Los curas mayores de la diócesis de
Sevilla, que al parecer estamos ya bien amortizados, guardamos un grato
recuerdo y sentimos la añoranza del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de
Sevilla en nuestros años jóvenes. Hoy, 20 de agosto, se cumplen 30 años de su
muerte. Y quisiera honrar una vez más la memoria de quien hizo honor a su
apellido Bueno. Verdaderamente fue un hombre bueno. Con sus zapatos de pastor,
con sus medias color púrpura, y su báculo, Bueno Monreal descansa en la capilla
de San José de la catedral de Sevilla bajo una sencilla lápida de bronce, el
que ha sido el obispo más querido de sus curas en el siglo XX después del beato
Spínola.
Bueno Monreal, que pasaba las vacaciones de
verano en Ciordia, a 55 kilómetros de Pamplona, murió en la Clínica
Universitaria de Pamplona de un paro cardíaco el 20 de agosto de 1987. Iba a
cumplir el próximo 11 de septiembre 83 años. Sesenta años de sacerdocio,
veintinueve de cardenalato y treinta y tres en la archidiócesis de Sevilla. Su
pontificado sólo fue superado en años por san Isidoro, en el siglo VII.
Arzobispo emérito desde 1982, padeció el 3
de febrero de ese año, en la visita ad
limina a Roma, una trombosis cerebral que le afectó el habla y la movilidad
de medio cuerpo. Un habla extraña, más cercana a la de una tribu africana que a
otra cosa, cuando repetía siempre:
–Biongo, biongo, tsé, tsé, tsé...
Una enfermedad que encadenó su lengua, como
escribió Martín Descalzo, pero no su corazón.
Giancarlo Zizola, especialista en historia
moderna de la Iglesia y experto vaticanista, en su libro La otra cara de Wojtyla, dice lo siguiente:
–Una mañana de 1980, en el Sínodo sobre la
familia, (el papa) había perdido la paciencia mientras hablaba con los
cardenales alemanes: «Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato
eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!». En la misma época el
cardenal español José María Bueno Monreal había osado decir al papa durante una
audiencia: «Santidad, mi conciencia de obispo me impone hacerle presente que
existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de
sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma». «Y mi conciencia de papa
me impone echar a su eminencia de mi despacho», habría sido la respuesta de
Wojtyla. En los días siguientes el cardenal sufrió un infarto. Poco después se
le aceptó su dimisión.
Tengo referencias de que el encontronazo,
más que encuentro, de Bueno Monreal con Juan Pablo II existió con motivo de las
secularizaciones sacerdotales, pero hay que distanciarlo en el tiempo y
situarlo en un momento anterior a este último encuentro con motivo de la visita
ad limina, que ha sido cuando le dio
la embolia cerebral.
Como también esa salida del cardenal, muy
propia de él. Tenían que llegar unos documentos de Roma que se demoraban. Y
surgió el enfado del cardenal:
–¡A ver si el papa deja de viajar tanto y
se sienta en su despacho!
El cardenal Tarancón afirmó de Bueno
Monreal tras su muerte:
–Fue siempre un consejero formidable,
porque era un hombre que jamás perdía la calma ni la sonrisa. Era un
colaborador tan leal que, en los momentos difíciles, podías contar siempre con
él... Era un hombre conciliador. En la Conferencia Episcopal siempre
impresionaba la claridad de sus intervenciones y tenía una gran ascendencia en
los demás obispos.
Y José María Cirarda, que fue su obispo
auxiliar:
–Pocos hombres más inteligentes que él,
pocos hombres más buenos que él y al mismo tiempo tan amantes de la pobreza
como él.
Era un hombre del régimen, jamás lo negó.
En cierta ocasión, Franco, afectado por algún incidente con la Iglesia, le
dijo:
–La Iglesia está en contra mía.
Y Bueno Monreal le contestó:
–No, Excelencia, la Iglesia no está contra
usted. La Iglesia está a favor de la verdad y la justicia.
Le tentaron con la sede primada de Toledo.
Antonio María Oriol, ministro de Justicia, le ofreció Toledo.
–Pero, señor ministro, si yo soy cardenal
de Sevilla...
–Eminencia, Toledo es la Sede Primada de
España.
–Mire, el primo sería yo si estando tan a
gusto como estoy en Sevilla, la dejara para irme a Toledo.
Bueno Monreal fue un converso del Concilio
Vaticano II, lo mismo que Tarancón, y como tenía un carácter «bueno», se adaptó
y de qué manera a los tiempos nuevos. Casimiro Morcillo, que fuera obispo de
Bilbao y Madrid, muy del régimen, le dijo un día:
—Pepe, me han dicho que te has cambiado de
camisa.
Y Bueno Monreal le contestó:
—Lógico, no cambiársela es de guarros.
Si había algo en Bueno Monreal que lo
distinguiera era su enorme humanidad. Y la mejor prueba de ello es de qué forma
más humana, es decir, cristiana, supo llevar la crisis de los sacerdotes que se
secularizaban. Cuento una anécdota que no deja de ser leyenda urbana, puesto
que no he podido poner nombre y seña al sujeto. Acudió un sacerdote ya maduro
de edad al cardenal y le dijo que se había enamorado y pensaba dejar el
sacerdocio. ¿Reacción del cardenal? Lo miró con cara de bondad y le dijo:
–¡A nuestra edad, tú y yo, adónde vamos a
ir que estemos mejor!
Y la respuesta del sacerdote:
–¡Pues tiene razón, señor cardenal!
Y se quedó de sacerdote.
Pero hubo tantos otros, todos, a los que el
cardenal recibía con cariño de padre. No conozco ningún cura secularizado que
no hable bien del cardenal Bueno Monreal.
Mi sentido agradecimiento al obispo que me
ordenó de presbítero en la catedral de Sevilla. Treinta años de su muerte y su
recuerdo perdura con nostalgia, en mí y en tantos curas mayores, que ya somos
menos.
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