domingo, 18 de junio de 2017

¿Por qué, tú que crees, no me hablas de Dios?

Se lo he oído contar a un sacerdote hace algún tiempo. Subió a su coche un joven de unos veinte años, que hacía auto-stop. Se dio cuenta de que era sordomudo. Y el joven percibió que el conductor era sacerdote. Pasados algunos kilómetros, en silencio obligado, como es natural, pero ya distendido el clima en aquel pequeño vehículo rodante, el joven le pasó un papel al conductor con este curioso texto:
—No sé muy bien si Dios existe. Dígame lo que usted sepa.
Y el rubor asomó en el rostro del sacerdote. ¿Cómo explicarle la realidad de Dios a un sordomudo? ¿Y, además, conduciendo? Balbuceó algunas palabras que el joven sordomudo trató de leer en sus labios.

 

Fue una situación embarazosa, me dijo. Pero interesante. Este sacerdote sacó la firme convicción, gracias a aquel encuentro fortuito, de que los hombres de hoy esperan de la Iglesia y de los cristianos palabras consistentes sobre Dios.
¿Se las damos?
¿No ocurre más bien que nos embarga el respeto que nos inhibe hablar de Dios, manifestar nuestra fe, que sepan que soy cristiano y que ello se note en un comportamiento concorde con ese nombre?
Tal vez preferimos callar –¿por miedo? ¿por vergüenza?– en medio de un mundo dominado por las ciencias humanas, que olvida lo trascendente.
Sordos de la palabra de Dios hay muchos en el mundo. Y mudos para musitar siquiera un Padrenuestro que les acerque a Dios no son menos. Pero nos topamos de vez en cuando inquietos corazones sordomudos que nos pueden garabatear en un trozo de papel esa pregunta inquietante:
A los cristianos toca —mis buenos hermanos— organizar conciertos lo más afinadamente posible, con letra del Dios de Jesucristo, que puedan ser percibidos hasta por los sordomudos del mundo.

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