viernes, 10 de enero de 2014

La mujer en la Iglesia

En la reciente entrevista del papa Francisco con Scalfari, fundador del periódico «La Repubblica», éste pidió al papa un próximo encuentro y el pontífice le contestó positivamente. Le adelantó el tema y le anunció que hablarían del papel de la mujer en la Iglesia. Y añadió el papa Francisco: «Iglesia es femenino».
El 12 de octubre, fiesta del Pilar en España, el papa ha vuelto a resaltar el papel de la mujer en la Iglesia al recibir en la Sala Clementina a los participantes del seminario de estudio promovido por el Pontificio Consejo de los Laicos, con ocasión de 25 aniversario de la Mulieris dignitatem de Juan Pablo II, donde reiteró varias veces la idea de que «la Iglesia es mujer y madre».
Entre otras cosas vino a recalcar una profunda queja:
–Sufro, y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio en la Iglesia.
Esta necesidad de un estudio en profundidad sobre el papel de la mujer en la Iglesia viene ya del Vaticano II. En aquel magno encuentro, no pudo entrar una mujer hasta la Tercera Sesión Conciliar. El 25 de septiembre de 1964, entró en el aula conciliar como oyente la francesa Marie-Louise Monnet, fundadora de la Juventud Independiente Católica Femenina y de la Acción Católica Independiente en Francia y hermana de Jean Monnet, uno de los padres fundadores de Europa. Seguidamente serían llamadas otras mujeres, en total, veintitrés: diez religiosas y trece laicas, según criterio de internacionalidad y representación, entre ellas, la española Pilar Bellosillo.
Durante la Segunda Sesión, el belga cardenal Suenens, hablando el 22 de octubre de 1963 de la Iglesia y de los dones del Espíritu Santo que recaen sobre todos los miembros, propuso invitar también a mujeres oyentes, diciendo con ironía:
–Me parece que las mujeres forman el 50% de la humanidad.
Y observó, con la misma ironía, que se había superado el millón de religiosas.
Dos días más tarde, 24 de octubre, Georges Hakim de Galilea, arzobispo melquita, atrajo la atención de los conciliares sobre el hecho de que en el esquema sobre la Iglesia no se hacía mención de las mujeres.
Pero no fue sino al año siguiente, en la Tercera Sesión, cuando Pablo VI anunció el 8 de septiembre de 1964 «la participación de algunas mujeres cualificadas y devotas en las sesiones del Concilio».
No creáis que esto fue acogido con aplauso unánime. Hubo de todo, como en la viña del Señor. Fue Luciani, arzobispo de Venecia, posteriormente Juan Pablo I, quien expresó en el diario «Avvenire» su complacencia, pidiendo que no se redujese su presencia a un mero símbolo. Otros muchos conciliares se expresaron de igual forma.
Las colocaron en un lugar reservado a ellas y los padres conciliares las saludaban en sus intervenciones con cortesía latina: carissimae sorores, sorores admirandae o pulcherrimae auditrices. Pero en los descansos, los padres conciliares se agolpaban en el bar para tomar un café o un refresco, salvo ellas, que tenían a su disposición un pequeño bar separado, lo que resultaba una situación bastante ridícula.
Pero dejemos el Concilio que me distrae de otras reflexiones y no deseo que esta carta sea más extensa que las otras.
Quiero resaltar la queja del papa Francisco. La repito aquí:
–Sufro, y os digo la verdad, cuando veo que hacen cosas de servidumbre y no de servicio en la Iglesia.
¿A qué se refiere el Papa?
Quiero adivinar su pensamiento. No me cabe duda de que se refiere a ciertos movimientos eclesiales –llámense institutos seculares o como se quiera llamar–, nacidos al albur del siglo XX, donde la mujer es llamada prácticamente a una función de servicio social. Más concretamente, de criadas de los hombres.
Hay toda una literatura al respecto. Tengo en mi biblioteca libros en italiano y en español de mujeres que se han podido liberar de ese yugo y que gritan por la herida. Y he conocido casos sangrantes en concreto a lo largo de mi vida sacerdotal. No solo el empeño de mantenerlas en situación inferior respeto al elemento masculino, sino asfixiadas en su vida espiritual cuando la Iglesia ha proclamado siempre la libertad de conciencia.
Hay un caso chusco que cuento porque sois un grupo selecto. Un fundador que prohibía a sus hijas montar en bicicleta. ¿Sabéis por qué? Porque, en su ignorancia, creía que la mujer podía perder su virginidad.
Francisco de Asís quiso para Clara de Asís y las clarisas la misma situación de los hombres. Ellos ya no eran monjes, sino frailes, vivían en las urbes y salían a la plaza pública a llevar el evangelio. Pero la Iglesia del siglo XIII no lo consintió en las mujeres y las metió en clausura.
Teresa de Jesús, en el XVI, fue fundadora primero de mujeres y después de hombres. Una mujer brava que no se dejó intimidar ante el machismo reinante.
Edith Stein, personaje al que acabo de biografiar, luchó en la Alemania de principios del siglo XX por la presencia de la mujer en la Universidad. Presentó una tesis doctoral con la máxima calificación cuando la mujer era un raro espécimen en las aulas universitarias alemanas. Y luchó en vano por una cátedra, que le fue denegada por mujer y por judía. Una vez convertida, en sus escritos cuestiona incluso el hecho del acceso de la mujer al sacerdocio. Y ello en los años 30 del siglo pasado. Hoy es santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Y todavía en el siglo XXI tenemos que oír a un papa valiente decir eso de que sufre al ver casos de servidumbre de la mujer en la Iglesia. Podría haber proferido también la exclamación que le salió del alma cuando supo la tragedia de Lampedusa:
–Questo è una vergogna!
Pues lo mismo: ¡Esto es una vergüenza!

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