En
la reciente entrevista del papa Francisco con Scalfari, fundador del periódico
«La Repubblica», éste pidió al papa un próximo encuentro y el pontífice le
contestó positivamente. Le adelantó el tema y le anunció que hablarían del
papel de la mujer en la Iglesia. Y añadió el papa Francisco: «Iglesia es
femenino».
El
12 de octubre, fiesta del Pilar en España, el papa ha vuelto a resaltar el
papel de la mujer en la Iglesia al recibir en la Sala Clementina a los
participantes del seminario de estudio promovido por el Pontificio Consejo de
los Laicos, con ocasión de 25 aniversario de la Mulieris dignitatem de Juan Pablo II, donde reiteró varias veces la idea de
que «la Iglesia es mujer y madre».
Entre
otras cosas vino a recalcar una profunda queja:
–Sufro,
y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio
en la Iglesia.
Esta
necesidad de un estudio en profundidad sobre el papel de la mujer en la Iglesia
viene ya del Vaticano II. En aquel magno encuentro, no pudo entrar una mujer
hasta la Tercera Sesión Conciliar. El 25 de septiembre de 1964, entró en el
aula conciliar como oyente la francesa Marie-Louise Monnet, fundadora de la
Juventud Independiente Católica Femenina y de la Acción Católica Independiente
en Francia y hermana de Jean Monnet, uno de los padres fundadores de Europa.
Seguidamente serían llamadas otras mujeres, en total, veintitrés: diez
religiosas y trece laicas, según criterio de internacionalidad y
representación, entre ellas, la española Pilar Bellosillo.
Durante
la Segunda Sesión, el belga cardenal Suenens, hablando el 22 de octubre de 1963
de la Iglesia y de los dones del Espíritu Santo que recaen sobre todos los
miembros, propuso invitar también a mujeres oyentes, diciendo con ironía:
–Me
parece que las mujeres forman el 50% de la humanidad.
Y
observó, con la misma ironía, que se había superado el millón de religiosas.
Dos
días más tarde, 24 de octubre, Georges Hakim de Galilea, arzobispo melquita,
atrajo la atención de los conciliares sobre el hecho de que en el esquema sobre
la Iglesia no se hacía mención de las mujeres.
Pero
no fue sino al año siguiente, en la Tercera Sesión, cuando Pablo VI anunció el
8 de septiembre de 1964 «la participación de algunas mujeres cualificadas y
devotas en las sesiones del Concilio».
No
creáis que esto fue acogido con aplauso unánime. Hubo de todo, como en la viña
del Señor. Fue Luciani, arzobispo de Venecia, posteriormente Juan Pablo I,
quien expresó en el diario «Avvenire» su complacencia, pidiendo que no se redujese
su presencia a un mero símbolo. Otros muchos conciliares se expresaron de igual
forma.
Las
colocaron en un lugar reservado a ellas y los padres conciliares las saludaban
en sus intervenciones con cortesía latina: carissimae
sorores, sorores admirandae o pulcherrimae auditrices. Pero en los
descansos, los padres conciliares se agolpaban en el bar para tomar un café o
un refresco, salvo ellas, que tenían a su disposición un pequeño bar separado,
lo que resultaba una situación bastante ridícula.
Pero
dejemos el Concilio que me distrae de otras reflexiones y no deseo que esta
carta sea más extensa que las otras.
Quiero
resaltar la queja del papa Francisco. La repito aquí:
–Sufro,
y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio
en la Iglesia.
¿A
qué se refiere el Papa?
Quiero
adivinar su pensamiento. No me cabe duda de que se refiere a ciertos
movimientos eclesiales –llámense institutos seculares o como se quiera llamar–,
nacidos al albur del siglo XX, donde la mujer es llamada prácticamente a una
función de servicio social. Más concretamente, de criadas de los hombres.
Hay
toda una literatura al respecto. Tengo en mi biblioteca libros en italiano y en
español de mujeres que se han podido liberar de ese yugo y que gritan por la
herida. Y he conocido casos sangrantes en concreto a lo largo de mi vida
sacerdotal. No solo el empeño de mantenerlas en situación inferior respeto al
elemento masculino, sino asfixiadas en su vida espiritual cuando la Iglesia ha
proclamado siempre la libertad de conciencia.
Hay
un caso chusco que cuento porque sois un grupo selecto. Un fundador que
prohibía a sus hijas montar en bicicleta. ¿Sabéis por qué? Porque, en su
ignorancia, creía que la mujer podía perder su virginidad.
Francisco
de Asís quiso para Clara de Asís y las clarisas la misma situación de los
hombres. Ellos ya no eran monjes, sino frailes, vivían en las urbes y salían a
la plaza pública a llevar el evangelio. Pero la Iglesia del siglo XIII no lo
consintió en las mujeres y las metió en clausura.
Teresa
de Jesús, en el XVI, fue fundadora primero de mujeres y después de hombres. Una
mujer brava que no se dejó intimidar ante el machismo reinante.
Edith
Stein, personaje al que acabo de biografiar, luchó en la Alemania de principios
del siglo XX por la presencia de la mujer en la Universidad. Presentó una tesis
doctoral con la máxima calificación cuando la mujer era un raro espécimen en
las aulas universitarias alemanas. Y luchó en vano por una cátedra, que le fue denegada
por mujer y por judía. Una vez convertida, en sus escritos cuestiona incluso el
hecho del acceso de la mujer al sacerdocio. Y ello en los años 30 del siglo
pasado. Hoy es santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Y
todavía en el siglo XXI tenemos que oír a un papa valiente decir eso de que
sufre al ver casos de servidumbre de la mujer en la Iglesia. Podría haber proferido
también la exclamación que le salió del alma cuando supo la tragedia de
Lampedusa:
–Questo
è una vergogna!
Pues
lo mismo: ¡Esto es una vergüenza!
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