejó el templo. Después le pregunté al sacristán si estaba borracho. Y me dijo que no.
Mantuve la misa parada durante unos tres minutos. El tiempo que duró su grito y su salida de la iglesia.
Al reanudar la misa, solo dije:
–¡Aquí quien da la paz es Jesucristo!
Y más cosas. Campamentos scouts con dificultades, salvadas en Sevilla por el carácter del cardenal Bueno Monreal. O la Asamblea nacional del Movimiento Scout Católico (MSC), de la que yo era consiliario general, que se celebró en 1970 en el Cerro de los Sagrados Corazones, donde se presentaron dos policías pidiéndome toda la documentación y papeles de los asuntos tratados.
Aquellas cosas de antaño las veía divertidas. Las de ahora, en cambio, las siento con asco.
En fin, que a mi edad, vivo en total confusión. Necesito del confesor o del psiquiatra que me diga: ¿Qué soy yo? ¿De izquierdas? ¿De derechas?
Tendré que decir con el papa Francisco: Ni lo uno  ni lo otro, soy de Jesucristo.

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