Os cuento lo
que le pasó a Tomás Moro. O santo Tomás Moro, que bien pagó con su cuello el no
renegar de su fe. La Iglesia lo ha elevado a los altares. Ocurrió el 7 de julio
de 1535, decapitado por orden de Enrique VIII de Inglaterra al negarse, como
canciller del reino, a ratificar la disolución del matrimonio del rey con
Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y al rehusar el juramento en
favor de la supremacía del rey como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra.
Moro vivió
en época de transición, como la nuestra. Era un hombre de fe, y un político.
Nacido en el Medievo se ve inserto en la Europa Moderna, a la que contribuyó
con su libro Utopía, la ilusión cristiana puesta en una isla imaginaria de
esperar que el espíritu domine sobre la carne.
Pero, a
pesar de todo, mantenía sus raíces antiguas. Y con ellas se fue a la tumba. Sin
veleidades. Y sin cambiar de levita (en nuestros tiempos, chaqueta). Por eso es
grande Tomás Moro. Y por eso se le venera.
Mantuvo, a
mi entender, como buen creyente, estas buenas virtudes válidas en toda etapa de
cambio. Integridad del gobernante que no se deja sobornar ni presionar por la
fuerza del aparato político, en aquel caso, la monarquía absoluta de Enrique
VIII. Austeridad de vida, que no se enriqueció a pesar de contar en su momento
con todos los resortes del poder como canciller real. Idealismo cristiano, a la
espera siempre de que el espíritu domine sobre la materia. Y sentido del humor,
que lo tuvo a raudales, hasta su misma muerte, contándose no pocas anécdotas de
esa serena esperanza que mantiene en pie a todo creyente.
No sería hoy
un mal programa de vida cristiana para aventurar un cambio en el que,
naturalmente, la Iglesia estaría presente.
Con ese
bendito humor que caracterizaba a santo Tomás Moro y que plasmó en esta
oración:
—Señor, dame
una buena digestión y, naturalmente, algo que digerir. Dame la salud del cuerpo
y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma sana, Señor, que tenga
siempre ante los ojos lo que es bueno y puro, de modo que ante el pecado no se
escandalice, sino que sepa encontrar el modo de remediarlo. Dame un alma que no
conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros ni los lamentos, y no
permitas que tome en serio esa cosa entrometida que se llama el «yo». Dame,
Señor, el sentido del humor. Dame el saber reírme de un chiste para que sepa
sacar un poco de alegría a la vida y pueda compartirla con los demás. Amén.
Tras una
larga reclusión en la Torre del Londres,
fue condenado a muerte por traidor al haberse negado a reconocer bajo
juramento que el rey era el jefe de la Iglesia de Inglaterra. En la cárcel dijo
a su hija Margarita:
–A buen
seguro, Meg, que tu corazón no es ni más débil ni más tierno que el de tu
padre. Y, a pesar de que mi natural modo de ser tanto se resiste al
sufrimiento, que un papirote en la nariz casi me hace temblar, no obstante,
dulce hija mía, mi gran fuerza consiste en que, a pesar del temor que la muerte
me inspira, nunca he pensado consentir en nada que contraviniese a mi
conciencia, gracias a la merced y al poder de Dios.
Llevado al
cadalso, a punto de ser decapitado, no le faltó el humor. Le rogó al verdugo
que le ayudara a subir al cadalso, «porque para bajar, podré valérmelas por mí
mismo». Apoyando la cabeza en
el tajo, desvió su barba hacia un lado, diciendo:
–Porque esta
barba no ha cometido ninguna alta traición.
Así dejó
este mundo Tomás Moro: santo mártir de la Iglesia católica, amante padre,
esposo y abuelo, destacado político, jurista, poeta, sabio filósofo y culpable
de haber violado el Acta de Traición de 1534.
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