Fundido en bronce en 1880,
preside este sorprendente Cristo la glorieta principal del cementerio de San
Fernando de Sevilla. Un buen día sorprendió a los que lo contemplaban cómo de
su boca manaba dulce miel que corría hacia el pecho. Lo que en un principio
pareció un curioso milagro, pronto se comprobó cómo las abejas habían hecho su
panal dentro de la boca del Cristo. Y el Cristo majestuoso y hierático que
ideara el joven escultor Antonio Susillo recibió desde entonces el apelativo de
«Cristo de las Mieles», como se le conoce desde entonces.
A sus pies, bajo el monte
de piedra donde se alza el Cristo, se halla enterrado el escultor Susillo, que
tiene desparramadas por la ciudad otras muestras valiosas de su arte, como el
Daóiz de la plaza de la Gaviria, los ocho próceres sevillanos sobre la balaustrada
del palacio de San Telmo o el Miguel Mañara de los jardines de la Santa
Caridad.
En una pequeña reseña
biográfica escrita el mismo año de su fallecimiento, meses antes de su trágica
muerte, el escritor José Cascales, en su obra «Sevilla intelectual», describe estos rasgos de su carácter: «Sus
ojos grandes y oscuros están siempre impregnados de una dulce tristeza, y sin
que pueda tildársele de taciturno, porque al fin es andaluz y su conversación
es animada, no por eso deja de transparentarse, a través de sus palabras y de
sus actos, algo parecido a abstracción melancólica de persona que vive tanto en
la región de los sueños, como entre simples mortales».
Muy pronto Sevilla pudo
comprobar cómo el escultor Susillo, en la plenitud de su vida artística, 39
años, pasó de entre los simples mortales a la región de los sueños eternos.
Acabó con su vida el 22 de diciembre de 1896 empuñando una vieja pistola,
camino de San Jerónimo, cerca de la vía del tren.
El suicidio estaba
penalizado por la Iglesia con la negación de sepultura eclesiástica. Pero aquí
se hizo una excepción con la singularidad de tan gran artista, empeñada en ello
también la infanta María Luisa. Dos siglos casi en Sevilla, desde Martínez
Montañés o Roldán, que no aparecía un escultor tan eminente.
Nacido en Sevilla el 18 de
abril de 1857, pronto se reveló por su inclinación natural hacia la escultura.
Su padre, comerciante de aceitunas aderezadas, trataba de empujar al hijo hacia
el negocio familiar, pero Antonio Susillo, ya desde su infancia, distraía su
tiempo modelando en barro figuras sorprendentes. Lo descubrió el pintor José de
la Vega, cuando Susillo contaba 18 años, y le dio las primeras nociones de
dibujo. Cuando estableció su estudio, recibió la visita de Isabel II, quien, ya
destronada, pasaba temporadas en el Alcázar de Sevilla, y le compró una obra
que llevaba por título Los dos guardianes,
un idilio de la vida del campo. Le visitó también el príncipe ruso Romualdo
Gredeye, quien, viendo en el joven escultor sevillano un futuro esperanzador,
le ofreció su protección y el joven Susillo le acompañó a París, donde ingresó
en la Ecole de Beaux-Arts. Tras conseguir el número 2 entre los condiscípulos,
porque el primero estaba reservado siempre a un francés, volvió a Sevilla en
1884 a consecuencia de una grave enfermedad de su padre, de la que murió. En
1885, y pensionado por el Ministerio de Fomento, pasó a Roma para el estudio de
la antigüedad clásica. Permaneció tres años en la Ciudad Eterna. A su vuelta,
era ya un cotizado escultor.
En su testamento ológrafo
de 25 de junio de 1893, la infanta María Luisa hizo constar que el palacio de
San Telmo fuera dado a la diócesis de Sevilla para su utilización como Seminario
y que el edificio de San Diego, antiguo convento franciscano, y una gran parte
de los Jardines fueran dados al Ayuntamiento para la construcción de un gran
parque para la ciudad. El Ayuntamiento acordó, por la cesión de los terrenos
del palacio de San Telmo, «denominar al futuro parque urbano Infanta María
Luisa Fernanda y erigir una estatua que conmemore el hecho». El 23 de marzo de
1893 fue encargado al escultor Antonio Susillo, pero su proyecto no fue
aprobado por la Academia de Bellas Artes de Sevilla. A Susillo le dio una
depresión. El acuerdo del Ayuntamiento sevillano no se cumplió hasta 1929, una
estatua en piedra realizada por Enrique Pérez Comendador, que posteriormente
fue llevada a Sanlúcar de Barrameda y sustituida por otra de bronce.
A Susillo le faltó algo
fundamental: la paz familiar. Casado en segundas nupcias –su primera mujer
murió muy joven–, su esposa, una malagueña de nombre María Luisa Huelin, le
insultaba y maltrataba porque no ganaba lo suficiente. Y un día, el melancólico
Susillo se llevó en silencio a la sepultura el drama que vivía. Sus discípulos
Joaquín Bilbao, Coullaut Valera, Viriato Rull y Castillo Lastrucci sacaron una
mascarilla del escultor antes de su enterramiento.
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