jueves, 4 de junio de 2015

Corpus Christi

Hoy es uno de esos jueves que relucen más que el sol. Ya lo dice un refrán, que se ha quedado anticuado: «Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol: Corpus Christi, Jueves Santo y el día de la Ascensión». Ya solo queda el Jueves Santo en España. Las festividades del Corpus Christi y de la Ascensión han pasado al domingo siguiente a su festividad por aquello de que ya no son días festivos. Tan solo tres ciudades, que yo sepa, mantienen la procesión en este jueves, aunque la festividad litúrgica pasa al domingo próximo. Son: Toledo, Granada y Sevilla.
En estos momentos, mientras escribo, pasea por el centro de la ciudad la hermosa custodia de Arfe con el Santísimo. Es y siempre ha sido una fiesta grande en Sevilla con balcones adornados y gente por la calle para presenciar la procesión. Y el sol, reluciente, como tiene que ser.
Hubo una vez –allá por el pontificado del cardenal Luis de la Lastra, arzobispo de Sevilla (1863-1876), tan rechoncho él, que cuando pontificaba en el altar mayor de la catedral, lo tenían que aupar por las escaleras– que seguía tras el paso de la custodia. Iba la procesión por la calle Sierpes cuando cayó una torrencial tormenta de verano. Y aquello fue Troya. Todo el mundo buscó refugio donde pudo. ¿Y qué hizo el horondo cardenal? Pues lo mismo que todo el mundo. Se refugió en un casino. Y la custodia, sola y sin acompañamiento en medio de la lluvia. Al cardenal le cayó una severa admonición de Roma, porque el soldado no puede abandonar su puesto de vigilancia.
Los orígenes de la fiesta del Corpus arañan los inicios del siglo XIII, cuando una niña belga tuvo una revelación particular para que se estableciera una fiesta en honor del Santísimo Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de agustinas de Monte Cornillón, cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata Juliana de Lieja o de Monte Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta colaborador en el arcipreste de la catedral, Jacques Pantaleón de Troyes. La fiesta del Corpus fue introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue nombrado obispo de Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente, fue elegido Papa con el nombre de Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga monja, instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus (1264). Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta fiesta con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la efectiva institución litúrgica del Corpus que no será operante hasta el concilio de Vienne de 1311.
La fiesta del Corpus entró en España por el reino de Aragón y en Sevilla ya se tienen noticias documentales en el siglo XV. Pero será en los siglos XVI y XVII cuando adquiera todo su esplendor, entreverados en un todo lo popular con lo religioso.
–Era costumbre por aquella época [siglo XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el Santísimo Sacramento en medio de la capilla mayor; y después, cuando el Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban los tablados, colocados al efecto entre los dos coros, comenzaba la representación de los autos, terminados los cuales tenían lugar los divinos oficios. Concluidos la misa y el sermón, se representaban las danzas en el mismo sitio en que se habían representado los autos, y allí permanecían bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por la tarde que salía la procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los Diputados, nombrados por la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban a su antojo los sitios en donde se habían de hacer las representaciones; y una vez señalados, colocaban en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la representación que dentro de la Catedral y delante de los dos Cabildos se hacía, fuesen los comediantes en los carros a ejecutar los autos en todos aquellos lugares señalados de antemano.
La Tarasca y Gigantes abrían paso a la procesión. El Abad Gordillo las describe así:
–Primeramente para regocijar y disponer a la gente popular va la Tarasca, que es una figura hecha de madera de la forma de una sierpe muy grande, que la tiran cuatro ruedas muchos hombres que van junto a ella pagados por el cabildo de la Ciudad, acompañada de algunas figuras salvajes (las mojarrillas), vestidos de unos justillos de lienzo pintados de colores, y unas vejigas de vaca llenas de viento para apartar a la gente, y con otras invenciones con que causan ruido y alegría y la misma Tarasca las va haciendo sacar el cuello y acometimiento a la gente y haciendo otras cosas de regocijo, con que todos los presentes se alientan y dan gritos de placer. Luego van los Gigantes, que son seis figuras grandes de hombres y mujeres, representando diversas naciones y otros gigantillos pequeños, que el mayor misterio que tienen es ser figuras monstruosas, unos por grandes y otros por pequeños en aquel género giganteo. Llevan delante de sí un tamborino, a cuyo son hacen diversos bailes y muy grande número de gente que los van acompañando, en especial de muchachos y aldeanos y gentes sin discurso; metidos dentro de los cuerpos van sobre sus hombros moviéndolos y haciendo meneos y vistas a las partes que quieren.
El Corpus, en el paso del siglo XVI al XVII, perdió progresivamente su genuino carácter religioso y se convirtió cada vez más en profano. La gente corría tras la Tarasca, las mojarrillas y gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento, que venía detrás, perdía interés y devoción.
La crisis estalló con la venida a Sevilla del arzobispo Palafox, que en 1689 envió a Roma 31 dubios sobre irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y de rito. Especialmente significativo era el dubio 5, por la resonancia que tuvo: «Si puede y debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava del Corpus Christi se celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y hombres enmascarados y con los sombreros puestos en presencia del Santísimo Sacramento, a pesar de hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma fue: Posse et debere. Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto paliada al encomendar Roma que esta cuestión la dilucidara el monarca español al estar implicado el cabildo secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir, en las próximas fiestas del Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas que abrían la marcha de la procesión y que incluso se introducían en la iglesia catedral bailando durante la consagración. Palafox, dicho sea de paso, a punto estuvo de cargarse también a los Seises.
El cabildo secular recurrió a la Audiencia ante esta prohibición y al mismo tiempo envió diputación al Asistente, indicándole que los danzantes llevarían guirnaldas en la cabeza en vez de sombreros y los coros de hombres y mujeres irían separados. Aquel día la procesión no salió de la catedral hasta la una y media de la tarde, cuando ya casi todas las corporaciones religiosas se habían retirado a sus parroquias y conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el arzobispo. En las calles se oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran los molinistas!», refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas a Roma acusaban al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron toda clase de libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e incluso lo relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa, extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox no poco de su fama y salud.
Las danzas desaparecieron definitivamente un siglo después, en el reinado de Carlos III, por real decreto de 21 de junio de 1780. Dispuso el monarca que «en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial o Regular, haya en adelante tales Danzas, ni Gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones, y demás funciones eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se requiere».
A partir de entonces, el Corpus se parece más a lo que se vive hoy que al espectáculo popular que se vivía en el XVI y XVII.

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