Voy
a hacer una confesión. La necesito.
–Me
acuso, Padre… que soy un facha, un troglodita, un ultra y no sé cuántos
calificativos más de tantos como dicen en la tele que somos los que creemos en
la vida desde el origen hasta la muerte. Es a saber, que estoy contra el aborto…
Me acuso también, Padre, de que he dicho que el ministro del Interior es un
meapilas y otras palabras más gruesas que espero no repetirlas aquí, por el
caso Bolinaga, por la salida de presos, por el espectáculo del matadero de
Durango… y es que también yo soy víctima del terrorismo. En 1991 asesinaron
alevosamente a un primo hermano mío, sin que aún, a pesar de los años, se haya
sabido de los asesinos que pusieron la bomba debajo de su coche, en el barrio
de Carabanchel de Madrid, siendo él un simple capitán patatero del ejército, dejando
esa canalla a una joven viuda con cinco hijos pequeños…
Pero
tal vez lo que yo necesite sea un psicoanálisis y deba pedir ayuda a mi buen
amigo psiquiatra, Jaime Rodríguez Sacristán.
Porque
cuando era joven me tenían por comunista y ahora, a mis años, he sufrido una
radical metamorfosis hasta hacerme un ultra de la derecha.
Cuando
salí de cura, confieso, bajo el régimen de Franco, me mandaron de coadjutor a
un pueblo. Dormía en la torre de la iglesia, en una pequeña habitación que
había sido emisora de radio, y comía en la pensión con maestros y maestras
solteras. Una de ellas estaba encariñada con un maestro malagueño. Era hija de
un capitán de la Guardia Civil, que venía mensualmente a inspeccionar el
cuartel del pueblo, que se hallaba frente a la pensión. El teniente comía con
su hija y con nosotros y ese día la conversación se moderaba, porque aquello
era una tribuna alborotada de gente joven que discutía de lo divino y de lo
humano.
El
capitán de la Guardia Civil le dijo a su hija que tuviera cuidado con el curita
joven, porque lo tenían fichado por comunista. La hija se lo dijo al novio y el
novio me lo chivó a mí. Yo noté que todos los domingos, en la misa de 8 de la
mañana, en el convento de las Hermanas de la Cruz, no solo estaban las
religiosas y unas cuantas mujeres del barrio, sino también un guardia civil que
se quedaba al fondo de la capilla. Espero que mis sermones le hubieran servido
de algo.
Pero
hubo más. Días antes de la Semana Santa aparecieron unas pintadas en las
afueras del pueblo contra el régimen. En el casino del pueblo corrió la voz de
que había sido el cura joven con unos estudiantes. Me enteré al mediodía, en la
comida en la pensión. Y les dije a los amigos maestros:
–Vamos
a ver la obra de arte que pinté anoche, que la luna no era clara y no se veía
bien.
Pero
al llegar y ver las faltas de ortografía en letras gruesas de brea de tractor o
de qué sé yo, les dije:
–¡Imposible!
Esto no es mío.
Pero
el alcalde, y aquí entramos en lo que podría ser una historieta más de Don
Camilo y Peppone, de Guareschi, me puso al jefe de los municipales a seguirme y
espiarme si se me ocurría salir de noche.
Ya
en Sevilla, y después de mi paso por Roma, decía misa en la parroquia en San
Pedro. Trabajaba en el Correo de Andalucía de Javierre, y por supuesto teníamos
los teléfonos pinchados. ¡Bueno era Juan Creix, jefe superior de policía, un
sujeto que había pasado por Barcelona y el País Vasco, con fama de torturador!
Era domingo tarde. Decía yo la misa de 7. Recuerdo que la iglesia estaba llena.
Cuando acabé el sermón y antes de que iniciara el Credo, surgió una voz de un
lateral gritando:
–¡Viva
Franco! ¡Arriba España!
Miré
hacia aquel lugar pero no distinguí quién había sido. Le gente, con más miedo
que vergüenza, ni se movió. Pensé en contestarle, pero me contuve. No quería
dar chance a ese tipo enviado ya se sabe por quién. Cuando llegó el momento de
la paz, dije:
–La
paz del Señor sea siempre con vosotros.
Y
otro grito de nuevo:
–¡Sí,
la paz que nos da Franco!
Esta
vez sí que lo cacé y le invité a salir. Pero el tipo no se movía. Y no había
nadie con reaños para decirle que se fuera.
Llamé
al sacristán y le dije:
–¿Ve
usted a aquel señor? Acompáñale a la calle.
Y
el sujeto, sin oponer resistencia, a los ruegos del sacristán, dejó el templo.
Después le pregunté al sacristán si estaba borracho. Y me dijo que no.
Mantuve
la misa parada durante unos tres minutos. El tiempo que duró su grito y su
salida de la iglesia.
Al
reanudar la misa, solo dije:
–¡Aquí
quien da la paz es Jesucristo!
Y
más cosas. Campamentos scouts con dificultades, salvadas en Sevilla por el carácter
del cardenal Bueno Monreal. O la Asamblea nacional del Movimiento Scout
Católico (MSC), de la que yo era consiliario general, que se celebró en 1970 en
el Cerro de los Sagrados Corazones, donde se presentaron dos policías
pidiéndome toda la documentación y papeles de los asuntos tratados.
Aquellas
cosas de antaño las veía divertidas. Las de ahora, en cambio, las siento con
asco.
En
fin, que a mi edad, vivo en total confusión. Necesito del confesor o del
psiquiatra que me diga: ¿Qué soy yo? ¿De izquierdas? ¿De derechas?
Tendré
que decir con el papa Francisco: Ni lo uno
ni lo otro, soy de Jesucristo.
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