Se lo he oído contar a un sacerdote hace
algún tiempo. Subió a su coche un joven de unos veinte años, que hacía
auto-stop. Se dio cuenta de que era sordomudo. Y el joven percibió que el
conductor era sacerdote. Pasados algunos kilómetros, en silencio obligado, como
es natural, pero ya distendido el clima en aquel pequeño vehículo rodante, el
joven le pasó un papel al conductor con este curioso texto:
—No sé muy bien si Dios existe. Dígame lo
que usted sepa.
Y el rubor asomó en el rostro del
sacerdote. ¿Cómo explicarle la realidad de Dios a un sordomudo? ¿Y, además,
conduciendo? Balbuceó algunas palabras que el joven sordomudo trató de leer en
sus labios.
Fue una situación embarazosa, me dijo. Pero
interesante. Este sacerdote sacó la firme convicción, gracias a aquel encuentro
fortuito, de que los hombres de hoy esperan de la Iglesia y de los cristianos
palabras consistentes sobre Dios.
¿Se las damos?
¿No ocurre más bien que nos embarga el
respeto que nos inhibe hablar de Dios, manifestar nuestra fe, que sepan que soy
cristiano y que ello se note en un comportamiento concorde con ese nombre?
Tal vez preferimos callar –¿por miedo? ¿por
vergüenza?– en medio de un mundo dominado por las ciencias humanas, que olvida
lo trascendente.
Sordos de la palabra de Dios hay muchos en
el mundo. Y mudos para musitar siquiera un Padrenuestro que les acerque a Dios
no son menos. Pero nos topamos de vez en cuando inquietos corazones sordomudos
que nos pueden garabatear en un trozo de papel esa pregunta inquietante:
A los cristianos toca —mis buenos hermanos—
organizar conciertos lo más afinadamente posible, con letra del Dios de
Jesucristo, que puedan ser percibidos hasta por los sordomudos del mundo.
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