Adriano, emperador de
Roma, muere el 1 de enero del año 138. 62 años antes, el 24 de enero del año
76, había nacido en Itálica, junto a Sevilla, en la Bética romana, uno de los
más grandes emperadores de la Roma antigua.
Tenía diez años cuando, en
el 86, quedó huérfano de padre. Su madre, Domicia Paulina, era natural de
Cádiz. A la muerte del padre de Adriano, Trajano y L. Acilius Attianus se
hicieron cargo del niño como tutores. Y aquí le sonrió la fortuna. A la sombra
de Trajano (también nacido en Itálica), ascenderá en el Imperio hasta alzarse
en la más alta magistratura del Estado romano.
Aunque Trajano, muerto el
8 de agosto del 117 en Cilicia cuando venía de regreso a Roma, no dejó sucesor.
Que Adriano se alzara con el poder tal vez se deba, como dice Montanelli, «a
una coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio». Dion Casio cifra la
suerte de Adriano en el favor de la emperatriz Plotina, esposa de Trajano,
enamorada de Adriano. Pero sostiene que Trajano, en el momento de su muerte, ya
no podía escribir comido por la enfermedad y el documento de adopción de
Adriano fue firmado por la misma Plotina. Dion Casio va más lejos: se mantuvo
en secreto durante unos días la muerte de Trajano para que la adopción de
Adriano fuese proclamada antes que la muerte del emperador. Es significativo
que el sirviente personal de Trajano, testigo de los últimos momentos del
emperador, muriese cuatro días después que su amo. Adriano, gobernador de Siria
en aquel momento, se hallaba cerca del lugar donde había muerto Trajano y tenía
a su cargo el ejército romano oriental, el más potente del Imperio. No hubo
discusión. El senado romano recibió al mismo tiempo la muerte del emperador y
la elección por las legiones de Adriano que prometía el respeto de los
privilegios senatoriales.
Adriano tenía 40 años
cuando subió al poder. «Era un hombre guapo, alto, elegante, de pelo rizado y
barba rubia que todos los romanos quisieron imitar, ignorando tal vez que él se
la había dejado crecer sólo para ocultar unas desagradables mechas azuladas que
tenía en las mejillas» (Montanelli). Cantaba, pintaba, componía versos... Poco
antes de morir compuso un poema en recuerdo de los tiempos pasados. «Animula,
vagula, blandula...»: este poema de Adriano revela uno de los aspectos más
originales de la personalidad del que fuera el más singular y el más
imprevisible de los emperadores romanos. El hombre que encontraba acentos de
ternura casi femeninos por la propia «pequeña ánima errabunda y festiva», era
el mismo que había ordenado suprimir cuatro generales culpables de no aprobar
su política. Pero era también quien desarmó por sí mismo a un agresor para
concederle la gracia del perdón inmediatamente después.
Sus contradicciones eran
numerosas y, tal vez, desconcertantes. Detestaba la guerra, pero tenía el
físico y la mentalidad del soldado. Se dedicaba con pasión a las artes, pero
las consideraba tan sólo como un apacible juego. No creía en los dioses, pero
ejercía con gran empeño sus funciones de pontífice máximo y castigaba duramente
todo acto de incredulidad. Era social y misántropo, moral e inmoral,
clarividente e imprevisor. Su decisión de abandonar algunas provincias
«indefendibles» y de erigir una empalizada en Britania tuvo el efecto inmediato
de reforzar el Imperio. Pero el juicio posterior debía dar razón a los que
sostenían que la renuncia al expansionismo sería para Roma el principio del
fin.
Una sola cosa era en
Adriano constante y coherente: el sentido del deber hacia el Estado, al que
sirvió con devoción y celo de un funcionario modelo. A sus ojos, el Estado
representaba el valor supremo.
Tenía 56 años cuando
decidió construirse una tumba: la quiso grandiosa e imponente, como todos los
edificios que había ordenado erigir en Roma o en provincias. Se inspiró en las
formas del Mausoleo de Augusto, cuyas ruinas aún pueden contemplarse en Roma, y
levantó la Mole Adriana, hoy conocida como Castillo de Sant’Angelo. Lo preside
el arcángel san Miguel, pero en su tiempo lo coronaba una gigantesca cuadriga
de bronce dorado, dirigida por Adriano, revestida su estatua con las vestiduras
de Helio, o sea el Sol (pues también tenía el nombre de Helio además del de
Adriano).
Adriano había construido
también en Roma un templo en su honor y el templo de Matidia, madre de su mujer
Sabina, curiosamente quizás el único ejemplo en la historia de un templo
dedicado en honor de la suegra.
En cierta ocasión, como un
intelectual galo llamado Favorito le adulase y le diese permanentemente la
razón, Adriano se lo reprochó. Pero el galo Favorito le respondió:
–Un hombre que basa sus
argumentos sobre treinta divisiones en armas siempre tiene razón.
Adriano contó la
historieta en el Senado y todos se divirtieron.
Estos son unos rasgos de
nuestro paisano sevillano, al que los romanos consideran como un genio en la
organización del Estado y uno de sus más grandes emperadores. Lo demás
pertenece a la historia de Roma.
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