En
la noche del lunes 18 de agosto de 1947 –hoy hace de ello setenta años–, a las 9,45
de la noche, ocurrió una terrible explosión en Cádiz con numerosas víctimas y
heridos. Unas 150 personas
perdieron la vida en la tragedia. Un fuego, iniciado en el Departamento
de Química de los Astilleros de Echevarrieta, se corrió a un depósito de
defensa submarina causando la terrible explosión que destruyó la barriada de
San Severiano.
La
explosión del polvorín de la Armada fue una terrible tragedia en aquel Cádiz de
la postguerra. Pero mi recuerdo de este trágico suceso, a la distancia de los
años, y mirado desde Sevilla, se centra más bien en la interpretación que de
ello dio la máxima autoridad eclesiástica de la diócesis hispalense, es decir,
el cardenal Segura.
En
el siguiente Boletín Oficial del Arzobispado del mes de septiembre publicó una
Admonición pastoral que tituló: «El castigo de Dios». Escribe el cardenal
Segura:
–Aún
estamos bajo la impresión que produjo, en toda España, la horrible catástrofe
de Cádiz, en la noche del 18 de agosto próximo pasado, que bien puede decirse
ha constituido una desgracia verdaderamente nacional, que ha llevado el pánico
a los corazones más esforzados… Esa catástrofe de terribles proporciones es, y
así debemos considerarla, una lección de la justicia de Dios, que hemos de
aprender con docilidad, y a este fin se encamina exclusivamente, amadísimos
Hijos, esta nuestra Admonición pastoral… Publicaba la prensa que el dignísimo
Prelado de la Diócesis venía insistentemente llamando la atención en este año,
sobre el incremento de la inmoralidad en la playa de Cádiz, sin que su voz
fuera debidamente atendida. Tampoco hemos de describir, son sobradamente
conocidos, los abusos morales que por desgracia se perpetran a plena luz del día,
con falsos pretextos, en los centros de diversión y esparcimientos veraniegos…
Hay
aquí, en sus palabras, dos puntos a reflexionar. El concepto de un Dios
justiciero y vengador, más propio de una teología jansenista o
viejotestamentaria, y esa manía, entre otras muchas del viejo cardenal Segura,
de ver en todo fómite de pecado, fustigando los bailes todos los años con
admoniciones pastorales cuando llegaba la Feria de Abril y los baños en el mar cuando
llegaba el verano.
Era
el talante de un cardenal enfermo del hígado –con perdón, para los que padecen
este mal–, que percibía con pesar una resistencia pertinaz en sus huestes
diocesanas a sus orientaciones admonitorias. Pero más que enfermo de hígado,
Domenico Tardini, prosecretario de Estado con Pío XII, creía que Segura era un
«enfermo mental», según se lo confesó a José María Castiella, embajador de
España ante la Santa Sede. Un cardenal agreste, silvestre, montaraz. O «cardenal
selvático», que así le llamara el político sevillano Martínez Barrio, y yo titulé
en mi libro sobre Segura.
Teresa de Lisieux –santa Teresita del Niño
Jesús– va a hacer su Primera Comunión en una Francia jansenista, que predica
como Segura un Dios castigador. En los días previos de preparación, el abate
Domin lanzaba a las siete niñas que iban a hacer su Primera Comunión unos sermones
cavernarios que hacían temblar a Teresita. A unas niñas de diez y once años,
solo se le ocurre a este capellán ceporro hablarles de la muerte, del infierno
y de la comunión sacrílega. Es lógico que Teresita escribiera:
–Nos ha dicho cosas que me han dado mucho
miedo.
Teresita descubrirá con el tiempo que Dios
es lo contrario de lo predicado por este sádico. Pero pasará un calvario hasta
despojarse de esta educación jansenista que imperaba en Francia. Ya en el
convento, descubrirá el camino de la infancia espiritual, tan bien descrito en
su «Historia de un alma». Para Teresa de Lisieux Dios no es más que Amor y
Misericordia. Y su misión: Amar a Jesús y hacerlo amar.
También dijo poco antes de morir:
–Después de mi muerte, haré descender una
lluvia de rosas... cuento con no
estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por
las almas. Se lo pido a Dios y estoy segura de que me escuchará.
¡Y pensar que el cardenal Segura estuvo viviendo
un tiempo en Lisieux, cuando fue desterrado de España en 1931, conoció a las
hermanas carmelitas de santa Teresita y llegó incluso a escribir un folleto
sobre la santa! Pero se ve que no comprendió absolutamente nada. Su Dios
castigador era una caricatura del Dios cristiano de Jesús: Dios Padre, Dios de
Misericordia, Dios de Amor.
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